Los actos voluntarios

Siendo, pues, objeto de la voluntad el fin, de la deliberación y la elección los medios para el fin, las acciones relativas a éstos serán conformes con la elección y voluntarias. Y a ellos se refiere también el ejercicio de las virtudes. Por tanto, está en nuestro poder la virtud, y asimismo también el vicio. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí; de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bueno, estará también en nuestro poder el no obrar cuando es malo, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es bueno, también estará en nuestro poder el obrar cuando es malo. Y si está en nuestro poder hacer lo bueno y lo malo, e igualmente el no hacerlo, y en esto consistía el ser buenos o malos, estará en nuestro poder el ser virtuosos o viciosos. Decir que nadie es malvado queriendo ni venturoso sin querer parece a medias falso y verdadero: en efecto, nadie es venturoso sin querer, pero la perversidad es algo voluntario. En otro caso debería discutirse lo que ahora acabamos de decir y afirmarse que el hombre no es principio ni generador de sus acciones como de su hijos. Pero si esto es evidente y no nos es posible referirnos a otros principios que los que están en nosotros mismos, las acciones cuyos principios están en nosotros dependerán también de nosotros y serán voluntarias. De esto parecen dar testimonio tanto cada uno en particular como los propios legisladores: efectivamente, imponen castigos y represalias a todos los que han cometido malas acciones sin haber sido llevados por la fuerza o por una ignorancia de la que ellos mismos no son responsables, y en cambio honran a los que hacen el bien, para estimular a éstos e impedir obrar a los otros. Y sin duda nadie nos estimula a hacer lo que no depende de nosotros ni es voluntario, porque de nada sirve que se nos persuada a no sentir calor, frío, o hambre, o cualquier cosa semejante: no por eso dejaremos de sufrirlos. Incluso castigan la misma ignorancia si el delincuente parece responsable de ella; así a los embriagados se les impone doble castigo; efectivamente. el origen estaba en ellos mismos: eran muy dueños de no embriagarse, y la embriaguez fue la causa de su ignorancia. Castigan también a los que desconocen algo de las leyes que deben saberse y no es difícil; y lo mismo en las demás cosas, siempre que la ignorancia parece tener por causa la negligencia, porque estaba en los delincuentes el no adolecer de ignorancia, ya que eran muy dueños de poner atención. Pero acaso alguno es de tal indole que no presta atención. Pero los hombres mismos han sido causantes de su modo de ser por la dejadez con que han vivido, y lo mismo de ser injustos o licenciosos, los primeros obrando mal, los segundos pasando el tiempo en beber y en cosas semejantes, pues son las respectivas conductas las que hacen a los hombres de tal o cual índole. Esto es evidente en los que se entrenan para cualquier certamen o actividad: se ejercitan todo el tiempo. Desconocer que el practicar unas cosas u otras es lo que produce los hábitos es, pues, propio de un perfecto insensato. Además es absurdo que el injusto no quiera ser injusto, o el que vive licenciosamente, licencioso. Si alguien comete a sabiendas acciones a consecuencia de las cuales se hará injusto, será injusto voluntariamente; pero no por quererlo dejará de ser injusto y se volverá justo; como tampoco, el enfermo, sano. Si se diera ese caso, es que estaría enfermo voluntariamente, por vivir sin templanza y desobedecer a los médicos; entonces sí le seria posible no estar enfermo; una vez que se ha abandonado, ya no, como tampoco el que ha arrojado una piedra puede ya recobrarla; sin embargo, estaba en su mano lanzarla, porque el principio estaba en él. Así también el injusto y el licencioso podían en un principio no llegar a serlo, y por eso lo son voluntariamente; pero una vez que han llegado a serlo, ya no está en su mano no serlo.

Y no son sólo los vicios del alma los que son voluntarios, sino en algunas personas también los del cuerpo, y por eso las censurarnos. Nadie censura, en efecto, a los que son feos por naturaleza, pero sí a los que lo son por falta de ejercicio y abandono. Y lo mismo ocurre con la debilidad y los defectos físicos: nadie reprendería al que es ciego de nacimiento, o a consecuencia de una enfermedad o un golpe, más bien lo compadecería; pero al que lo es por embriaguez o por otro exceso, todos lo censurarían. Así, pues, de los vicios del cuerpo se censuran los que dependen de nosotros; los que no dependen de nosotros, no. Si esto es así, también en las demás cosas los vicios censurados dependerán de nosotros. Por tanto, si se dice que todos aspiran a lo que les parece bueno, pero no está en su mano ese parecer, sino que según la índole de cada uno así le parece el fin, si cada uno es en cierto modo causante de su propio carácter, también será en cierto modo causante de su parecer; de no ser así, nadie es causante del mal que él mismo hace, sino que lo hace por ignorancia del fin, pensando que por esos medios conseguirá lo mejor, pero la aspiración al fin no es de propia elección, sino que es menester, por decirlo así, nacer con vista para juzgar rectamente y elegir el bien verdadero, y está bien dotado aquél a quien la naturaleza ha provisto generosamente de ello, porque es lo más grande y hermoso y algo que no se puede adquirir ni aprender de otro, sino que tal como se recibió al nacer, así se conservará y el estar bien y espléndidamente dotado en este sentido constituiría la índole perfecta y verdaderamente buena.

Si esto es verdad, ¿en qué sentido será más voluntaria la virtud que el vicio? A ambos por igual, el bueno y el malo, se les muestra y propone el fin por naturaleza o de cualquier otro modo y, refiriendo a él todo lo demás, obran del modo que sea. Tanto, pues, si el fin no aparece por naturaleza a cada uno de tal o cual manera, sino que en parte depende de él, como si el fin es natural, pero la virtud voluntaria porque el hombre bueno hace el resto voluntariamente, no será menos voluntario el vicio, porque estará igualmente en poder del malo la parte que él pone en las acciones, si no en el fin. Por tanto, si, como se ha dicho, las virtudes son voluntarias, (en efecto, somos en cierto modo concausa de nuestros hábitos y por ser como somos nos proponemos un fin determinado), también los vicios serán voluntarios, pues lo mismo ocurre con ellos.

(Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1113 b – 1115 a.)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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