Cristianismo primitivo

Para muchos teólogos protestantes el cristianismo tiene una esencia inmutable. La mayoría de los teólogos católicos, por el contrario, comprenden que es un ser vivo sujeto a permanente transformación. Puede decirse que la propia Iglesia “oficial” participa de esta concepción de forma muy efectiva. Así lo muestra la historia de los concilios. No ha existido nada comparable. La ciencia, la filosofía, el arte, la política, etc., no han exhibido tanta prudencia y tanta finura en la elaboración de sus ideas. La confrontación con grandes heresiarcas como Arrio, Nestorio, Eutiques, Focio, Lutero, etc., la obligación que siempre se ha impuesto de examinar hasta la última coma de sus escritos y sus actos para comprender qué podía aceptarse y qué rechazarse han hecho de ella una institución única. Bien deben saberlo sus altas jerarquías cuando el cardenal Ratzinger ha dejado dicho que los herejes han sido piedra angular de la Iglesia.

Un asunto que siempre ha sido fuente de graves preocupaciones es el de la propiedad y la riqueza. Todos pensarán quizá que el Evangelio antepone el ascetismo a cualquier otra consideración, pero no es del todo correcto. Hay muchos pasajes en que la vida se vive con alegría, se come y se bebe con satisfacción, si bien no con desenfreno ni intemperancia, y, desde luego, no se detestan los bienes de este mundo. Jesús no se pronuncia en ningún momento en contra del sistema económico de propiedad de Roma o de Israel y no dice que sea necesaria su transformación.

Pero hay también ciertos pasajes del Evangelio y los Hechos de los Apóstoles cuya interpretación literal ha alimentado en repetidas ocasiones las ideas de muchos movimientos revolucionarios de negación de la propiedad y la riqueza. De esos pasajes los más importantes son tal vez los siguientes:

Lucas, 6: 35 Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande…

Donde podría entenderse que se proscribe el préstamo con interés.

Lucas, 14: 26 Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.

Que parece ordenar la disolución del orden social.

Marcos 1: 15 diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio.

Que parece anunciar el fin inminente de este mucho y la llegada del reino de Dios.

Lucas 22: 30 para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.

Comer y beber a la mesa del Señor no comportará trabajos productivos ni fatigas.

El abandono y desprecio de las cosas terrenas sucede cuando los seguidores de Jesús creen que el Reino de Dios es inminente:

Lucas 19: 11 Estando la gente escuchando estas cosas, añadió una parábola, pues estaba él cerca de Jerusalén, y creían ellos que el Reino de Dios aparecería de un momento a otro.

Entonces hay cosas más importantes que hacer. Falta solo un corto tiempo para la Segunda Venida. No es necesario arar y sembrar los campos, preocuparse de lo que haya de pasar mañana. Las normas mundanas no tienen ya vigor. La economía y la política deben abandonarse. Ni el vestido ni el alimento son ya un problema. Repartamos lo que nos queda y no nos molestemos en producir más. Los más exaltados creen incluso que ya son perfectos y no pueden pecar aunque se lo propongan.

Este socialismo de consumo, del que participan hombres puros, es un explosivo social, económico y político. Esforzarse en incrementar la hacienda familiar, en producir y trabajar son ahora actividades indignas. Solo queda vender, repartir y esperar el fin próximo de este mundo y su sustitución por otro que será definitivo y está reservado a los santos.

Los movimientos religioso-políticos que han bebido de este fuente han tenido larga vida. Su semilla sigue presente en tantos que desprecian la actividad productiva y emprendedora y exigen el reparto de bienes.

La Iglesia, sin embargo, comprendió pronto que había que poner fin a este ímpetu. Incluso San Pablo llegó a decir que el que no trabaja no debe comer. Era necesario adaptarse a las condiciones reinantes en el Imperio de Roma y Jesús no había ordenado que se cambiaran. El orden nuevo prometido por Él no era de este mundo.

Quienes han creído que el orden nuevo se ha de cumplir en éste han sentido tal entusiasmo que han sido capaces de desafiar todo lo existente. Nada ha sido capaz de frenarlos, ni el martirio ni el asesinato. Siendo puros, pueden infringir todas las reglas. Más aún: tienen la obligación de destruirlas, de destruir todo, porque el orden nuevo requiere cimientos nuevos. El orden existente debe ser negado por completo.

No importa que los creyentes en el nuevo mundo sean ateos. En realidad el ateo es un ser piadoso. Los bolcheviques y los anarquistas originarios lo fueron. Ellos creyeron con fe inextinguible que había que destruir todo porque no hay nada que esperar del presente. Su idea del futuro que estaba a punto de llegar no pudo ser más confusa, lo que tal vez dio más impulso todavía a su movimiento. No se trataba de saber que había de suceder, cosa imposible por otro lado, sino de estar seguros de que no sucedería lo que entonces estaba sucediendo, de que el porvenir era el reverso del presente, de que la propiedad y la riqueza habrían de ser abolidas.

Hoy por fin hemos perdido esta fe. Ni siquiera la conservan sus nietos de ahora, que se han acomodado muy bien a la economía de producción capitalista y profesan otras creencias: la sexualidad, el feminismo, el animalismo, etc. Son ídolos menores. Tendrán una vida corta.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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