Profesor de secundaria

Día primero

El profesor ha tenido que hacer guardia nada más empezar la jornada. Era un grupo de segundo de ESO (Educación Secundaria Obligatoria para quienes no estén al tanto de esta nomenclatura). Ha sido un comienzo duro, pero podía haber ido peor. Su método suele funcionar. No tendrá nada de pedagógico, pero es eficaz, que es lo que importa. Consiste en mostrarse como un energúmeno. El griterío era ensordecedor cuando entró en la clase, pero estas bestezuelas se aquietan ante un profesor que tenga físico imponente, voz grave y cara de mala leche. En cada aula puede haber cuatro o cinco de estos incorregibles, pero son los dueños del corral. Los demás, veintitantos o treinta y tantos, no se atreven a otra cosa que a secundarles.

Pueden verte dispuesto a la cólera si representas bien el papel que te has impuesto, pero debes tener cuidado, porque no acaban de creérselo. Escudriñan tus gestos para detectar el más leve asomo de fingimiento. Si lo consiguen, porque tu faz ha mostrado el temperamento afable que es el tuyo, estás perdido. Ese momento es crucial. Una leve sonrisa puede ser suficiente para que pierda la partida y se desate de nuevo una algarabía de todos los demonios, más grande todavía que al entrar porque sabrán que han vencido. Hay que mantener la tensión durante una hora. Si te vencen, te dolerá luego la cabeza durante el día entero, así que debes velar por tu salud.

Al final de aquella hora el profesor se había salido con la suya. Había logrado vencer a aquellas bestezuelas.

Luego fue la clase de filosofía con segundo de Bachillerato. Entró algo cansado por causa de la guardia anterior, pero no sin ánimo. Le gustaba lo que tenía que explicar: la teoría política de Aristóteles. Ya sabes, aquello de que los inferiores quieren ser iguales y los iguales superiores, con lo que no hay régimen político que pueda durar mucho, pues eso es causa segura de inestabilidad y revolución.

Con los alumnos de ese nivel no hay que hacer grandes esfuerzos para mantenerlos callados y atentos. En unos cinco minutos logró empezar la clase. Comenzó la explicación siguiendo el libro de texto que todos tienen. Después de un cuarto de hora dio comienzo a una ronda de preguntas sobre las ideas que había expuesto para comprobar que las habían comprendido y que no estaban poniendo cara de atención, pero estaban en realidad en las Batuecas. Empezó por el primero y llegué hasta el número catorce de la lista. Solo dos se habían enterado de algo. Era un éxito. Por lo menos estaban en silencio, que es lo que importa.

Estos alumnos han adquirido el arte de ver sin mirar. Están a lo suyo, pero parecen atentos. Le ha sucedido en alguna ocasión que al preguntar a uno de ellos que tenía la mirada clavada en su persona y parecía estar absorbiendo sus palabras como una esponja ha continuado exactamente con la misma expresión sin pestañear hasta que toda la clase estalló en una carcajada unánime porque no se estaba enterando siquiera de que le hacía una pregunta. Es el arte del disimulo y la distracción voluntaria.

Después de esta clase tocaba repetir lo mismo con otro grupo del mismo nivel. La misma o parecida explicación de la política aristotélica y los mismos o parecidos resultados, con una excepción: en ese grupo hay tres alumnos, dos chicas y un chico, en cuyos ojos brilla a veces la luz de la inteligencia. A éstos hay que ponerles freno, porque así lo manda la pedagogía constructivista, no sea que se eleven un palmo sobre los demás, lo que es desigualdad intolerable. Así que todos a bailar al mismo ritmo. Con ellos no hay que repetir nada. Por eso se aburren tantas veces, pues tienes que hacerlo con los demás. A ellos casi no sería necesario explicarles nada. Tienen el libro, lo leen y lo entienden bien sin ayuda alguna. Las explicaciones llueven sobre mojado. Pese a todo, esa comunión de los intelectos te resulta sumamente grata, aunque dure solo unos minutos. Es un goce que no podrá conocer jamás quien no haya practicado este oficio.

Llega luego el recreo. Media hora de asueto. “Segmento de ocio” le llama la estupidez pedagógica. Tomas café con otros colegas y recuerdas la hora de tutoría que tienes que hacer a continuación. Otro profesor bromea diciendo que es un privilegiado, porque le ha tocado ser tutor de coeducación. Su tarea consiste en pasar encuestas a alumnos y profesores, encuestas que le mandan a él desde el Centro de Profesores. Hay que detectar los logros de la igualación entre chicas y chicos.

-Es una pérdida de tiempo –le digo
-No creas –responde.
-¿Dónde está la utilidad de esa tutoría?
-La medida no puede ser más apropiada para los intereses del Partido. Piensa que hay un tutor de coeducación por cada instituto, cuya misión es pasar encuestas y enviarlas al Centro de Profesores, donde hay alguien que se ha librado de la tiza y se encarga de recibirlas, analizarlas, estudiarlas, sacar conclusiones, etc. Sí, ya sé que es lo de siempre, que el papel inútil produce papel inútil. Pero a un profesor liberado por cada Centro de Profesores sale una cantidad de más de cien en esta comunidad autónoma. ¿Vas entendiendo? El Partido ha liberado este año a más de cien de los suyos.

Inteligente medida para mantener la red clientelar. No se te había ocurrido.

Fin del descanso y vuelta a la tarea. Cuarta hora de trabajo, destinada a la acción tutorial. Si no viniera nadie buscarías un rincón donde corregir exámenes, por más que sabes que eso no es posible y que siempre acabas corrigiéndolos en casa durante el fin de semana. Ahora tienes noventa y siete esperando en la cartera y todavía no has podido ver uno solo.

Habrá que dejarlo para más tarde. Te llaman desde la conserjería para decirte que ha llegado una madre y pide entrevistarse conmigo. Es una señora de mediana edad. Dice que se divorció hace dos años y que ahora trabaja en una oficina de seguros. Que tiene otro hijo.

-Una gloria de hijo, mire usted. No me da ni un disgusto. Lo hace todo bien y de buen humor. Hasta me ayuda en la cocina. Y los estudios ¡para qué contarle! Todo notables y sobresalientes. No sale de casa nada más que el sábado. Siempre en su cuarto estudiando y leyendo. Pero este que tengo aquí, en el instituto, es todo lo contrario. No le gusta leer, no le gusta estudiar, ni ver programas culturales en la televisión, que yo le digo: ¡ay, hijo, qué poco te gusta el trabajo! Te pareces a tu padre, que es más vago… Pero me callo en seguida sobre su padre, usted me entiende, no hablo mal más que cuando se me escapa, que es que este hijo ha salido clavado a él y no gana una para disgustos…

Era una cháchara torrencial. Toda la hora estuvo sin que pudieras despegar los labios y sin saber para qué habrías de hacerlo. Estaba claro que aquella señora no buscaba información, sino desahogo. Necesitaba que se le escuchara. Lo comprendías, pero ¿qué puede hacer un profesor de Secundaria en estos casos? Hay mucha gente desorientada y la marcha de las cosas te ha encomendado el papel de cura laico, un papel que no te cuadra y que no quieres desempeñar, pero haces lo que puedes.

Acabó la entrevista sin que tuvieras que decir nada, excepto lo consabido y rutinario: su hijo no va tan mal señora, estamos en el primer trimestre, con un poco de esfuerzo y perseverancia –“¡esfuerzo y perseverancia!”; podrías haber añadido: “¡y disciplina!”, pero entonces te habría hecho reo de delito- mejorará, ya verá usted. De todas maneras, daba igual lo que dijeras. Aquella mujer solo esperaba gestos, no palabras, de empatía.

Siguiente hora: otro curso de Segundo de Bachillerato y la misma explicación de la política de Aristóteles. A la tercera va la vencida. Entras en clase y mientras llegas a la mesa pides que abran el libro por la página 132. Algunos se extrañan de que hayas retenido el número de página. Dices a un alumno que empiece a leer y a otro que esté atento para explicar lo que haya entendido. Pero el primero se equivoca en algo. Le rectificas. Como todavía no has abierto tu libro, algunos preguntan si lo sabes de memoria. Respondes que sí, pero que eso no tiene mérito alguno, porque es la tercera vez que tienes que explicar lo mismo en un solo día y porque el libro lo escribiste tú y un amigo tuyo. ¿Cómo no ibas a memorizarlo?

La clase discurrió con normalidad. Unos cuantos alumnos entendieron bastante bien lo que allí se leyó y explicó.

Y llegó la última hora de la mañana. Ahora tenías que explicar los principios de la evolución darwiniana en un grupo de Primero de Bachillerato. El contenido de la lección es muy fácil, pero se les hace difícil porque casi todo el mundo confunde evolución con progreso y cree, en consecuencia, que las especies animales y vegetales avanzan hacia su perfección. Como si no avanzaran la mayoría de ellas hacia su desaparición y sustitución por otras. ¡Hasta qué punto está todo ideologizado!

Pusiste la poca energía que te quedaba a esas horas y te empeñaste en deshacer el equívoco. Pero no lo conseguiste. De esto estás seguro. No se puede luchas contra los idola tribu.

Día segundo

Primera clase del día siguiente. Debes dar otra vez la explicación sobre la política de Aristóteles. Y va la cuarta. Este curso te han asignado cuatro grupos de Segundo de Bachillerato y uno de Primero. A tres horas semanales cada uno dan un total de dieciocho. Más cuatro guardias, más tres tutorías, más una reunión de dos departamento, más no sé cuántas de preparación de material didáctico, más algunas otras de horario irregular –sesiones claustrales, reuniones de equipo evaluador para resolver problemas imprevistos pero usuales para quien lleve trabajando en esto unos diez años, sesiones de preevaluación, sesiones de evaluación… Y no sabes cuántas cosas más. No cuentas las dedicadas a las excursiones “culturales” –cómo no, las excursiones son siempre culturales-, porque son todas las del día y de la noche. Pero dejemos eso.

A lo que iba: la primera clase de la mañana. Ayer tarde, en casa, te propusiste muy seriamente corregir unos cuantos exámenes, pero cayó en tu mano el Manual de zoología fantástica, de Borges, y no te fue posible cumplir tu propósito. No obstante, te vino bien, porque un alumno catalán nos ha recordado a todos que hoy es la fiesta de San Jorge en su tierra natal y tú le has tomado el hilo para contar que el dragón suele ser una serpiente larga, gruesa, resplandeciente y casi siempre negra que echa humo y fuego por las fauces. Observas algún gesto de extrañeza en varias caras, pero continuas diciendo que, según Plinio, al dragón le gusta la fría sangre del elefante, a cuyo cuerpo se enrosca para sorberla y con ese acto alcanza la muerte, pues el peso del elefante, al caer, lo aplasta. También que, según otros autores de la Antigüedad, puede conseguirse un brebaje que vuelve invencible a un hombre si se toman su cabeza y su cola, las uñas de un perro, el sudor espumoso del caballo que haya ganado la carrera y la médula y el pelo de un león.

Añades que el escudo de Agamenón lucía la efigie de un dragón azul de tres cabezas. Una chica te interrumpe: ella ha visto hace poco la película Troya, se fijó muy bien y está segura de que no era así. Le respondes que no sería Agamenón o no sería su escudo. Sonríe y sigues contando que los romanos usaban al águila como insignia de la legión y al dragón de la cohorte y que de ahí vienen los regimientos de dragones de otros ejércitos modernos. También que siempre fue un ser maligno y muy poderoso y que por ello magnificaron su figura muchos héroes por enfrentarse a él, como Hércules, Sigurd, San Miguel, San Jorge, etc.

Y, hablando de San Jorge, le dices al alumno catalán que ya vale de cuentos, que abra el libro por donde se quedó ayer y empiece a leer para todos. Obedece resignado, porque es más grato dejarse llevar por la leyenda que abrirse paso entre los laberintos del razonamiento.

Lee el primer párrafo a toda prisa. Le corrijes advirtiéndole de que leer filosofía es algo que se parece mucho a lo que hacen los gorriones cuando beben agua, que agachan la cabeza, capturan algunas gotas con su pico y en seguida la suben hacia arriba para que caiga hacia adentro.

Vuelve a leer el mismo párrafo, deteniéndose en cada idea nueva que aparece y no solo en las pausas marcadas por los signos de puntuación. Bien, esto va bien, piensas. Si lee así es que entiende lo que lee. Le pides que lo explique a todos y demuestra que no te has equivocado.

La clase siguió el mismo ritmo hasta que el turno de la lectura llegó a un alumno que todavía no habías tenido ocasión de conocer. Le pediste que leyera el siguiente párrafo:

Los fines de la vida ética no son suficientes para un hombre. Necesitan completarse en la vida política, necesaria para él porque no puede vivir en soledad. Todo hombre nace en alguna clase de comunidad.

No hay una sola palabra que no sea común. Lo dices porque en cuanto oíste cómo leía aquel muchacho comprendiste que no iba a entender nada. He de admitir que conoces tu oficio. El chico silabeaba. No captaba palabras como un todo, sino sus componentes, que iba juntando en un trabajoso proceso de vocalización. Y resultó, en efecto, que era incapaz de comprender algo.

Le pediste que te dijera lo que significaba la primera oración –“los fines de la vida ética no son suficientes para un hombre”-, y se limitó a repetir algún tópico de los que abundan tanto en la nebulosa de ideas que hoy aturde las conciencias: que tenemos que ayudarnos unos a otros, ser solidarios, etc.

Insiste en este hecho porque siempre he creído que exageras. Y, como otras veces, vuelves a repetir lo mismo: que en cada grupo ¡de Segundo de Bachillerato! hay no menos de cinco o seis alumnos como éste de que hablas. En una ocasión pregunté uno tras otro a unos diez seguidos sobre el significado de una frase similar a la de referencia y todos respondieron que no la entendían. Seguí adelante con la lista hasta que una chica que se sentaba al final de la clase interrumpió a todos y con cara de sorpresa y enfado soltó:

-Pues qué va a significar ¡joder!, que para ser hombre no basta tener virtudes éticas y que es necesario completarlas con las políticas, porque nadie nace solo.

Y se quedó callada, arrepentida de haber mostrado públicamente que el texto no tenía dificultad ninguna para ella. Pasaste por alto la palabrota que había utilizado. Incluso la diste por bienvenida. Pero a lo largo del resto del curso aquella chica no volvió a intervenir más que cuando tú la interpelabas directamente. Procuraste, sí, que las ocasiones no fueran muchas. Seguramente los demás se percataron de aquella complicidad y no les gustó. Pero ¿qué podías hacer tú?

Tienes que admitir que esto es un grave fracaso de tu profesión. En el antiguo bachillerato, el que cursaron la mayoría de los que ahora tienen cincuenta años o más, se exigía una prueba de ingreso que constaba, entre otras cosas, de un dictado en que no podían cometerse más de tres faltas de ortografía y en el actual hay alumnos que están a punto de acabarlo y no saben leer. Ciertamente es un fracaso.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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