El Dios niño

Un proverbio romano decía que el pretor no se ocupa de asuntos de escasa importancia: minima non curat praetor. Una razón igual daban algunos todavía en la Baja Edad Media cuando se discutía sobre la conveniencia de que Dios se encarnase. Decían, por ejemplo, que no es propio de quien se cuida de grandes cosas tener que cuidarse también de las pequeñas y que Dios, cuya providencia cuida del universo para mantenerlo en su ser, no cabe en él, así que si el mundo le resulta pequeño ¿cómo habría de ser posible que se ocultara tras el cuerpecillo de un niño que llora, abandonando el gobierno de todo?

A lo cual respondió primero San Agustín y después Santo Tomás que no es que Dios dejara de lado su providencia o la condensara en un cuerpo tan frágil, que tal manera de ver las cosas es demasiado humana, que Él no es grande por su masa o su extensión, sino por su poder, y que éste no se estrecha por venir a habitar en un niño recién nacido. De modo parecido a como la palabra humana se pronuncia en un lugar, pero llega a todos los oyentes, así el Verbo Divino toma carne en una criatura y sigue estando presente en todo el universo.

El poder infinito de Dios se hace visible en un infante porque no hay nada mayor que hacerse Dios hombre. Y así se hizo. ¿Cómo no iba a ser conveniente?

Además de esto, es propio de cada ser seguir su propia naturaleza. Es propio del hombre, por ejemplo, buscar la verdad y por eso sucede que nadie acepta una mentira a sabiendas. La naturaleza del bien no permite que éste se cierre sobre sí mismo. Le pertenece más bien difundirse. Es como la luz, que no puede no expandirse.

Puesto que Dios es el sumo bien, se comunica en grado sumo a la criatura tomando la forma de un ser humano real. Se une a ella, o mejor, la une a sí mismo.

Este hecho forma parte de la esencia del cristianismo, algo que ninguna otra religión ha llegado a vislumbrar. Alguna, como el islam, lo ha negado abiertamente: “Di: Él es Allah, Uno. Allah, el Señor Absoluto. (A quien todos se dirigen en sus necesidades) No ha engendrado ni ha sido engendrado. Y no hay nadie que se le parezca.", dice el Corán, 112:1-4, rechazando en una sola sura la Trinidad y la Encarnación.

Segura de esta verdad que los teólogos han sabido establecer en sus estudios y sin necesidad de haber escudriñado en sus profundidades argumentales, esta tierra nuestra la celebra con festejos, luces, villancicos y belenes. Seguramente es porque sabe que las grandes cosas invisibles las da a conocer Dios mediante sus obras visibles y que, con el mismo fin, se ha dado a conocer a sí mismo entre pañales, para que se le pueda ver de cerca.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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