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Archivo mensual: junio 2013
Idea de Imperio
Finis operis y finis operantis
La Idea de Imperio no puede explicarse como fruto de la ambición personal de un guerrero, un dirigente, un rey, etc. No cabe aquí la perspectiva del finis operantis, una perspectiva que, según Hegel, es la propia del ayuda de cámara. O del maestro edificante, que achaca al deseo de poder las conquistas de Alejandro, con lo que viene a decir a sus pupilos: “¿Véis? Como no soy ambicioso, yo no conquisto Persia”.
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Izquierda e Imperio
El proyecto revolucionario no se engendró en el mundo roussoniano habitado por buenos salvajes, desprovistos de tradiciones legales, familiares, políticas, religiosas, etc., sino en un punto del planeta en que había entidades políticas cuyos miembros, pese a ser hombres, igual que los revolucionario franceses, por pertenecer a la especie homo sapiens, eran distintos de ellos por su pertenencia a esas unidades. Luego la revolución, si pretendía lograr sus fines, tenía que aplicar la racionalización analítica también a esas unidades políticas lo mismo que la estaba aplicando en al interior de Francia a los estados, las familias, los estamentos, etc.
El proyecto era doble: había que imponer la igualdad hacia dentro, venciendo las resistencias que muchos franceses estaban dispuestos a oponer, y hacia afuera, venciendo a los ejércitos que las potencias extranjeras estaban preparando en contra de la revolución. A la guerra civil se sumaba la guerra contra el exterior.
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La primera izquierda
La primera izquierda, la que toma su nombre del lugar en que sus miembros estaban sentados en la Asamblea de 1.789, a la izquierda de la presidencia, es la que se opone a la alianza del Trono y el Altar del Antiguo Régimen. El Régimen mismo se convierte retrospectivamente en Antiguo por virtud de los própositos revolucionarios, que buscan subvertir la estructura socio-político entonces existente. La acción analítica empezó a romper los moldes en que habían estado contenidos hasta el momento los franceses con el fin de que todos quedaran libres y fueran iguales entre sí, como libres e iguales son los átomos de un gas contenido en un globo. La manera de conseguirlo fue transformar en ciudadanos a los que habían venido siendo súbditos. La diferencia entre unos y otros estriba ante todo en que los primeros responden a un proyecto universalista y los segundos no pueden ser pensados al margen de la Monarquía. El proyecto de la ciudadanía tiene la vista puesta en la humanidad que habita el planeta Tierra. A ese proyecto responde, por ejemplo, el que se dotara a todo el mundo, y no a los franceses en exclusiva, de un sistema universal de pesas y medidas en la Academia de las Ciencias en 1792. Como es sabido, algunos países, como Inglaterra o Estados Unidos, no entraron en aquel plan.
En vista de lo cual debe afirmarse que si la defensa de los grupos del Antiguo Régimen y la alianza del Trono y el Altar fue lo que definió a la primera derecha, la cual existió solo como resultado de la acción de la primera izquierda, es una traición a todas las clases de izquierda generadas desde entonces un proyecto como el de Blas Infante, que pretende subordinar nuevamente lo político a lo religioso, la Nación al Altar, si bien a un altar musulmán. Algo semejante hay que decir de los partidos que propugnan la vuelta a los reinos medievales, incluso del PSOE cuando participa, promueve o “comprende” los propósitos de éstos. Pero este asunto no debe ocuparnos ahora.
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Izquierda en sentido propio
Un movimiento es de izquierdas o de derechas en sentido político si tiene que ver con el Estado, con su fortalecimiento y debilitamiento. Si no tiene nada que ver con él, entonces no es una cosa ni la otra. G. Bueno llama a los primeros definidos e indefinidos a los segundos. Estos últimos, queriendo acogerse al prestigio que da el poderse llamar “de izquierdas”, se tienen por tal, pero están lejos de serlo. Se trata de las vanguardias artísticas, de algunos movimientos rebeldes, los perroflautas, las ONGs que se sitúan contra la globalización, algunos movimientos anticulturales, religiosos etc., que en muchas ocasiones se sostienen sobre las subvenciones que los propios Estados les otorgan. Si acaso son izquierdas en un sentido impropio. Se parecen a las izquierdas en sentido propio en que, lo mismo que éstas se oponen a la derecha conservadora, ellas se oponen a la tradición o a lo que juzgan como tal. En todo caso, lo que hacen casi nunca tiene nada que ver con la acción política, sin perjuicio de que algún partido político lo aproveche para sus fines. ¿O habrá que aceptar que la música de Stravinski y la pintura de Dalí, que eran ambos de derechas, ha contribuido en algo a los objetivos de la izquierda porque se trate de actividades artísticas de vanguardia?
Puesto que aquí se toman en consideración las izquierdas en sentido propio y no figurado o impropio, se dejarán por ahora de lado esas agrupaciones que se dan a sí mismas un nombre que no las designa para, una vez establecidos los límites de las primeras, señalar el terreno que resta para las segundas. No serán pertinentes, en consecuencia, aquellos casos en que a alguna izquierda se le quieran añadir rasgos como la tolerancia, la mirada hacia el futuro, el pacifismo, la salud, la preferencia por unas fechas históricas, la manera de vestir, los modismos del habla, las preferencias culinarias, etc.
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¿Izquierda nihilista?
Aunque la primera tarea emprendida por la izquierda (tarea que la constituyó como la primera izquierda que ha existido) fue la trituración del orden político existente, aunque la finalidad (finis operis) implícita en su empresa era la aniquilación de todas las estructuras hasta llegar al átomo inexistente del hombre desprovisto de atributos, aunque su empeño destructivo fue sin duda llevado adelante sin hallar obstáculos que lograran impedirlo, no por ello ha de calificarse como nihilista aquel impulso. La primera izquierda empezó destruyendo cuanto encontraba a su paso, pero su propósito no era la destrucción misma, en lo cual consiste el nihilismo, sino un orden más justo que el que había habido hasta entonces.
El nihilismo es más propio de los movimientos milenaristas, que comenzaron ya en el alba del cristianismo y continúan vivos en la actualidad, y suele aparecer asociado a creencias religiosas que propugnan la destrucción a sangre y fuego de los malos con el fin de que empiecen la era definitiva de bienaventuranza para los buenos. Ni siquiera Bakunin y otros anarquistas deberían ser entonces calificados de nihilistas, pues, según ellos, la destrucción es creadora del nuevo orden.
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