El papel de los sentidos

Materia, vida y mente

La mayoría de los filósofos admite la existencia de tres clases de entidades: materia inorgánica, seres vivos y mundo mental. Admiten también que su orden de aparición en el ser ha sido el de esta misma enumeración, pero sin haber seguido regularidad alguna. Si la teoría del big bang es acertada, la materia inerte tal como ahora la conocemos existe como mínimo desde hace 15.000 millones de años. Incluso puede tener una antigüedad de 20.000 millones. Dicha teoría no tiene posibilidad de retroceder más en el tiempo, lo cual significa que no le es posible negar ni afirmar una antigüedad mayor, pues carece de pruebas que se puedan contrastar. Por eso no es aventurado conjeturar que la materia tal vez sea eterna, pues ello no contradice esta doctrina de la ciencia física. Sea como fuere, una cosa al menos es cierta: que existe como mínimo desde hace una enorme cantidad de años y que su primera aparición, cuya causa es para nosotros profundamente misteriosa, podría incluso remontarse a un número infinito de ellos. Pero dejaremos este asunto por ahora para ocuparnos del resto, pues es mejor empezar por lo que parece tener respuesta y no por lo que es tan oscuro que tal vez nunca podamos atisbar una solución aceptable.

Respecto a la vida, sabemos que emergió en nuestro planeta hace poco más de mil millones de años. Por ahora se ignora que haya existido antes en otros astros y ni siquiera es posible afirmar con algo de verosimilitud que pueda darse en otro lugar que no sea la Tierra. En todo caso, dados nuestros conocimientos sobre la vastedad del Universo al que pertenece este planeta, existe entre los entendidos una especie de acuerdo por el que se proclama que lo más sensato por ahora es aceptar que sólo en éste existe vida, sobre todo vida mental. Que al menos así es a efectos prácticos, pues el hallazgo de seres vivos inteligentes es tan sumamente improbable que es preferible no tenerlo en cuenta.

Lo que llamamos mente, por último, tal vez no tenga una antigüedad superior a un millón de años, lo cual es un lapso de tiempo que tiende a cero si se lo compara con el de las otras clases de cosas existentes.

Pero no puede tratarse de tres reinos aislados. La materia viva necesita de la inerte y la mente sólo puede existir si hay seres vivos con sistema nervioso central. En el hombre confluyen los tres. Mejor dicho, él es la confluencia de los tres, un microcosmos o compendio de todos los estratos del ser. Para comprenderlo, piénsese, por ejemplo, en su cerebro. Este órgano, un prodigio inigualable de ingeniería natural, es una masa de materia gelatinosa cuyo peso suele oscilar entre 1.300 y 1.500 gramos, está compuesto de unos 30.000 millones de células nerviosas y es una máquina complicada y sutil que sigue las leyes de la física y la química, lo que no le impide ser el origen de la risa y el llanto, del abatimiento, la melancolía y el placer, el instrumento con que se adquiere el juicio, el saber, la vista y el oído, las nociones de bien y mal, los sabores dulce y amargo, la locura, el delirio, el terror, el desasosiego, la torpeza y la alegría, etc. Hipócrates decía11que estas cosas las sufrimos y las gozamos desde el cerebro. ¿No hay aquí una conjunción indiscutible de materia, vida y pensamiento?

El dualismo y el riesgo del escepticismo.

Si el dualismo estuviera en lo cierto, si fuera verdad que unas cosas son estrictamente materiales y otras estrictamente espirituales, ¿cómo se entendería entonces que un órgano fisiológico, material, pueda ser la causa de funciones biológicas, psicológicas y morales tan distintas como las que le atribuyó Hipócrates en la antigüedad? Muchas personas no se paran a pensar en este obstáculo. El dualismo impregna fuertemente sus convicciones acerca de la vida, la constitución del hombre, el universo, Dios, etc., de tal manera que para ellas la realidad está irremediablemente dividida en dos grandes sectores: el espiritual, que es el de la libertad y los altos ideales morales, y el material, que es el de la causalidad mecánica. Suponen sin apenas fundamento que debe haber algún tipo de relación entre ambos reinos, pero no saben cuál es, y así se hallan convencidos de algo que nunca cuestionan seriamente. Y cuando lo hacen es sólo para rechazar una de las partes en que han dividido la realidad y entregarse en alma y cuerpo a la otra: o bien aceptan en ese caso que todo es materia y desprecian lo espiritual como algo engañoso o bien, al revés, que lo material es indigno y sólo vale lo espiritual.

Estos tres sistemas, el dualismo, el materialismo y el espiritualismo, son creencias adoptadas por la gente en la vida diaria y mantenidas gracias a sus inclinaciones religiosas y políticas o a sus conocimientos científicos. Pero antes son sistemas filosóficos cuya confrontación, pese a que se inició hace muchos siglos, sigue siendo actual. Habrá, pues, que comprender las razones en que se apoyen, las dudas que resuelven y los problemas que dejan abiertos para ver si es conveniente aceptar alguno de ellos o si es preferible optar por otro distinto.

Para empezar, no debería discutirse que, en lo tocante al conocimiento de los sentidos, tiene que haber alguna continuidad entre lo material y lo psíquico. Que un sentido cualquiera informe de algo significa que han sucedido básicamente tres hechos:

Ha existido algún estímulo físico: onda luminosa, alteración aérea en la atmósfera circundante, presión de algún objeto sobre la piel, etc.

Este estímulo ha excitado un terminal nervioso situado en la retina, la membrana del tímpano, la piel, etc., desde donde un impulso eléctrico ha debido recorrer un canal nervioso hasta el cerebro.

El impulso eléctrico, o nervioso, ha llegado a un centro cerebral, donde ha sido interpretado. Entonces se produce la visión, la audición, la sensación de frío o calor, etc.

En resumen, hay estímulos físicos, impulsos nerviosos y estados conscientes. Si estos últimos no tienen nada que ver con los anteriores, entonces ¿cómo es posible que exista el conocimiento sensible? Y si, pese a ello, este último existe ¿cómo puede ser conocimiento del exterior? Está claro que si los estímulos proceden del mundo material, deberían servir para representarlo. Pero, si se quedan a las puertas de la percepción porque no tienen nada que ver con los impulsos nerviosos que han activado, y si éstos tampoco guardan relación alguna con los estados conscientes, entonces ¿con qué derecho decimos que las percepciones representan la realidad material? Para conocer algo debe haber alguna similitud entre el conocedor y lo conocido. Luego no debería admitirse la barrera que el dualismo interpone entre lo material y lo mental, pues no se deja otra escapatoria que el escepticismo.

En efecto: puesto que de una cosa no puede surgir su contraria, lo material, que es extenso, no puede producir los pensamientos de la conciencia, que no lo son. ¿O aceptaremos que una idea tiene peso, longitud, altura, etc.? ¿Puede un pensamiento medir cinco centímetros y pesar 20 gramos? El sólo hecho de plantear esta posibilidad es absurdo. Luego la materia no puede enviar representaciones de sí misma a la mente. ¿Serían representaciones materiales? No, pues la mente no podría captarlas. ¿Mentales tal vez? Tampoco, porque la materia no podría producirlas. Ni siquiera los sentidos del organismo humano, que son también materiales, pueden relacionarse en modo alguno con la mente si se acepta la tesis dualista. ¿De dónde vienen entonces las ideas que una persona tiene acerca de la realidad externa? No de esa realidad, desde luego. En consecuencia, deben proceder de la propia persona que las piensa, lo cual parece absurdo. La relación entre lo que piensa una conciencia que produce sus propias ideas y el exterior no es diferente de la que hay entre lo que lograría plasmar en un lienzo un ciego de nacimiento que pretendiera pintar un paisaje y el paisaje mismo. Una conciencia así entendida está completamente sola con sus ideas, como el ciego con sus ensoñaciones. No otra cosa es el escepticismo solipsista.

Para no caer en estas conclusiones, el pensador cuya filosofía inauguró el dualismo en la edad moderna, recurrió a Dios como garantía de que las ideas de la mente representan verdaderamente la realidad. Si de ésta no pueden venir, decía, y la conciencia tampoco las ha producido, habrá tenido que ser otro espíritu quien las haya introducido en ella. Dicho espíritu es Dios, que, siendo bueno, no puede mentir. Gracias a Él es posible estar seguro de que las ideas sobre el mundo son su representación fiel.

El recurso cartesiano a Dios no es satisfactorio y ha sido abandonado por la filosofía. Aparte de que sería necesario probar racionalmente su existencia, su bondad y su veracidad, no es plausible que nuestra representación de las cosas de este suelo tenga que dar ese rodeo por el cielo.

No es preciso decir más para percibir con claridad el callejón sin salida a que conduce el dualismo en la teoría del conocimiento. Pasemos ahora a la siguiente posición filosófica.

El materialismo

Esta doctrina defiende que no hay cosa alguna que no sea material. Para las modernas ciencias de la materia fue también Descartes su iniciador. Por influencia de su filosofía se aceptó incluso que la comprensión de la vida debe también hacerse en términos físicos y químicos, atendiendo sola y exclusivamente a leyes que expliquen el comportamiento de la materia inerte. No otra cosa es el mecanicismo, que, de ser cierto, obligaría a convertir a la biología en un apartado de la física. Pero tal cosa no ha sucedido todavía ni es previsible que suceda en un futuro próximo.

Sin embargo, puesto que esto último podría ser un estado transitorio en las ciencias de la naturaleza y cabría entonces pensar que alguna vez se habrá de lograr una visión materialista coherente sobre la totalidad de los seres materiales, podría parecer que la filosofía, si ha de ser fiel al sentido de la ciencia, no tiene más remedio que volverse materialista.

Esto no es cierto en modo alguno. La filosofía procura entender el conocer humano. También se esfuerza por entender al propio ser que conoce, al hombre. Aunque ambos estudios deben emprenderse por separado, se cometería una grave incongruencia si lo que en uno de ellos se descubre se encuentra negado en el otro, por las consecuencias que se puedan extraer de él o por los fundamentos en que reposa. Los dos tienen que implicarse mutuamente. Al segundo, o antropología, pertenece la constatación de que el organismo biológico es la base imprescindible sobre la que se levanta un universo de ideas, conocimientos, realizaciones estéticas, principios morales, ordenaciones jurídicas, etc. Sin embargo, dicho organismo es en todo similar al de los otros animales. Esto interesa ya al segundo, o epistemología, pues podría ser que los canales por donde se entra en contacto con los medios externo e interno fueran única y exclusivamente corporales. En otras palabras, podría suceder que el materialismo antropológico fuera verdadero, y en ese caso la mente no tendrá otra vía que la material para alcanzar conocimientos sobre la realidad. Pensemos, pues, en ello.

Fisiología de la sensación.

Según lo dicho más arriba, la materia inerte, la vital y la mente confluyen en el hombre. Dicha confluencia se establece de varias maneras, una de las cuales es el procedimiento seguido por el organismo para producir sensaciones y percepciones que habitualmente se atribuyen al mundo externo o al interno, como si fueran simples reflejos suyos. Sirva de ejemplo el caso del sonido. Cada vez que oigo algo, han tenido antes que producirse fuera de mi organismo algunas alteraciones del aire, u ondas sonoras, de las que han chocado unas cuantas partículas contra la membrana del tímpano. Dicha membrana es el tambor del oído. A ella llegan las vibraciones atmosféricas canalizadas por el meato auditivo externo y la hacen vibrar. La recepción mecánica de esa vibración es transmitida a lo largo de tres huesecillos: martillo, yunque y estribo. El último de ellos transmite a su vez la vibración a la membrana que se halla en la ventana oval, por cuya causa se producen diferencias de presión en el líquido -perilinfa- que llena el tubo envolvente, o rampa vestibular. Las oscilaciones de presión de la perilinfa hacen que la membrana vestibular oscile y haga oscilar la endolinfa, o líquido que llena la rampa media, lo que a su vez hace que también vibre la membrana basilar y, por último, la membrana de la ventana redonda. En la membrana basilar se hallan unas células mecanorreceptoras que, en un número aproximado de 70.000, poseen unos cilios sensitivos capaces de estimularse y originar diversos impulsos en las fibras del canal nervioso que se desarrollan sobre sus bases. Es entonces cuando el impulso vibratorio se transforma en impulso nervioso, o eléctrico, y es conducido al cerebro, no sin antes detenerse en cuatro estaciones intermedias: núcleo coclear, núcleo olivar, collículo inferior y cuerpo geniculado medial. En ellas el mensaje auditivo es elaborado, filtrado, etc. El reconocimiento de patrones auditivos se completa en la corteza, destino final del impulso nervioso. Es entonces cuando las señales se convierten en sensaciones.

Solamente después de haber sucedido todo esto oigo el sonido. Lo que parecía una experiencia sencilla, espontánea y directa, es realmente el resultado de la actividad de un mecanismo biológico complejo activado por una energía ambiental. Y lo mismo que se ha dicho de la sensación auditiva puede decirse en general de todas las demás, si bien cada uno de los sentidos posee características propias. Junto con el del oído, que es el órgano rey de los mecanorreceptores, el sentido de la vista es el más importante de los que poseen los animales mamíferos. Así es el caso especialmente en el hombre, en quien lo sobrepasa ampliamente, pues aproximadamente un 90 por ciento de la información que su cerebro recibe del medio exterior lo recibe a través de ella.

Veamos de manera resumida el funcionamiento de unos cuantos sentidos más, para hacernos una idea cabal del modo en que un sujeto recibe información, tanto del exterior como del interior de su organismo. En primer lugar la vista. La retina posee unos 150 millones de células específicas capaces de reaccionar a los estímulos luminosos. Los impulsos generados por ellas pasan a través del nervio óptico hasta el centro del cerebro, el llamado núcleo geniculado del tálamo. Desde allí siguen hasta la corteza, donde existen mecanismos neuronales que los pueden interpretar. En particular, la corteza occipital posee áreas específicas que pueden reconocer colores, formas, movimientos, etc.

En cuanto al olfato, las encargadas de reconocer los estímulos volátiles externos, hasta un número aproximado de 1.000 compuestos diferentes, son las células olfatorias situadas en las zonas superior y lateral de la nariz. El sentido del gusto, con el que colabora el del olfato para reconocer la enorme gama de matices de la cocina, posee unos 10.000 receptores alojados en la superficie de la lengua con el fin de reconocer sabores. Por sí mismo, sin ayuda del olfato, percibe casi solamente lo salado, lo soso, lo amargo y lo dulce. El sentido del tacto, por último, posee distintas clases de receptores, cuya misión es detectar las estimulaciones del dolor, el frío, el calor, la presión, el tacto, lo liso, lo rugoso, etc. Así, los bulbos terminales de Krauze están especializados en la recepción del frío, los corpúsculos de Ruffini en la del calor, etc. Como ocurre en los demás sentidos, cada receptor envía al cerebro una señal que corresponde al estímulo recibido y allí es reconocida, interpretada…, para, en último lugar, tomar conciencia de la sensación correspondiente.

En todos los casos se da el mismo esquema, que presenta siempre los tres niveles siguientes:

a.- Nivel físico. A él pertenece el estímulo, que es en cada ocasión una cierta cantidad de energía ambiental capaz de provocar alguna reacción propia en algún receptor nervioso, de donde se deduce que esa energía solamente es estímulo si estimula: quod recipitur, ad modum recipientis recipitur. Así, los rayos ultravioleta, los infrarrojos, los sonidos que alcanzan más de 20.000 vibraciones por segundo, etc., no son estímulos para nuestro aparato sensorial, pero no por sí mismos, sino porque carecemos de órganos adecuados para recibirlos y reaccionar frente a ellos.

b.- Nivel fisiológico. Es el funcionamiento propio del sistema nervioso. Empieza en los neurorreceptores capaces de excitarse ante un estímulo, continúa en los canales nerviosos aferentes, que son los encargados de transmitir los impulsos eléctricos al cerebro, y culmina en el córtex, donde dichos impulsos son por lo general analizados e interpretados. Los canales eferentes son los que transportan la información desde el cerebro o la médula espinal hasta un músculo, para que éste ejerza algún movimiento.

c.- Nivel psicológico. Es el de la sensación propiamente dicha: la experiencia de la visión de colores y formas, de la olfación de olores, de la audición de sonidos, etc. Éstas no se presentan al hombre más que después de haber tenido lugar los dos procesos anteriores. Normalmente él no lo sabe ni lo siente. No es consciente de esta maquinaria biológica merced a la cual obtiene sensaciones que, en su fuero interno, representan la realidad, y cuyo funcionamiento se ha empezado a descubrir sólo después de arduas investigaciones científicas. Antes bien, está convencido de que el conocimiento es fruto de un contacto directo entre el sujeto y el objeto y, en su vida consciente, lo biológico no actúa como un intermediario. Sin embargo, la causa real de sus conocimientos es fisiológica.

Necesidad de la percepción. La sensación pura como entidad abstracta

Ahora bien, las sensaciones no se presentan una a una a la conciencia. No existen de manera aislada para el sujeto, que no puede experimentarlas si no vienen incluidas en organizaciones complejas. Sería una manera simplista, además de equivocada, de considerar este asunto el creer que recibimos primero separadamente las cualidades sensoriales y después las utilizamos como utiliza el albañil los ladrillos para construir la casa. No vemos formas ni colores separados, no oímos sonidos o gustamos sabores, etc., sino que vemos árboles, personas, calles, etc., oímos canciones, coches, etc., o degustamos el vino, la carne, los dulces, etc. En el psiquismo humano las unidades básicas del conocimiento sensible no son los datos de la sensación, sino las percepciones, a cuyo través se capta la energía estimulante como mundo, es decir, como realidad compuesta de cosas relativamente estables y ordenadas. Mejor dicho, ellas son la captación de cosas ordenadas y estables. No existen los ladrillos antes de la casa, al menos no para los hombres y no en este terreno. Nuestra experiencia es experiencia de objetos, no de la infinidad de datos sensoriales que los componen. Los objetos sensibles son totalidades de las que, por un esfuerzo de abstracción del intelecto, podemos después separar mentalmente cualidades como el olor, la forma, el color, etc. Pero estas cualidades son producto de la abstracción intelectual y no están en el origen de la experiencia consciente, sino al final de ella, después de que el análisis científico, haya ejercido su tarea de aislamiento y escisión con el fin de definir las unidades originales del conocimiento sensible. Por seguir con la metáfora de la albañilería, el conocimiento es una casa prefabricada, hecha de bloques previamente definidos, no de unidades sin sentido. Si no fuese así, si hubiéramos de ser conscientes de los átomos de la sensación cada vez que percibimos algo, entonces la sencilla percepción de un gato, por ejemplo, que consta como mínimo de la visión supuestamente continuada de su forma, color y movimiento, y de la audición de sus gruñidos, sería un mosaico de datos sin relación entre sí, una sucesión irregular y desordenada de un cúmulo tan ingente de informaciones sensoriales que su unificación en un solo ser, al que diéramos el nombre de gato, sería un milagro imposible. En el breve lapso de un minuto he podido verlo diez veces, en situaciones distintas, desde diferentes ángulos y con distinto grado de atención, lo he oído quizá otras diez veces, pero en cada una de ellas su sonido venía acompañado de matices distintos, y tanto cuando lo veía como cuando lo oía los afectos que yo llamo interiores acompañaban a esas sensaciones en las formas variadas en que son capaces de fluir mis sentimientos durante esos veloces sesenta segundos, etc. ¿Con qué derecho reúno tantos fugaces estados de conciencia en un solo ser? ¿Por qué ha de ser el mismo el gato que veo durante un segundo y el que veo durante el segundo siguiente? ¿No se trata acaso de dos sensaciones distintas, o, dicho con más exactitud, de dos inmensos grupos distintos de sensaciones? ¿Por qué entonces una sola entidad?

Si, en lugar de admitir esa única entidad que agrupa tantas sensaciones diferentes, admitiéramos solamente la existencia de dichas sensaciones, tendríamos que caer en la cuenta de que todos los objetos deberían poder reducirse a datos sensoriales y sus nombres a nombres de datos sensoriales. Pero ambas cosas son imposibles. Los datos recibidos por los sentidos entre un momento y el que le sigue son tantos y tan variados que no podemos percatarnos de ellos y menos aún recordarlos. Ante nosotros se producen como la espuma de la catarata y como las innumerables formas del fuego. Las diferencias entre dos sensaciones cualesquiera son tan acusadas que no hay modo humano de reflejarlas. ¿Es alguien capaz de describir objetivamente las distintas impresiones que producen al tacto la madera de haya y la de cedro? ¿Y las que se captan a través del olfato, ese órgano que, aun siendo uno de los más romos del hombre, es sin embargo tan fino que con él pueden detectarse hasta diez mil esencias?

Ocurre aquí como con la constitución del mundo físico. No creemos espontáneamente que éste esté hecho de partículas indivisibles e infinitesimales de materia, a las que llamamos átomos, sino de objetos mucho mayores, que son los propios de la experiencia cotidiana. Sólo después de múltiples teorías e investigaciones, y de haber argumentado que hay a su favor una cierta necesidad lógica, el pensamiento científico admite la existencia de dichas partes mínimas de la materia. Por motivos lógicamente semejantes se admite la existencia de las sensaciones, que serían no más que los átomos del conocimiento sensible. Pero se admiten porque se piensa que debe poderse separar cada una de las demás, no porque se tenga experiencia separada de cada una de ellas. En efecto, en un mismo objeto la visión de la forma no es lo mismo que la visión del color, y la de un cierto matiz de un color particular es a su vez diferente de la de aquel otro, etc., por lo que se acaba suponiendo que debe haber sensaciones visuales que sean completamente irreductibles a todas las demás. Así se llega al atomismo sensorial, a la aceptación de que lo existente de veras es un cúmulo inacabable de partículas sensitivas discretas y de que con ellas construimos nuestro conocimiento. Pero esta doctrina es, como puede observarse, elaboradamente conceptual; es una doctrina filosófica a la que estamos obligados por imperativos más lógicos que empíricos.

Del desorden más que probable en que nos veríamos sumidos si sólo hubiera sensaciones nos salvan las percepciones. Es evidente que no podríamos vivir en un mundo de sensaciones puras, como tampoco podríamos conocerlo contando solamente con ellas. Las percepciones son imprescindibles, tanto porque el organismo necesita una configuración precisa del mundo, una estructuración en objetos determinados, para sobrevivir en él, cuanto porque el sujeto no puede adquirir conocimiento si no hay orden en su mundo. La percepción significa, en consecuencia, la primera e indispensable necesidad de orden. Adviértase bien: la percepción responde también a la exigencia de orden por parte del sujeto. Después de esta exigencia, el sujeto lo encuentra cuando sus sentidos recorren la realidad. Tal vez la ésta esté ordenada independientemente de nuestro conocimiento sensible. Tal vez no. En todo caso, éste no es ahora nuestro problema. Lo que nos interesa es que hemos descubierto que el conocimiento sensible propio de los humanos exige, impone, la existencia del orden, lo cual es también ya una interpretación filosófica que nos aleja de lo que habitualmente se piensa acerca de este asunto.

Contra el sentido común

Una conclusión indiscutible de todo lo que se ha dicho en este tercer capítulo es que, si éste está en lo cierto, el sentido común tiene que estar entonces profundamente equivocado. Para las personas que no se han enfrentado nunca a estas dificultades existe una seguridad natural acerca de lo que es el conocimiento: la captación por la mente del sujeto de una realidad existente por sí y estructurada independientemente de él. Conocer no es más que reproducir la realidad tal como es y la reproducción será tanto mejor cuanto con más fidelidad la repita. La mente es un espejo y su cometido no es otro que el de reflejar lo que está fuera. El paralelismo entre el ser y el pensar es perfecto e incuestionable para esas personas, al menos en principio. Sucede, sí, que de cuando en cuando se percibe lo difícil que le resulta al segundo apoderarse de la totalidad del primero, pero esto sólo suele servir para convencerse más aún de que es posible hacerlo progresivamente, justo porque se parte de aquel convencimiento originario. Éste último, lejos de cuestionarse, se confirma con más fuerza en esta dificultad. Según esta manera de ver las cosas, la capacidad cognoscitiva del hombre, su mente, es un órgano pasivo que se limita a reflejar los objetos y sus cualidades. Éstos en cambio modifican su forma y características, son activos. Ella solamente se limita a reproducir lo que tiene ante sí. No cabe suponer que pone algo de su parte en el conocimiento de las cosas porque si tal sucediera, piensa la conciencia común, dejaría de ser fiable, ya que habría un fundamento para acusarla de presentar la realidad como es para ella y no como es en sí.

Pero esta concepción encierra serias dificultades. Hemos podido comprobar ya que, en el nivel psico-fisiológico que estamos estudiando, el sujeto no puede limitarse a recibir pasivamente los contenidos que le enviaría una realidad externa cerrada sobre sí y completa, sino que, muy al contrario, tiene que organizar, configurar, poner orden, etc., en el cúmulo de sensaciones que percibe, sea del exterior, sea del interior de sí mismo. Llamamos conocimiento al producto de esa actividad sobre datos que primero proceden de fuera en forma de estímulos físicos y después, como impulsos nerviosos, son transformados en y por el sistema nervioso central.

Contra el materialismo

Con esto no queda todo dicho en contra de la postura mantenida por el sentido común. Valga, pues, únicamente como advertencia sobre el riesgo de admitirlo tal como se presenta, que ya habrá ocasión de volver sobre él. Ahora nos dedicaremos a exponer las razones por las que, a nuestro juicio, el materialismo filosófico, y de paso también un cierto materialismo científico radical, no pueden tener razón.

Hay una clase de materialismo, que ha recibido el nombre de craso, grosero o vulgar, según el cual nada hay que no sea materia y, en consecuencia, lo mental no existe. Nada más fácil que negar esta idea. Podría ser verosímil, como se habrá de comprobar dentro de poco, que no exista cosa alguna que pueda ser llamada mente, yo, sustancia pensante, etc., o algo similar, y, en lo que respecta a esto, el materialismo estar en lo cierto, pero, aparte de que de esa inexistencia no se infiere que no haya ideas, sentimientos, percepciones, estados de conciencia, etc., no habría error mayor que negar estas realidades que son evidentes para cualquiera. A decir verdad, esta tesis no ha sido tenida en cuenta por ningún materialista bajo esa forma extrema. Otra cosa sería que se dijera que esas realidades interiores son algo muy distinto de lo que aparentan: objetos materiales, para lo cual habría que definir con claridad el significado de la palabra «materia», no fuera a extenderse artificialmente tanto que fuera válido para todos los seres, por muy distintos que fueran entre sí. Si «material» significa prácticamente lo mismo que «existente», entonces decir que los pensamientos son materiales equivale a decir que existen, lo que es una obviedad que no vale la pena tener en cuenta. Y si lo que se quiere decir es que son cosas tangibles, como los lápices y las monedas, la falsedad de la tesis sería asimismo tan manifiesta que tampoco valdría la pena pararse a discutirla.

Por último, en su forma más defendible, la tesis materialista podría significar, como así sucede de hecho, que lo que existen en el caso del conocimiento sensible son únicamente procesos fisiológicos que, en última instancia, se reducen a procesos físico-químicos similares a los de la electricidad, que, puestos en acción por causas físico-químicas del exterior, tienen lugar en el sistema nervioso central y, más en concreto, en el cerebro. Los materialista de la Antigüedad ya anticiparon una solución de este estilo al decir que la percepción y el conocimiento en general son una peculiar relación entre dos objetos físicos, de uno de los cuales decimos que percibe o conoce y del otro que es percibido o conocido. Según ellos, era que unas partículas mínimas, exhaladas por los objetos, entran en contacto con el sentido, como la luz con el espejo, de manera que el objeto queda reflejado en él. Aristóteles rechazó esto porque, decía, si reflejar es ver, entonces habría que decir que los espejos y las superficies de las aguas también ven. Ampliando a nuestro tiempo la objeción aristotélica, diríamos que lo mismo tendrían que hacer las cámaras fotográficas y los aparatos de radar.

Pero el materialista no es tan ingenuo o superficial, y sería injusto despacharlo con estas rápidas razones. Las palabras dadas en el apartado 3.1 sobre la fisiología de la sensación inclinan a pensar que tal vez no haga falta ninguna otra causa fuera de las aducidas allí para entender lo que es la percepción sensible y, lo que es tan importante o más que ésta, la conducta de las personas.

En aquella explicación estaban involucradas varias ciencias. Primero, la física, porque los estímulos del exterior son ondas de luz, perturbaciones de la atmósfera, etc., es decir, fenómenos físicos. Segundo, la neuro-fisiología, por cuanto los impulsos nerviosos que llevan hasta la central cerebral son neuronales. Tercero, la psicología, puesto que la percepción propiamente dicha parecía de un orden psíquico, distinto de los dos anteriores. Pero aquí no acaba todo, aunque sí sea suficiente para la percepción. Después de que ésta ha tenido lugar, parte del cerebro una orden que, transportada por los canales nerviosos eferentes, mueve los músculos correspondientes con el fin de alterar el medio. Luego nuevamente vuelven a estar involucradas la fisiología y la física. He aquí una cadena de causas y efectos de la que se ocupan varias ciencias. Cabe preguntar: ¿son físicas, es decir, materiales, en el fondo todas las causas que tienen que ver con estos procesos? Si así fuera, todo sería predecible con exactitud. Veamos por qué.

Imaginemos un individuo que ha llevado siempre una vida disoluta. Recibe la noticia de la muerte de su amante e, impresionado por ella, decide ingresar en un convento de cartujos, donde por fin halla una paz de espíritu que le hace vivir en paz consigo mismo el resto de su vida. Según la tesis materialista solamente habría sucedido lo siguiente. Unos cuantos estímulos aéreos han chocado contra la membrana del tímpano de su oído y, después de pasar por un pequeño laberinto (ver 3.1), han sido sustituidos y continuados por corrientes nerviosas que, a la velocidad aproximada de 100 metros por segundo, han llegado a un centro cerebral donde, poniendo en marcha unos complejísimos mecanismos que no comprendemos aún, han impartido órdenes muy concretas que no son solamente responsables del estado de ánimo consiguiente de nuestro personaje, sino que, además, moviendo sus músculos por medio de una intrincada red de hilos nerviosos, como los que mueven las marionetas, han conducido su organismo a la puerta misma del monasterio, etc.,

Todo esto es plausible. Una mínima causa física como un interruptor accionado por un niño puede desencadenar efectos gigantescos. Podría ser que el cerebro humano estuviera dotado de un mecanismo tan sutil que fuera capaz de reaccionar a una mínima diferencia entre dos átomos. En ese caso, bastarían unos impulsos nerviosos, físicos en definitiva, que no duran más que unos cuantos milisegundos, para que de él emanara una serie de órdenes sucesivas, transmitidas velozmente a lo largo de otros canales nerviosos, hacia todas las demás partes del organismo para lograr estados y movimientos que, en nuestro desconocimiento de las verdaderas causas de nuestra conducta, atribuimos normalmente a cosas tales como la voluntad, la conciencia, etc. Un observador extraño que, aparte de buen físico, fuera buen matemático, habría podido calcular de antemano todo lo que iba a decir y hacer esta persona, sin necesidad de conocer su idioma o su religión, etc.

Todo esto podría ser, sí, pero por el momento no pasa de ser una extraña, simple y muy lejana posibilidad. Si fuera real, el fisiólogo y el psicólogo, reducidas sus respectivas ciencias a meros apartados de la física, no tendrían nada que añadir a lo que ésta dictaminara. Hoy por hoy estamos lejos de esa identificación. En tanto llega, el fisiólogo y el psicólogo hacen bien en tratar como causas de otra índole que las físicas los procesos que ellos estudian. Esa es su hipótesis de trabajo, a la que deben permanecer fieles hasta que se demuestre que es falsa.

Pero es que además, del mismo modo que la neurofisiología no es física, o no lo es aún, por más que se presupongan causas físicas como las ondas luminosas o las fuentes de calor, la psicología tampoco es neurofisiología, aunque también necesita postular la existencia de las causas tratadas por ella. Quiero decir con esto que los estados conscientes de una persona no son, hasta nueva orden, procesos fisiológicos, o recogiendo la argumentación de Aristóteles, que reflejar no es ver. Es cierto que los procesos físicos y fisiológicos son la causa de nuestras percepciones. También que sin ellos no existirían éstas. Y que entre el objeto externo y el sujeto hay un nivel físico, otro neurológico y otro psicológico. Pero estos niveles son causas, no percepciones. Pese a ser necesarios, no se comportan como objetos perceptivos. No somos conscientes de su actuación, que no arroja luz en ningún caso sobre el problema que estamos tratando de dilucidar, el de cómo es posible estar seguros de que nuestro conocimiento del mundo, nuestras ideas acerca de él, lo reflejan verdaderamente, y hasta qué grado.

El idealismo subjetivo

Los filósofos que defienden esta concepción aducen que quien habla de la realidad como de algo exterior, compuesto de objetos particulares distintos e independientes, no se percata de que verdaderamente habla sólo de sus visiones, audiciones, sensaciones táctiles, etc. Que éstas son, como mucho, reacciones mentales ante las cosas, pero no son las cosas, que se detienen justamente a las puertas de los sentidos y no penetran al interior. Luego de la realidad exterior no conocemos más que nuestra información acerca de ella. Tanto es así que, contando solamente con el conocimiento sensible, no nos está permitido siquiera hablar con sentido de un mundo existente por sí. Decimos que hay ondas electromagnéticas fuera del sentido de la vista, ondas sonoras fuera de nuestro aparato auditivo, y así sucesivamente, pero nos esforzamos por no caer en la cuenta de que lo que sabemos de todas esas cosas no es más que nuestras propias sensaciones. Sin embargo, es evidente que las sensaciones no son las cosas, sino, a lo más, efectos suyos. Creer además que son sus reflejos fieles carece de toda justificación. ¿Por qué dos seres que son distintos entre sí, como las cosas y las sensaciones de las cosas, tienen que ser tan parecidos que la presencia del primero baste para conocer con exactitud el segundo?

Bastaría con pararse a pensar detenidamente y sin prejuicios la situación en que se halla nuestro conocimiento del mundo para caer en la cuenta de que, por partir todo él de los sentidos, le sucede a la mente lo que a una operadora de una central de información telefónica cuya única relación con los abonados se produjera a través de los cables del teléfono. En rigor, la mente sale perdiendo en la comparación, porque la operadora puede prescindir del teléfono y salir al exterior en cualquier momento que lo desee. Para que la comparación fuera más exacta habría que suponer que ésta ha nacido en la central, que nunca ha salido de ella, nunca podrá abandonarla y nadie podrá hacerle jamás una visita. Es más: como el príncipe Segismundo, no puede siquiera desearlo, pues toma por realidad sus sueños de voces a través de los audífonos y de mensajes transmitidos por los cables. Estará convencida con toda seguridad de que su relación se entabla con personas reales, de lo cual tendrá una confirmación cada vez que recibe o hace una llamada. Y de esta manera tendrá que suceder forzosamente que el universo será para ella un algo que habrá ido construyendo en su imaginación con las noticias que recibe por el teléfono y con las inferencias más o menos congruentes que haya podido extraer de ellas. Creerá saber de la existencia de otras personas con las que habla, conocer sus circunstancias, comportamientos, preocupaciones y problemas; podrá colegir la clase de ocupaciones a que dedican su tiempo, sus horarios, las viviendas que habitan, etc. Puesto que de cuando en cuando le parece que conversa con otras operadoras que tienen supuestamente una ocupación igual que la suya, confirmará con ellas sus propias conjeturas sobre el exterior, que ella tomará por verdadero conocimiento directo. Así producirá una idea sobre un mundo que no experimentará jamás. Al revés que Penélope, que tejía un manto para su esposo, Ulises, de cuya existencia tenía motivos para dudar, pero que acabó presentándose realmente ante ella, aunque bajo otra apariencia, la mujer de la central telefónica teje un vasto conjunto, más o menos coherente, de representaciones de una realidad de cuya existencia no se le ocurre dudar, pues cree que se le presenta sin disfraz, pero que nunca hace acto de presencia.

La comparación es ahora correcta, pues tiene en cuenta lo que la fisiología y la psicología nos dicen saber acerca de nuestra manera de conocer el mundo. Los estímulos físicos corresponden a las personas que usan el teléfono. El sistema nervioso y el cerebro son los cables y aparatos que transmiten el sonido hasta su oído. La mente es la propia operadora. Así que están presentes los dos elementos, material -estímulos y sistema nervioso central- y espiritual -mente- en que, según el dualismo, se resuelve la realidad.

Sin embargo, la analogía de la central telefónica no concluye en el dualismo, sino en una especie difícilmente sostenible de monismo idealista y subjetivista, que fue defendido por Berkeley en el siglo XVII. En las circunstancias de la operadora, el conocimiento no es nada parecido a lo que habitualmente se entiende por tal cosa, es decir, ajuste directo de las informaciones de la mente al mundo real. Encerrada en los extremos neuronales del cerebro, la mente nunca logrará acceder a él. Su comprensión de la realidad, más parecida a la composición de un puzzle por un niño que a una reproducción de sus auténticos caracteres, es en verdad una reconstrucción: con los múltiples informes transmitidos por los terminales nerviosos estará obligada que componer una representación coherente del exterior. La realidad no será para ella otra cosa que un producto de sus sentidos y de su actividad lógica, que no podrá cotejar con un original de cuya existencia aparte de la mente y sus contenidos empieza a ser más que razonable dudar.

He aquí que el mundo deja de ser originario para convertirse en el resultado de la acción mental; que es admisible que esté al final y no al principio. Partiendo de un dualismo estricto, que opone la mente y la materia, resulta, pues, casi inevitable la caída en un monismo que diluye el segundo de los opuestos. Encerrada irremediablemente entre los innumerables barrotes que son las fibras nerviosas por donde se conduce y analiza la información, la mente podría imaginar la posibilidad de prescindir de los datos neuronales para entrar en contacto directo con lo real, como podría la operadora desear abandonar sus teléfonos en cuanto descubriera que la central es realmente su encierro. Vano empeño, sin embargo, pues ¿qué significa esto en verdad? Que, no habiendo para mí más conocimiento que éste de que dispongo merced a un mecanismo biológico incluido en un sistema más amplio, el deseo de salir del encierro equivale a desear otra vida distinta de la única que conozco, o a pensar en la muerte. En efecto, si no hay prisionero, no hay encierro. Pero esto es inadmisible. No hay escapatoria posible: mientras siga siendo como soy, con los datos internos me veo impelido a fabricar un mundo que creo externo. Estoy limitado por los órganos de los sentidos, confinado irremediablemente a una red nerviosa. Cualquier otra posibilidad no pertenece a esta vida que es la mía.

Ahora bien, como demostró Hume de manera convincente, esta argumentación puede ser llevada más lejos todavía, hasta acabar concluyendo lo contrario de lo que parecía pretenderse con ella. Una vez que se ha admitido que la mente no es, como creía Locke, receptiva y pasiva, sino activa, se la puede además considerar sin inconveniente alguno productora de sus propios contenidos de conciencia 14. Ya se ha demostrado que la operadora realmente construye su visión del mundo a partir de los datos obtenidos desde el exterior a través de los cables del teléfono. ¿Pero de dónde extrae ella la convicción de que hay cables y de que en el otro extremo de ellos hay personas que le hablan? Su única y real experiencia consiste en oír sonidos, no en ver los cables del tendido ni a las personas con las que cree que habla. De igual modo, la mente no puede nunca distinguir entre estados de conciencia y cosas: su conocimiento de las cosas es siempre y solamente conocimiento de estados de conciencia, que ella atribuye equivocadamente a las cosas, igual que hace la operadora. Pero de éstas nunca tiene experiencia directa. No parece, pues probado que haya sustancia alguna, material o espiritual, de la que procedan las representaciones de la conciencia.

Pese a lo cual, seguramente se objetará que dichos estados de conciencia están de hecho causados desde el exterior, a lo que responde Hume, con una magistral capacidad analítica, lo siguiente. Todo lo que puede pensarse sin contradicción es posible que suceda realmente, aunque nunca llegue a ocurrir de hecho. Puesto que las ideas de causa y efecto son distintas, son separables entre sí y puede, por tanto, concebirse que algo no existe en un momento dado y sí en el siguiente, sin venir por ello obligados a pensar en la idea de causa o principio productivo. Luego pueden imaginarse por separado la idea de causa y la de comienzo en la existencia, y, en consecuencia, no hay necesidad lógica de aceptar que los estados de conciencia están ocasionados por cosas externas, por lo que lo contrario de ello puede ser verdadero. En otras palabras: puesto que no hay contradicción alguna en pensar por separado los datos de mi conciencia y el mundo exterior, aquéllos podrían darse sin éste. Luego no estoy obligado a aceptar que éste sea causa de aquéllos.

Este argumento exige una explicación más detenida. Según él, si puedo pensar una cosa que no sea contradictoria, dicha cosa puede existir, aunque de hecho no exista nunca. Por ejemplo, no es posible pensar sin contradicción que una persona que nunca miente esté siempre faltando a la verdad. Luego no puede existir una persona así. Pero sí puede pensarse, sin caer en contradicción alguna, que una persona que normalmente no miente resulta haberlo hecho alguna vez, y en consecuencia puede existir alguien así. También es posible pensar sin contradecirse que un racista encabece una protesta contra la segregación racial, por más que se tenga la seguridad de que nunca sucederá tal cosa. Sin embargo, es posible que alguna vez suceda, precisamente porque no es algo contradictorio. Puedo pensar asimismo que los datos de mi conciencia están causados por el mundo exterior, lo mismo que puedo también pensar a continuación que no es así, sin que ninguna de las dos opciones sea contradictoria. En consecuencia, ambas son posibles. Y si es así ¿por qué habría de preferir una sobre la otra?

No se diga que esto no puede aceptarse aduciendo que todo lo que existe debe tener alguna causa, y que, en caso contrario, habría cosas que se producirían a sí mismas, para lo que necesitarían existir antes de existir, lo cual sería absurdo. Este razonamiento no prueba nada, pues el que lo usa está suponiendo que su oponente sigue afirmando implícitamente lo que niega explícitamente, a saber, que tiene que haber una causa. Pero eso es una contradicción.

Luego no es imprescindible que, para que haya estados de conciencia, haya de existir un mundo de cosas que los produzca en la mente. Basta la mente, pero forzosamente concebida de otro modo, como un ser activo y productor de sus propios pensamientos y percepciones. Esto es evidente. Si puede prescindirse de la existencia del mundo, entonces debe aceptarse que nuestro conocimiento no procede de él, sino de la mente.

Por consiguiente, la central telefónica no es diferente de la operadora. Ésta se ha dado cuenta de que es parte de sí. Si no sabe de la existencia de personas y cosas al otro lado de los cables, tampoco sabe de los cables. Los neurorreceptores, los canales nerviosos y el cerebro no muestran más derecho a la existencia que las otras cosas del mundo.

Ésta es la principal conclusión del monismo mentalista, la aceptación de la mente como la única sustancia existente y la reducción de todas las demás a datos cognitivos suyos. De ahí el nombre de idealismo subjetivo con que se suele conocer este sistema.

El fenomenismo

En conclusión, una de las dos realidades del dualismo cede en favor de la otra: la materia queda reducida a ser solamente datos de la conciencia. Ésta afirma su existencia en detrimento de aquélla.

Pero, pese a esta disolución, todavía queda algo firme, se dirá, pues la mente es el foco del conocer de cuya existencia no es posible dudar, como dejó dicho Descartes. Desgraciadamente no es así, como Hume se encargó más tarde de demostrar (v. 394-400).

Muchos filósofos, seguidos en esto por la inmensa mayoría de las personas que no lo son, creen firmemente que nuestro yo es un ser del que somos íntimamente conscientes, que no sólo existe mientras permanece esa conciencia, sino que perdura además en el tiempo durante los intervalos en que ésta se oscurece, como en un desmayo, que no es necesario demostrarlo, pues es evidente, y que si llegáramos a dudar de nuestro yo no habría entonces nada que fuera mínimamente fiable.

Quienes así opinan están profundamente equivocados y las experiencias que aducen en favor de su convicción abogan realmente en contra de ella. El yo no es nunca una experiencia, ni puede serlo. Si solamente debiera aceptar aquello que yo pueda sentir o haya sentido de hecho alguna vez, entonces debería excluirlo sin dudarlo, pues todas mis vivencias son de alegría o tristeza, de miedo, tranquilidad, de frío o calor, amor u odio, etc., aparecen y desaparecen sin cesar, de modo que ninguna de ellas se extiende más allá de un breve plazo. Sólo a ellas las siento, no a mí al margen de ellas. Cuando no las siento en absoluto, como en una anestesia o en un sueño profundo, no sé decir dónde está para mí la diferencia entre esa ausencia de sentir y estar muerto. En ellas, juntas o separadas, no puede consistir mi yo, pues en caso contrario tendría que aceptar que éste está constantemente hundiéndose en la nada y emergiendo de ella, porque ninguna de mis percepciones aisladas es permanente, como tampoco lo son todas ellas tomadas en conjunto.

Esta conclusión es sorprendente, cierto, pero, a tenor de lo dicho, correcta, y, puesto que estamos obligados a ser coherentes con nuestros razonamientos, habremos de admitirla como tal. Luego, provisionalmente al menos, queda puesta en tela de juicio la existencia de un ser espiritual, consistente, siempre idéntico a sí mismo, al que solemos dar el nombre de identidad personal, yo, etc. Con todo, éste tiene a su favor el uso lingüístico. Decimos «yo pienso» «yo siento», «yo recuerdo», etc. Como si hubiera alguien a quien los pensamientos, los sentimientos y los recuerdos se hicieran presentes o de quien emanaran. Ese personaje sería el alma de la religión, la sustancia pensante de la filosofía cartesiana y la persona individual del sentido común. Pero en el fondo tal vez no pase de ser un recurso cómodo, del que no nos es posible prescindir. Sin embargo, con los datos y argumentos de que ahora disponemos no es posible admitir sin más no sólo que haya cosas como nosotros las experimentamos, sino que haya además un ser mental capaz de experimentarlas. Luego si la materia carece de títulos suficientes para requerir la aceptación de la filosofía, tampoco la mente los puede esgrimir en su favor. Las dos vías que el dualismo había abierto conducen, cada una por un lado, a la negación de ambas y, por ende, al resurgimiento, con fuerzas redobladas, del escepticismo.

Pero, aunque puede negarse que existan un sujeto mental que experimenta sensaciones y la realidad exterior reflejada en ellas, de las sensaciones mismas no es posible dudar. Esto no puede menos que causar perplejidad: lo único que puede admitirse en rigor es que hay representaciones de no se sabe qué a no se sabe quién. Lo demás se desconoce. Lo que sí se sabe es que se presentan: que son fenómenos. De ahí el nombre de fenomenismo con que se conoce esta posición filosófica.

Posición filosófica que, por muchas razones que puedan aducirse en su favor, es sin embargo de todo punto inaceptable. Quiero decir que no podemos creer en ella por mucho que nos esforcemos. Incluso es dudoso que sus creadores la aceptaran hasta ese grado. Podemos ciertamente imaginar a Berkeley construyendo laboriosamente sus espléndidos argumentos contra la existencia del mundo material, pero ¿los creería él mismo al mirar los verdes campos de Irlanda? ¿Verdaderamente no vería en ellos más que datos de sus sentidos insuflados en su alma por Dios? Hume, por su lado, no obstante el vigor de sus propias razones a favor de Berkeley y en contra de la existencia de la mente, apeló a la fuerza vital de la creencia, que se sustenta en la costumbre: la filosofía, venía a decir, nos haría escépticos si la vida no se lo impidiera. Somos así y no podemos dejar de serlo, como no podemos saltar por encima de nuestra propia sombra. Nuestras creencias no sólo son anteriores a nuestras razones sino que son además no se pueden desarraigar.

Contra el fenomenismo y el idealismo subjetivo

Para que estas dos teorías explicaran satisfactoriamente la experiencia sensible deberían no solamente servir para mostrar los inconvenientes de aceptar que hay una mente y un mundo externo tales como los presenta el sentido común, sino también para proporcionar una interpretación aceptable de hechos perceptivos concretos. Como la mayoría de las teorías filosóficas, que son grandiosas cuando niegan y no cuando afirman, éstas logran exponer admirablemente que no es necesario aceptar la existencia independiente de la realidad externa ni la de la conciencia personal. Pero ¿son igualmente aptas para una interpretación positiva de experiencias concretas? Para contestar, pongamos a prueba lo que pueden decir sobre un caso particular.

Supóngase que una persona que acaba de despertarse busca a su perro en el jardín para darle de comer. Lo encuentra relativamente inquieto por el hambre, pero sin motivo aparente, pues allí está la comida que dejó para el animal la noche anterior, que éste casi no ha tocado.

El fenomenista y el idealista subjetivo coincidirán en decir que a dicha persona le parece que hay un perro frente a ella, pero que en realidad no es así. Que si lo reconoce no es porque sea el mismo perro, y ni siquiera porque sea la misma percepción. Las experiencias perceptivas son distintas, pero se suceden con regularidad: la de hoy es casi idéntica a la de ayer, y ésta a la de anteayer, etc. La regularidad, pues, no está del lado del animal, cuya existencia no es independiente ni continua, porque existe solamente como percepción y cuando no hay percepción no hay continuidad en la existencia. Así, durante la noche no ha existido. Para el dueño la continuidad no es otra cosa, pese a él mismo, que la semejanza entre las experiencias pasadas y la presente.

El centro de la teoría de ambos filósofos ha sido precisamente la sustitución de la continuidad en la existencia de los seres del mundo exterior por la semejanza entre los estados de conciencia del sujeto. No podía ser de otro modo, pues la experiencia perceptiva no es continua. Ahora bien, esto plantea un problema añadido: ¿cómo es que al dueño le parece que es el mismo perro? O, en otros términos: si las percepciones no pueden ser más que discontinuas y, como mucho, regularmente similares, pero no idénticas, ¿de dónde procede esa seguridad, acaso discutible pero también invencible, de que muchos de los objetos de la percepción son siempre los mismos a pesar de que las percepciones mismas son siempre nuevas?

Son problemas de difícil solución para la explicación del fenomenista. El realista, por el contrario, lo tiene más fácil. Según él, la existencia del perro es ininterrumpida: había estado toda la noche en el jardín y allí seguía cuando llegó su dueño, que por ello puede ver ahora las cualidades que tenía cuando él no estaba y que sigue conservando ahora que él está. No hay novedad en todo esto, salvo la del hecho perceptivo mismo, porque éste sólo se produce cuando ambos, sujeto y objeto, están uno frente al otro. La continuidad está del lado del animal. La discontinuidad depende de la relación del animal y el dueño: cada vez que se encuentren se producirá la percepción y cada vez que se separen dejará de producirse. Esto es todo.

Para resolver el problema de esta misma posibilidad de la percepción, es decir, para explicar el hecho de que los objetos de la percepción parezcan ser siempre los mismos, el fenomenista echa mano de una complicación añadida: al dueño le parecería ver a su perro cada vez que se dieran las condiciones adecuadas. ¿Pero cómo llegan a darse tales condiciones adecuadas?

Conocemos ya la respuesta del realista. El fenomenista, por su lado, tendrá que recurrir a las regularidades habidas en experiencias pasadas: si alguien ve a su perro y le parece que es el mismo, dirá, es porque ya le ha sucedido tal cosa en el pasado muchas veces. Ahora bien, la apelación a casos similares del pasado corre el riesgo de dejar sin entender el actual. Veamos por qué.

El individuo que bajó a su jardín en busca de su perro, observaría su forma, su tamaño, su color y su movimiento, que son los acostumbrados, pero también oyó sus gruñidos de hambre, pese a que el recipiente para la comida del animal estaba todavía lleno desde la noche anterior. Se pregunta por qué tiene hambre. Responderle que en tales o tales condiciones ha sucedido algo semejante en otros hechos perceptivos no basta, pues lo que él necesita saber es por qué sucede así en esta ocasión concreta. El recurso a casos semejantes oscurece, más que aclara, la cuestión. En conclusión, los partidarios de la reducción de los objetos externos a percepciones subjetivas solamente pueden dar respuestas en términos de regularidades previas, lo cual no es precisamente lo que se pide a propósito de una experiencia particular. Luego, en último término, no parece que puedan dar una buena explicación de ella, en tanto que el realista está en mejor condiciones de hacerlo. Por eso pasaremos ahora a estudiar su posición.

El realismo

Como ya debe ser sabido a estas alturas, el realismo dice que hay objetos, que los habría aunque no hubiera nadie para percibirlos, que poseen cualidades propias, lo que no significa que sean las mismas que se aprehenden en ellos, que continúan en la existencia cuando nadie los está percibiendo, etc. Pero los partidarios de este sistema filosófico discrepan en torno a algunos detalles que son, si no decisivos, sí sumamente importantes. De entre ellos, algunos, dejándose convencer por los argumentos del fenomenismo, creen que hay siempre algo que se interpone entre los objetos físicos existentes y el sujeto que los percibe, un objeto interno, que se llama datos de los sentidos, apariencias, etc. Para demostrarlo, suelen argumentar aproximadamente así. Dos personas que vean el mismo paisaje están sintiendo estados perceptivos diferentes, con diferentes contenidos. El objeto de la percepción de cada una de ellas no es el paisaje mismo, sino los contenidos de sus propios estados perceptivos, a través de los cuales captan aquél, como vemos el televisor, y no a los locutores, cuando atendemos a las noticias del telediario. Así en todas las cosas: no se aprehenden directamente éstas, sino los propios estados perceptivos.

Esta posición no puede apenas defenderse. Quienes mantienen que hay dos objetos y que uno de ellos solamente puede percibirse a través del otro, aceptarán o bien que las propiedades de ambos son las mismas o bien que son distintas. Lo segundo no es posible, pues ¿cómo sabrían ellos que son distintas, si solamente conocen de unas a través de las otras? Lo primero tampoco es posible, pues entonces tendrían que admitir que el color azul que veo en el cielo, que sería un objeto directo, un estado perceptivo mío, se dobla con el color azul que posee el cielo mismo, de donde resultaría haber dos colores azules, uno el directo, que es visible, y otro el indirecto, que no lo es. Pero no pueden existir colores invisibles: no podría saberse si son azules o no, ni podrían siquiera ser colores. No hace falta decir que la situación sería la misma para todos los demás sentidos.

Parece que la percepción tiene que ser directa. Pero no por esto ha de admitirse que las cosas sean transparentes para el sujeto. Que la percepción sea directa no implica necesariamente que no se oculte nada del objeto. Sería entonces infalible y nosotros omniscientes. Ni siquiera implica que el objeto haya de estar presente en el momento en que se dé la percepción de él: las estrellas que vemos no existen como las vemos, y algunas ni siquiera existen ya. Presente no significa aquí tiempo, sino presencia: es la percepción, que se presenta al perceptor. En definitiva, el objeto puede retener la mayoría de las propiedades que vemos que tiene cuando lo percibimos. La mayoría, pero no todas. La cuestión está precisamente en decidir cuáles.

Todas las cualidades percibidas en los objetos pueden ser indiscutiblemente clasificadas en dos grupos: las que pertenecen sólo a ellos, llamadas unas veces primarias y otras objetivas, y las que pertenecen al sujeto, que son las secundarias o subjetivas. Hablando con precisión, éstas últimas no pertenecen propiamente al sujeto, sino que hacen acto de presencia solamente cuando se da una relación de éste con el objeto. Las primarias son la forma, la posición en el espacio, el movimiento, la solidez, etc.; entre las segundas están el sabor, el olor, el color, el sonido, etc.,

Un motivo importante, por el que es preciso aceptar esta clasificación de las cualidades sensibles, es el que deriva del siguiente razonamiento. Se ha dicho antes, al presentar objeciones al fenomenismo y al subjetivismo idealista, que la naturaleza nos empuja irresistiblemente a aceptar como verdadero el mundo de nuestra convicción común. Eso no debe obligarnos, empero, a creer que es real todo lo que se nos presenta y tal como se nos presenta. Asistiríamos entonces a una acumulación incesante y desmesurada de cosas sobre ese mundo. En efecto: ¿existe la selección nacional de fútbol o ésta no es nada aparte de los jugadores?; ¿hubo algo que conocemos con el nombre de «jerarquía feudal» o solamente hubo hombres feudales que obedecieron y otros que mandaron?; ¿la estructura económica de un país es algo real o solamente consiste en los innumerables actos económicos que suceden en un territorio dado?; ¿existen los números o son sólo una mera denominación de otras cosas que sí existen?; donde hay cien caballos ¿existe el cien además de los caballos? Si así fuera, habría 101 objetos: los cien caballos más el número 100. Pero habría 102: debe tenerse en cuenta también el 99. Entonces habría 103, etc.

Guillermo de Occam, un monje franciscano y además filósofo, para no tener que afrontar excedentes ontológicos, llegó a decir que la orden franciscana no es algo real, que sólo son reales los monjes, uno tras otro, como él: sólo existen los individuos. Él dio nombre a la célebre navaja de Occam: Non sunt multiplicanda entia sine necessitate. Esta herramienta filosófica es extremadamente útil. Quienes la usan saben que no deben aceptar que existe algo más que cuando no tienen otra alternativa.

En contra de aquellos que están dispuestos a admitir sin discriminación que existe todo cuanto percibimos en el objeto, el pensamiento científico de nuestro tiempo ha esgrimido la navaja de Occam del siguiente modo. Tanto las cualidades primarias como las secundarias de los objetos de nuestra experiencia común, tales como edificios, puentes, árboles, automóviles o personas, se pueden explicar por las cualidades primarias de los objetos microscópicos que son sus componentes, o sea, que para conocer la forma y el tamaño de una cosa cualquiera nos basta conocer la forma y el tamaño de sus componentes, pero no sucede igual con el color, que depende sólo de unas cuantas cualidades, también primarias, como la posición local del que lo ve, la luz y la incidencia de ésta sobre su retina. Las cualidades primarias del mundo real de la física bastan para explicar no solamente las primarias del mundo de la experiencia común, sino también las secundarias. En consecuencia, no es necesario admitir la existencia de las cualidades secundarias.

Un enigma muy extendido presenta un árbol, no visto jamás por nadie, que es derribado por el rayo en lo profundo del bosque. ¿Hace ruido al caer? Es evidente que no. El árbol cae en silencio, porque el ruido se produce solamente en presencia de un oído cuya membrana del tímpano es percutida por las ondas del aire, etc. Sólo el ingenuo sentido común contestaría que sí. De las doctrinas filosóficas que hemos visto, ni siquiera la realista que estamos presentando ahora estaría de acuerdo con él en esto: no produciría sonido alguno, no tendrían sus hojas color verde ni sus frutos sabor, etc. Tendría, sí, la estructura de la que dependería que alguien que hubiera estado presente oyera el ruido, viera verdes sus hojas o le parecieran dulces sus frutos. Y tendría, claro está, forma, tamaño, posición, etc.

Esta clase de realismo parece que es la interpretación más verosímil de las que hemos estudiado en esta lección. En consecuencia debe ser aceptada en tanto no se presenten tales razones o hechos en favor de otra que hagan que sea preferible.

Conclusión: el sentido de la filosofía.

Habrá tal vez quien crea, por la forma en que trata sus temas la filosofía, que sólo conduce a callejones sin salida. No es cierto. La filosofía tiene en cuenta los métodos específicos utilizados por la ciencia y sus conclusiones. Tampoco deja de lado sin más el sentido común, las habituales seguridades de la gente. Sí descubre, en cambio, que, o bien se trata de certezas poco firmes, en el caso del segundo, o bien que son descubrimientos que no tienen que ver directamente con el asunto que ella se propone dilucidar. No siempre llega, por supuesto, al mismo final: cambiar una conclusión de la ciencia, que parecía definitiva, o una seguridad del sentido común que se presentaba como indiscutible a fuerza de parecer evidente en sí misma, por una simple verosimilitud. Pero está dispuesta a hacerlo cuando es preciso.

Hay que decir que éste no es el proceder del escéptico, si por tal se tiene al filósofo cuya única finalidad es la destrucción de las certezas. Es dudoso que este personaje haya existido alguna vez. El escepticismo auténtico es inevitable para el filósofo, porque éste sabe que las teorías bien fundadas, sean científicas o filosóficas, no nacen, como Atenea de la cabeza de Zeus, bien armadas y firmes, sino que se han construido con la argamasa de las vacilaciones y las inseguridades. La palabra filosofía significa etimológicamente amor a la sabiduría. Ahora bien, si alguien desea a otra persona no es en la medida en que la posee, sino precisamente en la medida en que no la posee. Del mismo modo el filósofo quiere saber porque no sabe. Su pasión propia no es la de quien está satisfecho de lo que ya conoce, sino la de quien está insatisfecho por lo que desconoce. Filosofía es inquietud. Me atrevo a decir también que es madurez mental, porque la valía de un hombre, su vigor intelectual, se mide por la cantidad de duda que es capaz de asimilar, como dijo una vez Ortega. Recuérdese a Platón, que prohibió enseñar filosofía a los jóvenes. Y a Sócrates, que la entendía como un aguijón para no dejar descansar a los hombres en lo que creen saber sin saberlo realmente.

El escepticismo es, pues, el umbral de la filosofía, pero no es la filosofía propiamente dicha. Ésta consiste en un esfuerzo sostenido para que encajen unos con otros los conceptos. No acepta las cosas como parecen o como se presentan, no da por supuesto lo que hay. Sabe que las creencias se necesitan para vivir. ¿Cómo podría uno moverse por las calles, de casa a clase, si dudara realmente de éstas como de los ángeles o los ovnis? Pero no las acepta sin diseccionarlas. Cierto que la disección es intelectual: Primum vivere, deinde philosophare. Por mucho que razone el filósofo, no es posible, o no es fácil muchas veces, tomarse en serio lo que él encuentra ser verdadero o verosímil en su alejamiento con respecto a lo vivido. No es probable que alguien tome realmente al mundo por una colección de pensamientos. Tampoco, dicho sea de paso, que lo vea como una infinita multitud de cargas energéticas desplazándose vertiginosamente por el espacio, como dice la física. Pero no hay que confiarse. La filosofía puede ser también peligrosa. A veces predica que la verdad es otra cosa de lo que esta realidad aparenta y trata de ajustar lo real a lo verdadero. Se convierte en política e incluso se empeña en cambiar el mundo: no en vano Rousseau, Locke, Montesquieu, Marx, etc., eran filósofos.

Aunque fuera cierto que cada cual vive en un mundo propio de sensaciones, sentimientos e imágenes, sin nadie que los sienta y nada que se refleje en ellos, como afirma el fenomenismo extremo, no nos resulta factible evitar la convicción de que cada mundo privado cuadraría con el de al lado. No es fácil dejar de pensar que el mundo es el mismo para todos y que gracias a ello es posible la comunicación entre todos.

El conocimiento puede aceptar cualquier cosa, menos el desorden. Si en ocasiones convive con él es porque no puede evitarlo, porque todavía no ha podido dominarlo, pero su punto de partida, aquello sin lo cual el conocimiento no puede ni siquiera ser pensado, es el orden. Sebag17dice que hay un paso decisivo para el hombre: elegir entre el caos o la razón, entre la violencia o el discurso, pero que ese paso ha sido dado previamente por el que escribe. Esto es cierto. Quien escribe, y asimismo quien estudia o reflexiona ha elegido ya entre el orden y el desorden. En adelante existen para él solamente los seres que se ajusten a la razón. Otra cosa es que todavía no se haya podido conocer cumplidamente toda la realidad, pero eso es un obstáculo que no debe considerarse permanente y no puede remover el convencimiento de que todo lo que es real es objeto de ciencia. Esta actitud es profundamente filosófica. Mejor dicho: sin ella no es posible ser filósofo.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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