Los hechos sociales

Al estudiar al hombre desde el punto de vista de la biología y la psicología aparece un problema de primer orden: el de cómo ha podido sobrevivir un animal inadaptado. Ahora sabemos, sin embargo, que el individuo biológico y psicológico, el sujeto humano producido por la selección natural, no ha existido nunca, que es un producto de la abstracción científica, un animal carente de toda cualificación que no se da de hecho en la realidad. Robinsón no ha nacido ni vivido en ningún lugar.

Para completar el estudio del hombre es indispensable adentrarse en el terreno social, el terreno de las instituciones culturales, que cumplen ante todo la función de descarga de impulsos de un ser que por su inadaptación carece de un lugar fijo hacia dónde dirigirlos.

Las instituciones son hechos sociales. El mundo de los hechos sociales no es el de los hechos y acciones individuales, pertenecientes al interior biológico y psicológico del hombre. No es así al menos como son percibidos por él. Brotan de la interacción entre hombres y son vistos como un nuevo sistema de cosas objetivas que moldean y dirigen sus conductas.

Esto mismo sucede en otros órdenes de la existencia. Varios elementos se combinan entre sí y producen entidades nuevas, irreductibles a cualesquiera de ellos. La célula no contiene otra cosa que partículas minerales de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, pero no puede explicarse por recurso a uno cualquiera de estos componentes, porque lo propio de la vida no reside en ninguno de ellos. Es un fenómeno nuevo que requiere ser tratado como algo aparte. Lo mismo sucede con la sociedad, que no existe ni se explica por los individuos, pese a que sin ellos no podría darse, sino que exige ser comprendida como un nuevo ser.

He aquí entonces un orden de hechos que presentan caracteres muy especiales: consisten en formas de obrar, pensar y sentir, exteriores al individuo y están dotados de un poder de coacción en virtud del cual se le imponen. En consecuencia, no podrían confundirse con los fenómenos orgánicos, puesto que aquéllos consisten en representaciones y en acciones; ni con los fenómenos psíquicos, los cuales no tienen existencia más que en la conciencia individual y por ella. Constituyen, por consiguiente, una especie nueva y es a ellos a los que es necesario reservar y dar la calificación de sociales. Esta calificación les es adecuada, porque está claro que no estando el individuo como su base, no pueden tener otro sustrato que la sociedad, sea la sociedad política en su integridad, sea alguno de los grupos parciales que ella encierra, confesiones religiosas, escuelas políticas, literarias, corporaciones profesionales, etc. (Durkheim, E., Las reglas del método sociológico, p. 35)

A ese plano de lo social pertenecen la religión, el derecho, el arte, la técnica, la moral, etc., esa totalidad de hechos sociales que se alzan ante los ojos individuales como seres externos a los que ha de obligarse cada sujeto humano, no como productos de su conciencia o su imaginación. Sin embargo, no son seres físicos, como los ríos, las montañas o los objetos manufacturados. Están hechos de la misma materia que las ideas de la conciencia particular, pero tampoco son cosas subjetivas, pues no se entendería que los individuos hubieran de prestar obediencia a algo que estaría bajo su arbitrio.

No son seres inmateriales dotados de existencia independiente ni pensamientos que habitan en el interior de la conciencia, pero son hechos objetivos, ideas percibidas por los hombres como presencias de otro mundo situadas por encima de ellos. La religión, el derecho, la moral, etc., de una sociedad no son ocurrencias u opiniones individuales, sino seres reales de pleno derecho para quienes viven en ella.

Si tienen fuerza de coacción e imponen ciertas conductas o prohíben otras no es porque actúen a la manera de un déspota, que desde el exterior amenaza con castigos físicos, sino porque ordenan y mandan desde el interior, desde el único lugar donde se produce la obediencia voluntaria.

La coacción es invisible cuando un hombre está de acuerdo con lo que la institución ordena. A él le parecerá seguramente que no es tal coacción. Su fuerza se hace notar más bien cuando alguien trata de ofrecerle resistencia. Si alguien trata de ir contra una norma del derecho encontrará que éste reacciona a través de sus agentes y guardianes, a través del policía, el juez, el funcionario, etc., con el fin de impedir la acción o de restablecer la norma si se ha llegado tarde. Quien intenta ir contra una norma moral, contraviniendo las convenciones del vestir, del hablar o del conducirse en público, hallará seguramente una reacción menos violenta y contundente, pero no menos efectiva. Tal reacción puede producirse en forma de burla, desprecio, aislamiento y otras múltiples formas de prohibición que, si bien no son directamente violentas, sí son efectivas y logran el mismo efecto de restablecer la norma.

2. El caso ejemplar de la religión

¿Guardan alguna relación los hechos sociales con la biología y la psicología? ¿Tiene algo que ver, por ejemplo, la religión con la constitución biológica humana? Entre los modernos, muchos han confirmado la relación. Se cuentan entre ellos Gehlen, Beth, Scheler, Bergon, Mauss, Marett, Lévi-Strauss, etc. La religión, presente en todas las culturas, habría servido para reafirmar la personalidad del hombre, ayudarle a soportar el infortunio y a hacer frente con buen ánimo a la vida y a la muerte, sobre todo a la muerte, cuya presencia en la mente del hombre se debe al enorme poder de su imaginación, siendo cosa cierta que nunca la tendrá realmente ante sí, pues, según dijo Epicuro, la vida es sentir y la muerte privación del sentir, así que no es posible sentir esta última.

No es verdad, pues, que el temor haya sido el primer hacedor de dioses: primus in orbe deos fecit timor. Lo contrario es lo cierto. Los dioses han servido en todas partes para que el hombre venza el temor que en muchas ocasiones es fruto de su propia imaginación.

Cuando los seres de la religión, la moralidad, el derecho, etc., son vividos como existencias reales hace acto de presencia la causa final en el mundo. Entretanto ha reinado la causa eficiente o material. Los mecanismos de la selección natural, las leyes que rigen los movimientos de la naturaleza, el total funcionamiento la gran maquinaria del mundo, son producidos por la causa material antecedente. Solamente cuando el hombre empieza a existir en cuanto tal hombre empieza a existir algo que se mueve con vistas a un fin y no solamente como resultado de una causa antecedente. Este es el reino de la cultura, del cual es la religión una institución principal.

Estos sistemas finalísticos son actividades útiles para mantener al hombre en la vida, pues le sirven para superar el sentimiento subjetivo de debilidad, haciéndole comprender que su persona pertenece a un estrato superior al de su mera individualidad física.

Justamente aquí surge el problema filosófico. Cuando la historia, la sociología, la antropología social, las ciencias del espíritu en definitiva, describen una determinada religión o un sistema jurídico concreto, lo hacen poniéndolo en relación con una estructura social concreta. En el interior de la cultura correspondiente se toma, por el contrario, cada elemento como algo enraizado en la realidad natural de las cosas.

Para los azande, un pueblo negro del Sudán, la brujería es la causante de todo infortunio que pueda padecer un hombre. Cuando alguien sufre un accidente en el bosque, le embiste búfalo, contrae una enfermedad o es herido en combate, es porque otra persona, un brujo, le ha causado ese mal. Los brujos abundan y nadie sabe a ciencia cierta quién es y quién no es brujo, por lo que es posible abrigar sospechas fundadas sobre cualquier vecino. Si una sospecha se confirma por el veredicto del oráculo del veneno, que nunca falla, ¿cómo podría el acusado demostrar que es inocente, por mucho que insista? Insistir demasiado en su inocencia le hace más sospechoso todavía, de modo que es más aconsejable pagar la multa que se le impone y cerrar el caso. En su fuero interno acabará por convencerse de que hay brujos que lo son sin saberlo, como él, con lo que la fe en la veracidad del oráculo y en la existencia de la brujería no se habrá conmovido. El acusador, por su lado, quedará satisfecho con la resolución de su demanda y también habrá tenido una confirmación de sus creencias. Ambos saben que si no existiera la brujería, siempre secreta y malintencionada, no existiría ninguna desgracia. Cuando uno muere es porque otro lo ha matado. Nadie niega que la embestida de un búfalo puede ser mortal y todos, con buen juicio, evitan la ocasión. Pero los búfalos no atacan a las personas. Si uno lo ha hecho una vez tiene que ser por algún motivo, que no es otro que la decisión asesina de un brujo. Los cuernos del búfalo son la causa directa, pero son una causa secundaria. La primaria, la auténtica, es la brujería. Si ésta no existiera, no habría muertes, pero las cosas son como son y los hombres no pueden evitar que sean así. Esta es la opinión de los azande (V. Evans–Pritchard, E. E., Brujería, oráculos y magia entre los azande,  pp. 193–194)

Con la misma buena fe, con el mismo convencimiento en la fundamentación ontológica de sus creencias religiosas, morales y políticas que tenían los azande se dirige Hernán Cortés a Carlos V para notificarle sus esfuerzos por sacar del error a los nativos de las tierras recién descubiertas y conquistadas en Méjico y rogándole que envíe clérigos que los conviertan a la única fe verdadera, la católica. Y, para que la misión de éstos sea más efectiva, solicita que no sean obispos ni otros personales de las altas jerarquías eclesiásticas, pues su amor por la pompa y el boato podría ser peligroso para la predicación.

Tal convicción, mantenida sin dudar por cada cual porque ve en ella la realidad de las cosas, salta por los aires sin remedio en cuanto se muestra como una creencia particular relacionada con una estructura social particular. Esta tarea de destrucción ha sido la tarea ilustrada.

La Ilustración ha engendrado la conciencia histórica dando nacimiento a las ciencias del espíritu, que han comprendido la religión, el derecho, la moralidad, todos los componentes de la cultura, como hechos sociales, efectos de la interacción humana en diferentes momentos de la historia y en distintos lugares del espacio. El efecto ha sido la relativización de las instituciones, su expulsión de la esfera ontológica y su reclusión en el interior psíquico de los hombres. A partir de entonces cuando uno valora la monogamia, la creencia católica, la democracia, etc., otro puede siempre objetar que se trata solamente de valores particulares, válidos si acaso para los partícipes de una tradición particular.

3. Crisis de la cultura

Ahora es posible mirar hacia atrás, ver la raíz de nuestro presente y comprender hasta qué punto es inapropiado decir que el hombre antiguo creía en la divinidad o en los valores de la moralidad o el derecho, pues lo que sucedía en verdad es que vivía sumergido en un mundo divino, poblado de valores que él apreciaba como tales, lo cual es más que creer. No le era dado tomar distancia y decir, por ejemplo, “yo creo en esto”, como si “esto” le fuera antes ajeno para prestarle luego él su adhesión. La religión era el centro del mundo y de ahí emanaban las normas morales y jurídicas. Todo lo demás, lo perteneciente a otros mundos y otras culturas, era superstición y falsedad. No podía convertir en opinable lo que era firme.

El hombre moderno, en la medida en que la Ilustración ha moldeado su mente a la manera historicista y racionalista, ya no experimenta sus convicciones de manera firme, antes bien sabe que están inscritas en el flujo del tiempo y que se reflejan momentáneamente en el espejo de su psique interna. A esta psique vuelve su mirada para hallar la explicación de las mismas. Ahí radica ahora la fe en la divinidad y en los valores morales y jurídicos.

El primero comprende los contenidos de la religión, la moral y el derecho como partes de una cosmovisión y como fundamento de las instituciones sociales, el segundo como representaciones subjetivas. Uno no dudaba, el otro no puede dejar de dudar. Esta es la diferencia.

El segundo tipo es el de nuestro presente, cuando las formas histórico-sociales variadas, diversas y hasta contrarias, han tomado el lugar del mundo espiritual anterior. Son las mismas formas que antiguamente fueron vistas como supersticiones, formas a las que jamás se concedió la posibilidad de que fueran verdaderas, que han irrumpido en la mente moderna arrollando todo lo anterior. Todas exigen su porción de verdad, lo que es imposible concederles, porque si algo es verdadero su contrario no puede serlo y, en consecuencia, o sólo una lo es o todas son falsas por igual.

Es fácil poner ejemplos: si el Islam afirma que no hay más dios que Alá, entonces afirmar que Cristo o el Espíritu Santo son Dios es ir contra el Islam. El alumno los hallará por sí mismo en los siguientes párrafos.

¡En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso! 1. Di: «¡Él es Alá, Uno, 2. Dios, el Eterno. 3. No ha engendrado, ni ha sido engendrado. 4. No tiene par». (Corán, 112, 1-4)

Combatid por Alá contra quienes combatan contra vosotros, pero no os excedáis. Alá no ama a los que se exceden.  Matadles donde deis con ellos, y expulsadles de donde os hayan expulsado. Tentar es más grave que matar. No combatáis contra ellos junto a la Mezquita Sagrada, a no ser que os ataquen allí. Así que, si combaten contra vosotros, matadles: ésa es la retribución de los infieles. Pero, si cesan, Alá es indulgente, misericordioso. (Corán, 2, 190-192)

Y le rodearon los judíos y le dijeron: ¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente. Jesús les respondió: Os lo he dicho, etc.,  Yo y el Padre uno somos. (Evangelio de S. Juan, 10, 24-30)

El nacimiento de Jesucristo fue así: Estando desposada María su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo. José su marido, como era justo, y no quería infamarla, quiso dejarla secretamente. Y pensando él en esto, he aquí un ángel del Señor le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. (San Mateo 1, 18-24)

Este problema fue especialmente perturbador en aquellos filósofos que, como Kant, participaron de las dos conciencias contrapuestas, la ontológica y la histórica, por vivir a caballo entre dos épocas. La colisión entre ambas conciencias, que venía anunciándose tiempo atrás, tuvo lugar en su cabeza. Después de Kant, alcanzó una expresión altamente filosófica en Hegel. Pero fue el canto del cisne de la filosofía tradicional, que se arruinó tras la crítica devastadora de Marx, Nietzsche y Freud.

Planteándolo en nuestros términos, el problema no era otro que el de ver si es posible que exista una verdad definitiva entre las formas histórico-sociales. ¿Pueden acaso destilarse de la comprensión de éstas motivos suficientes para presentarlos a la voluntad de manera que desemboquen en la acción? Dicho de otro modo: si en la historia todo fluye ¿sería posible superar la anarquía de cosmovisiones y formas de pensar que brotan de ella?

Hoy parece que debe contestarse negativamente. Hoy se puede estudiar con rigor la forma de pensar y actuar de los hombres de otros tiempos, tan diferentes de los nuestros. Se pueden comprender los motivos de Alvar Núñez, de Hernán Cortés y tantos otros. Se puede analizar minuciosamente la obra literaria de Santa Teresa o San Juan. Es posible incluso trasladarse a culturas ajenas y comprender perfectamente sus universos, como las creencias de los azande, mencionadas páginas atrás.

Todo esto ha logrado la comprensión social de otros mundos. Lo que no ha logrado ni logrará es presentar motivos a la voluntad, porque la comprensión alcanza solamente a representar mundos ajenos o, mejor, a representar como ajenos todos los mundos, incluso los propios. La conciencia histórica y social no produce más que motivos imaginarios, inútiles para mover la voluntad.

El hombre moderno ha penetrado las cosmovisiones ajenas como nunca antes se ha hecho. De las ciencias del espíritu construidas por él ha brotado la relatividad de todos los valores, las costumbres y las instituciones. En este ámbito se ha renunciado casi desde el principio a hacer afirmaciones generales. Los universos culturales se representan ahora en la imaginación y son objeto de opinión. Todo se hace ahora objeto de representación, incluso la misma alma del que así procede, hasta el punto de que la experiencia de un estado propio y la representación de un estado ajeno se vuelven convertibles. El resultado tiene que ser que ambos sean realmente ajenos, inútiles para hacer que eche a andar el molino de la actividad, porque las representaciones y las opiniones no mueven la voluntad.

En resumen: las ciencias objetivas, empíricas de la cultura y la sociedad, surgen cuando se derrumban las verdades y certezas de la etapa anterior. Antes es imposible estudiar lo otro a no ser como desviación de la verdad o como oposición a la misma. En suma, como superstición. Las morales y religiones ajenas únicamente pueden aparecer a la conciencia propia con algún derecho cuando las convicciones de ésta han empezado a removerse. La idea de lo múltiple choca entonces de frente con la idea que de que sólo hay una verdad y la conmociona o la destruye. Es el tiempo del relativismo. Nuestro tiempo. Un tiempo histórico-psicológico que no remite los centros de la cultura a la realidad , sino al transcurso de la historia y al interior voluble de los individuos.

En nuestro tiempo se ha establecido la desconfianza en las instituciones de la propia cultura y ésta parece haber entrado en la vía muerta de la inanidad. Desaparecida ya la capacidad de establecer metas finales a las que los hombres puedan pensar que vale la pena consagrar la vida, la fuerza normativa de la cultura desfallece y prolonga su existencia sin brío.

4. El totemismo

Ha pasado finalmente el momento de la fundación de instituciones y ha llegado el del agotamiento de los anteriores. El tiempo antiguo llegó a su máximo rendimiento con la producción del mundo religioso. Seguramente tuvo su comienzo con el totemismo, el culto social de los animales, que, según parece, tuvo una extensión mayor que la de cualquier otra institución. Es probable que su origen se halle en lo más profundo de la prehistoria, en el culto de los osos del musteriense (hacia el 50.000 a. C.)

El totemismo existe en poblaciones humanas divididas en grupos que se denominan a sí mismos dándose el hombre de un animal, con el que se identifican. Dichos grupos creen ser descendientes del animal totémico y suelen tener prohibido matarlo o comerlo.

Es esencial en la creencia el hecho de identificarse con un animal, transformándose imaginariamente en él. No hay aquí conciencia reflexiva, psicológica. Un sujeto vuelve su conciencia hacia el exterior, fijándola en otro ser, representándose a sí mismo en el mismo animal en que ser representan a sí mismos otros hombres. El grupo está entonces más allá de cualquier sentimiento o emoción interiores. Pertenece a lo objetivo o está objetivado en el animal epónimo. Este es, en cierto modo, el grupo mismo. Aparece así, tal vez por primera vez, la conciencia de una humanidad objetiva, lograda a través de la identificación de las conciencias particulares. Al cruzarse en un solo punto exterior surgió la unidad objetiva del grupo. La justificación, a ojos de quienes pertenecen a él, es que todos proceden místicamente, no realmente, del mismo animal.

Estos procesos tienen lugar obviamente dentro de la conciencia, pero no son procesos conscientemente teóricos, sino sobre ante todo prácticos, porque imponen obligaciones. Ahora bien, toda obligación es un acto de limitación o contención. Como dejó sentado Durkheim, son actos de ascetismo y el ascetismo es un elemento esencial de la religión.

Es sabido que el hombre carece de frenos. La religión ha sido, pues, el primer freno. El totemismo habría impuesto la primera obligación o contención: no se debe matar ni comer el animal totémico.

Aquí reside la diferencia entre el simple entender y el deber. El entender se agota en sí mismo. Puesto ante una acción, comprende que es una entre varias y en esa relatividad ninguna puede presentarse como un imperativo. El intelecto queda indeciso. No se resuelve por nada, pues no es algo que le competa. Cuando, por el contrario, el obrar se presenta como un deber, excluye todo lo demás, permaneciendo él como lo único real. Los actos de voluntad no dependen de la presencia ante la imaginación de varias posibilidades, sino de lo real. Por esto hemos de concluir que la voluntad exige categorías ontológicas.

El totemismo fue durante milenios una institución guía porque al identificarse cada uno por separado con el animal totémico y representarse así no solamente la propia conciencia, sino además un punto de confluencia de todas las demás, se produjo realmente la unidad del grupo. Esa unidad se debió a un factor externo, o vivido como externo, a saber, la obligación de no matar ni comer al animal totémico. Esta contención produjo realmente el grupo.

La obligación de no comer ni matar al animal tenía que extenderse a los identificados con él. De ahí que la antropofagia, una práctica que ha existido entre los homínidos antepasados nuestros, haya sido una de las primeras superaciones de la animalidad entre los humanos.

Nacieron de esta manera los grupos cerrados hacia fuera, los grupos excluyentes. La exclusión se trasladó después al terreno político y económico.

El totemismo fue, en consecuencia, la base de una tradición estable.

De él nació la familia. Para que pudiera ocurrir fueron necesarias dos cosas: la prohibición del incesto y la consideración de la familia como una obligación subsiguiente contraída entre grupos. La forma más sencilla para satisfacer ambas condiciones es la regla de la exogamia: la prohibición de la relación sexual entre individuos pertenecientes a grupos cuya realidad es ficticia y la exigencia consecuente de buscar esposa fuera de ellos. De este modo la sexualidad se convirtió también en una conducta regulada, sujeta a frenos.

Las ideas directrices no se retienen en la cabeza, sino que pujan por salir al exterior. Se transforman en conducta una vez que han cobrado cuerpo en una institución social. La conducta no es a partir de entonces un resultado del instinto o pulsión interna, sino de la representación que cada sujeto hace en sí de algo, el grupo personalizado en el animal totémico, que percibe existente realmente fuera de sí. El hecho social, la institución, es ahora fuente de conducta y de contención del instinto. Y el animal humano, inestable e imprevisible por naturaleza, se hace estable y previsible por cultura.

Las diferencias individuales habrán de depender de la diferente conjunción de tendencias instintivas y presiones del grupo que animen a cada sujeto. De la forma en que cada uno modele su personalidad en el interior de esa suma de fuerzas procedentes del interior y del exterior.

Las finalidades inscritas en las prohibiciones y mandatos grupales son las instituciones sociales, cuyo conjunto para cada época o situación espacial hemos llamado cultura. De ellas cabe decir, en primer lugar, que a los ojos de quienes las siguen, están señaladas con el rasgo fundamental de la duración. Todo hombre sabe que él perece y las instituciones permanecen.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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