La venganza

Hablan de venganza y no saben lo que dicen. Más les valdría callar. Ese nombre le viene bien a lo que se llamó “venganza catalana”: el asesinato de Roger de Flor y de cien de sus almogávares de la Gran Compañía Catalana el cinco de abril de 1305 a manos de Miguel IX desencadenó un feroz ataque contra los bizantinos y el saqueo de toda Grecia a los gritos de “Aragó, Aragó”.

Grandes debieron ser la mortandad y las calamidades infligidas por los almogávares para que todavía hoy persista en algunos países balcánicos un monstruo imaginario sediento de sangre llamado Katalan y para que cuando un griego maldice a otro haga uso de un proverbio de su lengua: “así te alcance la venganza de los catalanes”.

Esto fue una venganza en toda regla. La ley del Talión –“ojo por ojo, diente por diente”-, que pasa por ser su prototipo, no lo es en absoluto. Es más bien lo contrario.

Como también fue una venganza en toda regla la que desencadenó Ulises contra los pretendientes. Después de que Eurímaco, uno de ellos, ofreciera una sastisfacción harto generosa, le respondió “mirándole torvamente”:

Eurímaco, aunque me dierais todos los bienes familiares y añadierais otros, ni aun así contendría mis manos de matar hasta que los pretendientes paguéis toda vuestra insolencia. Ahora sólo os queda luchar conmigo o huir, si es que alguno puede evitar la muerte y las Keres, pero creo que nadie escapará a la escabrosa muerte.

Eurímaco comprendió entonces que el brazo del vengador no es capaz de detenerse por sí solo:

Amigos, no contendrá este hombre sus irresistibles manos, sino que una vez que ha cogido el pulido arco y el carcaj lo disparará desde el pulido umbral hasta matarnos a todos.

Y a todos los mató:

como los buitres de retorcidas uñas y corvo pico bajan de los montes y caen sobre las aves que, asustadas por la llanura, tratan de remontarse hacia las nubes ‑éstos se lanzan sobre las aves y las matan, ya que no tienen defensa alguna ni posibilidad de huida y se alegran los hombres de la captura‑, así golpeaban éstos (Ulises y los suyos) a los pretendientes corriendo en círculo por la sala

Habría matado incluso a los familiares y deudos de los pretendientes si Atenea, por orden de Zeus, no lo hubiera detenido:

Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, contente, abandona la lucha igual para todos, no sea que el Cronida se irrite contigo, el que ve a lo ancho, Zeus

Así finaliza la Odisea, un canto que, como la Ilíada, es un canto sobre los tiempos anteriores al Estado, sobre la situación social en que cada uno debe atender a sus asuntos con su fuerza y su ingenio propios, porque la organización de la sociedad reposa sobre las normas del parentesco. En esa situación la venganza de sangre es un derecho. ¿Quién cuidará de sí mismo y de los suyos a no ser el que tenga la misma sangre?

Pero donde impera la venganza de sangre se vuelve difícil o imposible contener la violencia. Es preciso arrebatar ese derecho a los particulares. Eso es lo que han hecho los estados desde su nacimiento. El código de Hammurabi, dado por el dios Samash al rey de Babilonia en el siglo XVIII a. C., cuenta con el siguiente precepto:

Si un hombre ha reventado el ojo de un hombre libre, se le reventará un ojo.

Un ojo, no los dos, ni el asesinato de toda su familia o el saqueo de sus propiedades. El código protege en realidad al agresor deteniendo el brazo vengador de la víctima para que haya paz. No otra es la función primordial del Estado. Y la víctima debe darse por satisfecha. El código penal no es por tanto un listado de castigos, sino la puerta que se abre al que ha cometido delito para que, una vez que ha dejado de ser persona moral por haber atacado la paz en que consiste la aplicación del derecho, vuelva a serlo y pueda convivir con los demás. Y donde no es así, donde no se aplica el código penal y el delincuente no cruza la puerta que le abre, se abre la otra puerta, la del derecho de venganza.

Dicho lo cual, se comprenderá que es una horrible infamia decir que las víctimas del terrorismo etarra claman venganza. Que la verdad es la contrario está tan claro como la luz del Sol: claman justicia, aplicación de la ley, en lo que consiste la paz del Estado llamado España. Su decisión de portar banderas nacionales y escuchar el himno de la nación excluye cualquier partidismo y simboliza su adhsión al derecho.

Ante lo cual, una persona de bien no puede menos que decir en voz bien alta: “¡Honor a nuestros muertos y a sus familiares y amigos!”

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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