Edmund Burke

Edmund Burke, nacido en Dublín el 12 de enero de 1729, aceptó la demolición del derecho natural llevada a cabo por David Hume. La naturaleza del hombre es el artificio para él. Las instituciones políticas de una sociedad no proceden de un pacto entre individuos, lo que no sería más que una ficción histórica, sino que se han ido formando en la historia y la historia las ha santificado.

La constitución, la monarquía, los jueces, la nación en suma, son algo que no se entiende como una asociación voluntaria de individuos ni como una decisión de todos ellos, sino como el resultado de circunstancias, hábitos civiles y morales, etc., que tienen continuidad en el tiempo. El individuo y la multitud son estúpidos, pero no la especie, que es prudente y obra siempre bien cuando se le da tiempo.

Concebía el parlamento como una institución compuesta por una minoría compacta cuyos jefes podían y debían ser criticados y cuyo interés solo podía ser el bien público. Por eso cada parlamentario debía ser responsable del interés general de la nación y no del interés particular del distrito por cuya elección hubiera logrado su cargo. Su juicio debía ser libre y no estar sujeto al de sus electores. No es de ellos de quienes debe aprender los principios del gobierno. De ahí su definición del partido político como

grupo de hombres unidos para fomentar, mediante sus esfuerzos conjuntos, el interés nacional, basándose en algún principio determinado en el que todos sus miembros están de acuerdo (en Sabine, G. H., Historia de la teoría política, trad. de V. Herrero, 19ª reimpr., F.C.E., México, 1990, pág. 448)

Un estadista debe tener ideas bien asumidas acerca de lo que es la mejor política posible y debe unirse a otras personas de iguales o parecidas ideas, anulando toda consideración privada y negándose a toda alianza que pueda quebrantarlas (véase aquí el famoso texto de su Discurso a los electores de Bristol)

Burke estaba convencido de que, pese a ser convencionales, hay ciertos principios inconmovibles. Seguramente pensaba en la religión, la propiedad privada y algunos elementos de la constitución política. Tales principios no brotan de la naturaleza humana, sino de ciertas instituciones que, alargándose en el tiempo, transforman a un grupo de hombres en una sociedad civil. La idea de un pueblo sin esos principios no era para él la de una persona jurídica. En el estado natural no hay pueblos. Éstos son una construcción artificial.

La igualdad es por esto una quimera imposible. En la naturaleza no existe y cuiando se construye una sociedad política, un pueblo con personalidad jurídica, se introduce necesariamente una insalvable distancia entre el que gobierna y el que es gobernado, entre la minoría de los más prudentes, más capaces y más opulentos, que dirigen, ilustran y protegen a los menos sabios, más débiles y menos provistos de fortuna, y éstos últimos. El gobierno de las mayorías es en estas condiciones una ficción.

Esta división es lo que da personalidad jurídica a un pueblo. En la formación de éste no se encuentra nunca la decisión de pactar de los individuos, sino la necesidad que éstos sienten de formar parte de algo mayor y más duradero que su exigua y finita persona. No es la razón, el egoismo ni el cálculo lo que une a las gentes en esas unidades superiores, sino el instinto. Los revolucionarios parisinos de 1789 no podían estar más equivocados. La razón individual que ellos elevaron a la dignidad de una diosa, hasta el punto de intentar que ocupara el lugar de la Madre de Dios en la catedral de Notre Dame, es extremadamente frágil cuando se la compara con el devenir de esas viejas instituciones que tienen tras de sí una profunda carga de respeto, habituación y familiaridad. Por esto es peligroso el político imaginativo y emprendedor que, fiado solo en su imaginación y su prudencia particulares, se enfrenta al pasado y cree hallarse en disposición de crea nuevas instituciones. No es más que un aprendiz de brujo, hábil solo para desencadenar grandes catástrofes si se le permite actuar. El individuo es estúpido. Solo la especie es sabia.

Los cambios deben introducirse poco a poco y siempre siguiendo la tendencia de la tradición. La tradición conforma un entramado de costumbres, sentido moral y obediencias voluntarias sobre el cual reposa el orden social. La oposición no se produce, como habían creído los contractualistas, entre el gobierno civil y la masa de los súbditos, sino entre una sociedad estructurada y una horda de vagabundos, entre la civilización y la barbarie. La primera es el depósito de los ideales morales, la ciencia, el arte y la religión. La segunda es la destrucción de todo esto y la conversión de los humanos en seres bestiales.

Pese a ser contrario a las teorías del contrato social, Burke está dispuesto a aceptar que la consolidación de la tradición constituye un pacto, pero a condición de que se considere que es un pacto entre los que ya han muerto, los que viven en el presente y los que han de nacer:

Todo contrato de todo estado particular no es sino una cláusula del gran contrato primario de la sociedad eterna que liga las naturalezas inferiores con las superiores, conectando el mundo visible con el invisible, según un pacto fijo, sancionado con el juramento inviolable que mantiene en sus puestos apropiados a todas las naturalezas físicas y morales (en Sabine, G. H., op. cit. 451)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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