Utrum Deus cognoscat se

En las operaciones que pasan al exterior el objeto de la operación es extrínseco, pero en las que están en el operante el objeto permanece en él. Por eso dice Aristóteles en De anima, III[1], que lo sensible en acto es el sentido en acto y lo inteligible en acto el entendimiento en acto. Como Dios es acto puro, lo entendido y el entendimiento son lo mismo. No puede suceder como en nuestro entendimiento, que cuando está en potencia le falta algo de la especie y cuando está en acto es distinto de ella. En el caso de Dios la especie inteligible es el mismo entendimiento. Luego se conoce a sí por sí.

1. El que conoce su esencia retorna del todo a su esencia, se dice en De causis. Como Dios no sale de su esencia no retorna a ella ni, en consecuencia se conoce. Esto dice una objeción que se pone a la tesis de este artículo. Pero no es correcto lo que dice, pues retornar a la propia esencia es subsistir en sí; las facultades cognoscitivas no subsistentes en sí, como los órganos de los sentidos, no se conocen a sí mismas y no son, por tanto, subsistentes en sí mismas; eso es lo que se dice en De causis: que el que conoce su esencia retorna a su esencia. Como Dios subsiste por sí en sumo grado retorna a su esencia y se conoce a sí mismo.

2. Otra objeción dice que en De anima, III[2], consta que conocer es una especie de sentir y cambiar, que es asemejarse a lo conocido y que lo conocido perfecciona al que conoce, de donde se sigue que, como nada cambia, siente, se perfecciona por sí mismo ni es imagen de sí mismo, Dios no se conoce. A esto se debe responder que el entender y el sentir, de que se habla en De anima, III, son un determinado cambiar solo en sentido equívoco, porque entender es acto de lo perfecto que se da en un mismo agente y no un movimiento como acto de lo imperfecto que pasa a otra cosa. Cuando está en potencia, el entendimiento puede ser perfeccionado por lo inteligible o asemejarse a ello, pues estando en potencia se diferencia de lo inteligible y al mismo tiempo se le asemeja por la especie inteligible, que es imagen de lo entendido y por ella se perfecciona, como la potencia por el acto. Ahora bien, el entendimiento divino, que no está en potencia en modo alguno, no se perfecciona por lo inteligible ni a ello se asemeja, sino que él mismo es su inteligible y su perfección.

3. Se objeta en tercer lugar que, puesto que somos semejantes a Dios sobre todo por el entendimiento, pero, dado que el entendimiento no se conoce a sí mismo a no ser conociendo otras cosas, como se dice en De anima, III[3], tampoco Dios se conoce a sí mismo a no ser conociendo otras cosas. A lo que se responde que, lo mismo que la materia prima, que no pasa a ser un objeto natural más que cuando pasa a estar en acto por la forma, nuestro entendimiento posible, que está en potencia con respecto a lo inteligible como la materia prima con respecto a la forma, no puede tener operación inteligible alguna más que al perfeccionarse por la especie inteligible de alguna cosa. Así es como se entiende a sí mismo, conociendo su mismo conocer por conocer lo inteligible y conociendo por el acto la facultad intelectiva. Dado que Dios es acto puro, tanto en el orden de la existencia como en el de la inteligibilidad, se entiende a sí mismo por sí mismo.


[1] Recapitulando ahora ya la doctrina que hemos expuesto en torno al alma, digamos una vez más que el alma es en cierto modo todos los entes, ya que los entes son o inteligibles o sensibles y el conocimiento intelectual se identifica en cierto modo con lo inteligible, así como la sensación con lo sensible. Veamos de qué modo es esto así. 
El conocimiento intelectual y la sensación se dividen de acuerdo con sus objetos, es decir, en tanto que están en potencia tienen como correlato sus objetos en potencia, y en tanto que están en acto, sus objetos en acto. A su vez, las facultades sensible e intelectual del alma son en potencia sus objetos, lo inteligible y lo sensible respectivamente. Pero éstos han de ser necesariamente ya las cosas mismas, ya sus formas. Y, por supuesto, no son las cosas mismas, toda vez que lo que está en el alma no es la piedra, sino la forma de ésta. De donde resulta que el alma es comparable a la mano, ya que la mano es instrumento de instrumentos y el intelecto es forma de formas así como el sentido es forma de las cualidades sensibles. Y puesto que, a lo que parece, no existe cosa alguna separada y fuera de las magnitudes sensibles, los objetos inteligibles —tanto los denominados abstracciones como todos aquellos que constituyen estados y afecciones de las cosas sensibles— se encuentran en las formas sensibles. De ahí que, careciendo de sensación, no sería posible ni aprender ni comprender. De ahí también que cuando se contempla intelectualmente, se contempla a la vez y necesariamente alguna imagen: es que las imágenes son como sensaciones sólo que sin materia. La imaginación es, por lo demás, algo distinto de la afirmación y de la negación, ya que la verdad y la falsedad consisten en una composición de conceptos. En cuanto a los conceptos primeros, ¿en qué se distinguirán de las imágenes? ¿No cabría decir que ni éstos ni los demás conceptos son imágenes, si bien nunca se dan sin imágenes.

[2] De otra parte, es obvio que lo sensible hace que la facultad sensitiva pase de la potencia al acto sin que ésta, desde luego, padezca afección o alteración alguna. De ahí que se trate de otra especie de movimiento, ya que el movimiento —como decíamos— es esencialmente el acto de lo que no ha alcanzado su fin mientras que el acto entendido de un modo absoluto —el de lo que ha alcanzado su fin— es otra cosa. Así pues, la percepción es análoga a la mera enunciación y a la intelección. Pero cuando lo percibido es placentero o doloroso, la facultad sensitiva —como si de este modo estuviera afirmándolo o negándolo— lo persigue o se aleja de ello. Placer y dolor son el acto del término medio en que consiste la sensibilidad para lo bueno y lo malo en cuanto tales. Esto mismo son también el deseo y la aversión en acto: las facultades del deseo y la aversión no se distinguen, pues, realmente ni entre sí ni de la facultad sensitiva. No obstante, su esencia es distinta. (De anima, 431a, 5)

[3] Ahora bien, si el inteligir constituye una operación semejante a la sensación, consistirá en padecer cierto influjo bajo la acción de lo inteligible o bien en algún otro proceso similar. Por consiguiente, el intelecto —siendo impasible— ha de ser capaz de recibir la forma, es decir, ha de ser en potencia tal como la forma pero sin ser ella misma y será respecto de lo inteligible algo análogo a lo que es la facultad sensitiva respecto de lo sensible. Por consiguiente y puesto que intelige todas las cosas, necesariamente ha de ser sin mezcla —como dice Anaxágoras— para que pueda dominar o, lo que es lo mismo, conocer, ya que lo que exhibe su propia forma obstaculiza e interfiere a la ajena. Luego no tiene naturaleza alguna propia aparte de su misma potencialidad. Así pues, el denominado intelecto del alma —me refiero al intelecto con que el alma razona y enjuicia— no es en acto ninguno de los entes antes de inteligir. De ahí que sería igualmente ilógico que estuviera mezclado con el cuerpo: y es que en tal caso poseería alguna cualidad, sería frío o caliente y tendría un órgano como lo tiene la facultad sensitiva; pero no lo tiene realmente. Por lo tanto, dicen bien los que dicen que el alma es el lugar de las formas, si exceptuamos que no lo es toda ella, sino sólo la intelectiva y que no es las  formas en acto, sino en potencia. Por lo demás y si se tiene en cuenta el funcionamiento de los órganos sensoriales y del sentido, resulta evidente que la impasibilidad de la facultad sensitiva y la de la facultad intelectiva no son del mismo tipo: el sentido, desde luego, no es capaz de percibir tras haber sido afectado por un objeto fuertemente sensible, por ejemplo, no percibe el sonido después de sonidos intensos, ni es capaz de ver u oler, tras haber sido afectado por colores u olores fuertes; el intelecto, por el contrario, tras haber inteligido un objeto fuertemente inteligible, no intelige menos sino más, incluso, los objetos de rango inferior. Y es que la facultad sensible no se da sin el cuerpo, mientras que el intelecto es separable. Y cuando éste ha llegado a ser cada uno de sus objetos a la manera en que se ha dicho que lo es el sabio en acto —lo que sucede cuando es capaz de actualizarse por sí mismo—, incluso entonces se encuentra en cierto modo en potencia, si bien no del mismo modo que antes de haber aprendido o investigado: el intelecto es capaz también entonces de inteligirse a sí mismo. (De anima, 429a, 10)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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