La educación

En España ha sobrevenido una catástrofe educativa desde hace unos veinte años, a contar desde la implantación de la primera ley del PSOE, la malhadada LOGSE, a la que siguieron otras no menos funestas. Dicho sea de paso: las leyes educativas vigentes durante todo ese tiempo son todas socialistas, sin excepción. Los populares han tenido pocas ocasiones, por no decir nulas, de elaborar y aplicar leyes de educación. Y cuando lo han intentado han sido poco ambiciosos.

Los profesores que en su momento defendían el constructivismo logsiano y que ahora asisten a la hecatombe que se está siguiendo de su aplicación se defienden diciendo que la intención –la idea- era buena, pero que la aplicación de la misma a la realidad ha sido poco adecuada. Pero eso es lo mismo que no querer salir de su error. Si la idea era buena y las consecuencias malas ¿por qué siguen ahondando en ella? La única conclusión lícita es que esto es lo que buscaban, pues de lo contrario rectificarían.

El constructivismo es una barbaridad propia de pánfilos. Lo verdaderamente asombroso es que se haya impuesto no solamente en España, sino, antes que en ella, en otros países, como Estados Unidos e Inglaterra. Consiste, por ejemplo, en creer que el alumno no descubre el teorema de Pitágoras dedicándole tiempo y esfuerzo hasta conseguir entenderlo, sino que él por sí mismo lo elabora o “construye”, debiendo limitarse el profesor a ser su guía. El profesor no es, pues, un hombre que tiene conocimientos de su materia, en lo cual consistiría su autoridad, como la del médico ante el paciente. Tampoco el muchacho es alguien que admite no tenerlos, por lo que reconocería la autoridad de aquél. No, él tiene que construir, o reconstruir, sus propios conocimientos y el profesor debe limitarse a hacer lo que pueda para que no se salga de su camino.

La puesta en marcha de este principio aparentemente inofensivo ha tenido efectos devastadores: los maestros de primaria y los profesores de secundaria han perdido su autoridad, convirtiéndose por ley en una especie de animadores socioculturales, la cantidad de conocimientos que se imparte es mucho menor que en épocas pasadas y la calidad de los mismos es ínfima.

Esto ha tenido una incidencia especial en la enseñanza de la historia de España. Lo mismo que la nación se ha dividido en comunidades territoriales con responsabilidad en educación, la historia ha seguido el mismo curso y se ha vuelto geográfica. Es como si no hubiera una historia general, sino una de Castilla la Vieja, otra de León, otra de Murcia, de Cataluña, etc., lo cual equivale simple y llanamente a la destrucción de la historia como ciencia.

No sin una gran dosis de timidez, el PP intentó detener la caída libre del sistema educativo durante su primera legislatura, pero el PSOE se alió con los nacionalistas y echó atrás en sede parlamentaria las propuestas de Esperanza Aguirre, a la sazón ministra del ramo. Luego lo volvió a intentar, ya con mayoría absoluta, y sacó adelante una ley bastante tibia, pero el PSOE frenó bruscamente su aplicación en cuanto llegó al poder. En consecuencia, la culpa del desastre tienen que repartírsela los nacionalistas y los socialistas.

Pero la decadencia de la escuela pública no es solamente un caso español. Es también europeo y americano. Lo grave de nuestro caso es que se podía haber aprendido de los otros y no haber cometido los mismos errores. Pero no. El PSOE, el único partido que ha puesto en funcionamiento leyes educativas en España, se comporta en estos temas –y en otros- como un grupo religioso provisto de una teología dogmática que sus fieles seguidores defienden con uñas y dientes … y con insultos y  agresiones cuando es necesario. Bien es cierto que se trata de una religión nihilista, como muestra, entre otros casos, el decreto de instauración de la Educación para la Ciudadanía.

La pertenencia a esa religión nihilista en que se ha convertido el socialismo español hace que sus feligreses sean inmunes a la crítica y, en contra de toda sensatez, estén siempre por el “sostenella y no enmendalla”.

No se trata de escasez de recursos para la enseñanza. Al contrario. Se trata de malformación del carácter de los muchachos. Los recursos deberían destinarse al aumento de sueldo de profesores y maestros.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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