Democracia de mercado

El estado de ánimo de la sociedad actual inclina a la mediocridad general. La masa de los electores vive hoy días de gloria gracias a una alianza entre sus deseos y la tecnología aplicada a la producción de bienes y servicios, una alianza que ha introducido en cada hogar el equivalente a cuatro o cinco esclavos en forma de máquinas. Los hombres libres de la Grecia Clásica son hoy mucho más numerosos. Tienen que seguir trabajando y en ello cifran su vida, pero son poseedores de mano de obra mecánica, lo que les ha liberado de muchas tareas enojosas.

La libertad para estos individuos consiste en seguir el impulso del momento, cosa que pueden hacer por lo general: el consumo absorbe las conciencias. Por eso priman los valores biológicos. Por eso estorban los niños y los ancianos y por eso, en fin, se promueven el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, la droga… Todo es seguir lo que se desea, lo cual exige un mercado repleto de bienes y unos bolsillos bien surtidos. La crisis actual es más dolorosa justamente porque retira muchos bienes del mercado y vacía muchos bolsillos.

El principio fundante de las democracias del momento no es la libertad entendida como la ejecución de una voluntad fuerte, de una voluntad capaz de sobreponerse a los impulsos del momento y seguir un plan fijado con el único fin de ser superior a uno mismo. Es la libertad entendida como posibilidad de seguir el deseo que aparece de pronto.

Hoy no existe democracia sin economía de mercado, aunque sí puede haber economía de mercado sin democracia, como en China. En realidad se ha trasladado a la segunda la estructura de la primera. La democracia se construye sobre el mercado, la política sobre la economía. Es notable la satisfacción expresada por la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en 1955, tras la demostración del alcance arrollador de la televisión como medio de comunicación de masas: “los dos partidos políticos hicieron la publicidad de sus candidatos y de sus programas según los métodos que ha elaborado el comercio para vender su mercancía; comportan una elección científica de los sentimientos a los que se hace llamamiento, una sabia repetición”.

Esto no es fruto del azar. El principio de la democracia no es la virtud, pese a Montesquieu. La democracia es el gobierno de los no educados, de los inferiores. Los superiores ni siquiera se ofrecen para ser elegidos. Y si alguna vez lo hacen tienen muy pocas probabilidades, pues provocan sospechas en los inferiores. El caso de Arístides el Justo es suficientemente ilustrativo: en la asamblea en que se decidía su condena al ostracismo se le acercó un ateniense analfabeto que, sin saber a quién hablaba, le pidió que escribiera en su tablilla el nombre de Arístides. Éste le preguntó si lo conocía y qué mal le había hecho para merecer ese voto de condena, a lo que el otro respondió que no lo conocía ni le había hecho ningún mal, pero que le daba igual, pues no soportaba que todo el mundo dijera que era el más justo. Arístides puso su propio nombre en la tablilla, se la entregó a aquel hombre y se marchó sin decir nada.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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