La burbuja del salami

En todas partes hay burbujas. Son una de las distracciones más queridas por los niños. El titiritero aparece tarde o temprano en la plaza del pueblo, pone en funcionamiento su artilugio y sus mañas y exhibe ante los asombrados ojos infantiles unas burbujas más y más grandes que él extrae del agua jabonosa. Alguna es más grande que las demás. Se levanta majestuosa y lenta en el aire, más y más grande cada vez. Las caras de los niños se llenan de alegría… hasta que de pronto la burbuja estalla y solo quedan unas cuantas gotas sobre el suelo. Pero no importa mucho. Hay otras y otras.

Esta que ahora os cuento se hinchó en Budapest hace muchos años. Allí tenía su asiento la famosa Sociedad Anónima del Salami Húngaro. El salchichón que salía de aquella fábrica era exquisito y hacía las delicias de los húngaros. Muchos creían incluso que superaba al salami de Milán.

Las ventas y exportaciones no paraban de subir. La Sociedad Anónima del Salami Húngaro cotizó en Bolsa. Sus acciones empezaron valorándose en cincuenta coronas, pero llegaron muy pronto a trescientas.

Algunos especuladores creyeron que aquella cotización era excesiva y se constituyeron en un sindicato para ir a la baja con el fin de hacer dinero cuando se derrumbara la cotización de aquel fino manjar. Habían calculado bien y de modo racional, pero no habían tenido en cuenta que en estas cosas muchas veces manda más Afrodita que Atenea.

Había una mujer muy hermosa casada con un banquero y especulador de la ciudad. Además de la esposa y el marido había otro, afiliado al sindicato de bajistas. Ella se había encaprichado de un maravilloso collar de perlas de una joyería de la calle La Paz. El del sindicato quería regalárselo, pero no le era posible. ¿Cómo justificaría ella ante el marido un regalo como ése?

Entonces se les ocurrió una estratagema. El amante acordó con el joyero el pago de tres cuartas partes del collar con la condición de que lo dejara en el escaparate con el fin de ofrecérselo al marido por el resto del importe. Al encontrarlo tan barato, éste no dejaría pasar la oportunidad de regalárselo a la esposa.

El collar se quedó en el escaparate, según lo acordado, aguardando al incauto banquero. Al poco tiempo llegó éste a la joyería guiado por su mujer, que de inmediato se deshizo en alabanzas de la joya y suplicó a su marido que se la regalara por su cumpleaños. El banquero accedió, pero al conocer el precio dijo a la bella que le parecía muy mal regalarle algo tan barato.

En cuanto pudo, el hombre volvió solo a la joyería, pagó el poco dinero que el joyero le pedía y marchó a casa. Antes de que llegara, el joyero ya había llamado por teléfono a la esposa avisándole de que la trampa había funcionado a la perfección.

La bella mujer esperó el regalo. Pero el regalo no llegó. Pasó un día, luego otro y otro y el marido no se lo entregaba. Investigó la causa de tan extraña conducta. Y se enteró, como toda la ciudad, de lo que había sucedido cuando el collar apareció en el cuello de la prima donna más bella de Budapest.

La venganza había sido sutil y efectiva, pero el marido despechado quería más. Ahora tenía que matar a su rival, pero sin ruido de pistolas ni de espadas. Los duelos le parecían algo vulgar.

Su rival era un especulador a corto. La especulación a corto consiste en alquilar acciones cuando uno cree que su precio va a bajar obligándose a devolverlas en un plazo fijado de antemano. Una vez alquiladas, las vende de inmediato. Si bajan, las vuelve a comprar y las devuelve a su alquilador, quedándose con la diferencia.

El banquero se apoderó casi de todas las acciones del salami, lo que provocó un alza de los precios. Pasaron de 100 a 1.000, a 2.000, a 3.000 e incluso más. Llegó a acudir a capitales extranjeros para comprar más y provocar un alza superior aún. Cuando llegó el plazo de devolución para los bajistas, éstos no tuvieron más remedio que comprar a un precio que era hasta cien veces superior al del principio. Su ruina fue total.

Pero la alegría del marido se esfumó pronto. Al poco tiempo las acciones, que él había comprado a precios altísimos, cayeron a plomo hasta el punto de que apenas tuvieron valor y no encontró comprador para ellas.

Final de la historia. El joyero se trasladó a Nueva York, donde continuó su negocio con éxito. El amante quedó arruinado y emigró a algún lugar de Hispanoamérica. El banquero se suicidó en París. La esposa adúltera emigró a Italia y allí vivió en la pobreza. La prima donna mudó su residencia a Hollywood. Nadie sabe lo que pasó con el collar.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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