Archivo mensual: abril 2012

La flor del tulipán

Unas décadas después del boom y el crac de la deuda española y francesa hubo otro boom y otro crac en Holanda. Fue un terremoto en las finanzas de este país provocado por la delicada flor del tulipán. El tulipán es una planta bulbosa de la familia de las liliáceas. Cuenta en la actualidad con unas ciento cincuenta especies, entre las naturales y las obtenidas por medio de los cambios genéticos introducidos en su cultivo por los floricultores y botánicos desde el siglo XVI. Es una planta poco resistente. Una helada o un exceso de sol hacen que se marchite.
El nombre se lo puso Herr Busbeck embajador de su Majestad Imperial de Austria en la corte de Soleimán el Magnífico. Haciendo el camino de Viena a Constantinopla, este diplomático no se cansaba de admirar una flor que los turcos llamaban turbán, procedente de un vocablo persa que significa turbante. Él tradujo la palabra turca por “tulipán”. Desde su puesto en la corte del rey turco escribió a su señor ensalzando la belleza de la flor. En pocas semanas el tulipán viajaba desde el reino de la Sublime Puerta en dirección a Europa. El bulbo recaló en los invernaderos imperiales y en los jardines de los Fugger. Merced a las buenas labores del botánico Closius se aclimató pronto a los fríos del Mar del Norte. Pero tuvieron que transcurrir más de cincuenta años hasta que los holandeses enloquecieron por él.
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¡El rey no paga!

Un boom es un globo que se hincha poco a poco hasta hacerse tan grande que el más leve roce le hace explotar. Entonces sucede el crac. Krack en alemán, o crash en inglés, es el sonido de un cristal que se rompe. En un cielo azul sin nubes estalla de pronto un trueno, se desata el vendaval y las ventanas del salón saltan en añicos. Un boom y un crac.
Dice Kostolany en Así es la bolsa (Vergara, Barcelona, 1962, pág. 85 y stes.) que el primer boom y el primer crac sucedieron en las monarquías española y francesa en 1557. Eran los tiempos de Carlos V y Felipe II en España y Enrique II en Francia. La cantidad de dinero que entonces disponía un rey era infinitamente menor que la que ahora pueden manejar Zapatero o Rajoy. Téngase en cuenta que ni el Imperio Español ni el Reino de Francia eran estados asistenciales como los actuales. No tenían que pagar las televisiones públicas, la sanidad, la educación, las pensiones, las subvenciones a las ONGs, el cine y los sueldos de casi medio millón de profesionales de la política.
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La mentira en política

El octavo mandamiento ordena decir la verdad (“No levantarás falsos testimonios ni mentirás”). Hay varias clases y grados de mentira. Una, por ejemplo, es la mentira oficiosa, que se dice a alguien con el fin de agradarle, otra la piadosa, para que no se entristezca, etc. Es de suponer que hay varias clases y grados en el vicio, también debe haberlos en la virtud, y, por tanto, en la verdad, que es la virtud opuesta a la mentira. En ella, en efecto, hay dos clases principales. Una es la referida a la vida individual, que es la rectitud de quien vive conforme con la ley moral, y otra la referida a la justicia, que guarda relación con las otras personas. Sobre esta última pido que se preste atención un momento.
Puesto que no nos resulta posible vivir si no es en sociedad, no tenemos más remedio que obligarnos a aquellos actos que sostienen y fortalecen los lazos sociales. Es decir, estamos obligados unos con otros, y no por solidaridad, amor, etc., sino por nuestra naturaleza. Con esa naturaleza nuestra tiene que ver la virtud de la justicia, que consiste en dar a cada uno lo suyo.
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Milenaristas españoles

No faltaron en nuestro suelo las fantasías mesiánicas y milenaristas que han culminado en el siglo XX con los teologías políticas de comunistas, nacionalsocialistas, anarquistas, etc. En el año 1352 un tal Nicolás de Calabria predicó en Barcelona las siguientes tesis delirantes: que un tal Gonzalo de Cuenca era el hijo de Dios, que era inmortal, que el Espíritu Santo se habría de encarnar en un futuro no muy lejano y entonces todo el mundo sería convertido a la fe verdadera por el tal Gonzalo, el cual rogaría a su Padre el Día del Juicio para que salvara a todos, pecadores y condenados, y que así se haría, que en el alma humana se dan tres naturalezas, a saber, el alma, creada por el Padre, el cuerpo, por el Hijo, y el espíritu, por el Espíritu Santo.
De estas tesis insanas abjuró en Santa María del Mar de Barcelona, pero sin convicción, pues en 1357 fue denunciado de nuevo, de lo que resultó que el Eymerich y Arnaldo de Busquets, inquisidor y vicario capitular, entregaron a aquel sujeto al brazo secular. El Virginale, un libro escrito el de Calabria y su maestro, el supuesto Hijo de Dios, Gonzalo de Cuenca, y que había sido escrito bajo la inspiración del demonio, según Eymerich, fue entregado a las llamas.
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Herejía de los begardos

Cuando Jorge Manrique dice que “cualquiera tiempo pasado fue mejor” se equivoca. Con él se equivocan también los cristianos que creen, por ejemplo, que los siglos que median entre la caída de Roma y el Renacimiento fueron siglos de acendrada fe religiosa y estabilidad de la Iglesia, tiempos en que las gentes seguían las normas de la moral y la religión y, temerosas de los castigos de la Inquisición, tenían una conducta más recta que la de hoy.
El siglo XIV, por ejemplo, que siguió a la instauración del Santo Oficio para atajar las herejías de albigenses, insabattatos, etc., fue un siglo de barbarie, un salto hacia los tiempos más duros de la Historia. El siglo X, el siglo de hierro, no fue tan malo. El papa estaba cautivo en Aviñón, las herejías crecían sin cesar, la lujuria estaba a la orden del día, los cismas en la Iglesia aparecían por todas partes, hubo un fervor apocalíptico como nuna antes había tenido lugar, apareciero falsos profetas predicando el fin del mundo, hubo guerras feroces que ensangretaron media Europa, los reyes empobrecían a sus súbditos, los campesinos se levantaban contra los nobles y por todas partes se producían devastaciones de regiones enteras. Se recurría a la violencia con la mayor facilidad, decaían las órdenes religiosas, los grandes teólogos y filósofos se sumían en la oscuridad. Al siglo anterior, el de los reyes Fernando III, Jaime I, San Luis, el de los filósofos y teólogos Tomás de Aquino, Buenaventura, etc., sucedió el de Felipe el Hermoso, Pedro el Cruel, Carlos el Malo, Juan Wiclef. En lugar de la Divina Comedia hubo el Roman de la Rose.
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Fernando III el Santo

En los procesos inquisitoriales del reino de Aragón el juez podía suavizar la pena si los arrepentidos eran muchos, pero no estaba en su mano librar de la prisión a los predicadores y heresiarcas. Si alguno admitía en confesión su herejía antes de iniciarse contra él un proceso podía quedar libre de pena temporal si el confesor mismo lo declaraba y si éste le había impuesto una penitencia pública el reo tenía que justificar que la había cumplido aportando dos testigos.
El hereje que no se arrepentía era entregado al brazo secular. Si era un heresiarca o predicador de la herejía, le correspondía la pena de prisión perpetua. Los simples herejes afiliados a la secta tendrían que hacer penitencia solemne y asistir descalzos y en camisa –in braccis et camisia- a los actos religiosos del día de Todos los Santos, el primer domingo de Adviento, el día de Navidad, el de la Circuncisión, la Epifanía, Santa María de Febrero, Santa Eulalia, Santa María de Marzo y los domingos de Cuaresma para allí ser reconciliados y sometidos a disciplina por el obispo o por el párroco de la iglesia. Los jueves tenían que asistir a la iglesia, de donde se les expulsaba durante la cuaresma, debiendo asistir a los oficios desde la puerta. Estaban obligados a hacer esta penitencia toda su vida.
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Jaime I el Conquistador

Jaime el Conquistador, hijo de Pedro II y sucesor de éste, apenas participó en los disturbios del Languedoc provocados por los herejes, en lo cual mostró poseer mejor juicio que el padre. Y no le faltaba valor, pues su nombre estará para siempre ligado a las gloriosas hazañas que emprendió contra los moros. Ni siquiera hizo caso de los trovadores que le animaban a vengar la muerte de Don Pedro. Su sentido de la política era mucho más elevado que el de los que le rodeaban.

Jaime I el Conquistador. Fachada del Palacio Real de Madrid.

Era español y sabía dónde había que librar batalla. No contra los de la Francia Meridional, sino contra los enemigos de la civilización cristiana. Por esto atendió poco los asuntos relacionados con las herejías. Se limitó a dictar algunas constituciones contra los herejes, como las de Barcelona y Tarragona, dando algunas instrucciones que vendrán bien para comprender el tenor de lo que en el tiempo se trataba a propósito de estos problemas. Se empezaba excluyendo a los herejes de la vida normal y se ordenaba a las gentes católicas que rehuyeran su trato y los delataran. Se prohibía después a los legos discutir con ellos sobre la fe; nadie podía tener la Biblia en lengua romance; ningún hereje podía ser baile o vicario; cualquier casa de alguno de ellos debía ser destruida o entregadas a su señor; solo el obispo diocesano o alguien con jurisdicción para ello podía decidir en causas de herejía; quien permitiera que en sus dominios habitara algún hereje los perdería para siempre. Del documento en que se guardan estos dictámenes salió la Inquisición española. En él se observa el carácter mixto, político y religioso, del tribunal. Un clérigo era el encargado de declarar la herejía, si la hubiere, y el magistrado aplicaba el castigo que correspondiera. Las providencias del rey no bastaron para contener la herejía. El año 1242 se celebró en Tarragona un concilio contra los valdenses con el que se quiso someter a procedimiento regular las penitencias que habían de seguir y las fórmulas de abjuración que debían pronunciar quienes fueran reos de herejía. Se consultó con ese fin a varones doctos como San Raimundo de Peñafort. Allí se hizo la primera diferencia entre herejes, fautores y relapsos: «Hereje es el que persiste en el error, como los insabattatos, que declaran ilícito el juramento y dicen que no se ha de obedecer a las potestades eclesiásticas ni seculares, ni imponerse pena alguna corporal a los reos.» «Sospechoso de herejía es el que oye la predicación de los insabattatos o reza con ellos… Si repite estas actos será vehementer y vehementissime suspectus. Ocultadores son los que hacen pacto de no descubrir a los herejes… Si falta el pacto, serán celatores. Receptatores se apellidan los que más de una vez reciben a los sectarios en su casa. Fautores y defensores, los que les dan ayuda o defensa. Relapsos, los que después de abjurar reinciden en la herejía o fautoría. Todos ellos quedan sujetos a excomunión mayor.» (Menéndez y Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, tomo I, Editorial católica, Madrid, 1978, pág. 399) A estas tipificaciones seguían las penas que habían de aplicarse según los casos, de lo que se dará cumplida cuenta en una ficha posterior, así como de las consecuencias que de su aplicación se siguieron. Sigue leyendo

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La batalla de Muret

Los cátaros no se limitaban a disquisiciones teológicas. Muy al contrario, en Provenza, donde habían adquirido un gran predominio, se dedicaban a saquear iglesias y a perseguir a sacerdotes católicos, así que no bastaron contra ellos las predicaciones de los dominicos, por lo que los inquisidores Guido y Reniero y el legado papal Pedro de Castelnau decidieron excomulgarlos. Pero esto no les importó gran cosa. El conde de Tolosa, Raimundo, que militaba en las huestes de los herejes, atacó iglesias y monasterios. El legado lo excomulgó también a él, pero un vasallo suyo lo mató.
El papa, Inocencio III, dispensó a los vasallos del conde del juramento de obediencia y ordenó una cruzada contra los albigenses. Cincuenta mil guerreros acudieron a la llamada. Muchos procedían de la Francia norteña, que deseaba redondear su territorio más que ganar una contienda teológica. Raimundo comprendió que era imposible resistir. En camisa y con una soga al cuello, pidió perdón. Lo obtuvo con la obligación de luchar junto a los cruzados. La sangre de los albigenses corrió abundante. Al lado de ellos guerreaba el conde de Foix. Raimundo, juzgando que la penitencia que se le había impuesto era excesiva, acudió a Roma a pedir su revocación. Como no se le concedió, se unió a los herejes y fue excomulgado de nuevo.
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Pedro II contra los valdenses

En el siglo XIII aparecen la Inquisición y la orden de los dominicos. El primer propósito de ambas era combatir a los herejes del momento, entre los que destacaban las varias ramificaciones de los albigenses y los insabattatos. El comunismo de estos últimos decayó con las predicaciones y el ejemplo de los franciscanos y fue un problema menor. La batalla contra los otros fue mucho más ruda y duradera. Era necesario que hubiera monjes de mente clara y dispuestos a la acción, que la Orden de Predicadores fundada por Santo Domingo de Guzmán, nacido en Caleruega, de la provincia de Burgos.
Él mismo había extendido sus predicaciones con notable éxito por la Provenza y el Languedoc, que por entonces pertenecían a la corona de Aragón, lo que debió impulsarle a fundar una orden compuesta de hombres sabios y doctores que entendieran bien las doctrinas heréticas, supieran distinguirlas de las que no lo fueran y combatirlas con conocimiento.
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Patarinos, cátaros o albigenses

En los días finales del siglo XII y durante el XIII coexistieron varias herejías de diverso linaje que no conviene confundir. Los patarinos, cátaros o albigenses procedían de una rama del casi extinto maniqueísmo, en el que había militado ocho siglos atrás uno de los más egregios padres de la Iglesia. Me refiero a san Agustín. Pero los valdenses, insabattatos o pobres de León eran de otra clase. Puede decirse que los primeros eran más dados al intelecto y los otros a la acción revolucionaria. O que los unos heredaban las tendencias teológicas de la Iglesia Oriental de los primeros siglos y los otros las inclinaciones a la acción social que caracterizaron siempre al Occidente, empezando por Prisciliano, el primer hereje mártir, reivindicado ahora por los secesionistas gallegos.
El maniqueísmo había seguido vivo en Oriente. Se cuenta que el emperador Anastasio, que rigió los destinos de Bizancio desde el 491 hasta el 518, en que murió, así como Teodora, la mujer de Justiniano, emperador desde el 527 hasta el 565, favorecieron a los maniqueos, como también hizo el emperador Nicéforo, hasta el punto de que llegaron a fundar ciudades y a levantarse en armas contra el poder imperial cuando éste comprendió que se habían hecho demasiado fuertes. Luego se refugiaron entre los musulmanes, volviendo a fines del siglo IX, en tiempos de Basilio el Macedónico.
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Socialismo o libertad

Agresión institucional contra la libre iniciativa, que puede tomar la forma de expropiación, de protección estatal de un sector frente a otros, de monopolio en la venta de bienes y servicios, de organización estatal de la producción económica, etc. Eso dice Huerta de Soto que es el socialismo. Teniendo en cuenta que una nota esencial del hombre es su capacidad de actuar de forma libre y creativa, el socialismo es entonces una agresión contra la naturaleza humana misma. La historia del socialismo es muy antigua. Ya los valdenses del siglo XII, que adoptaron el nombre de insabattatos, negaban todo tipo de propiedad. En su forma moderna es un tipo de coacción de la libertad que se presenta y justifica a sí misma con un intento pretendidamente científico y contrastado y ya no religioso como el de los valdenses de mejorar la sociedad humana, de hacer que su desarrollo sea más eficaz y de lograr fines justos.
Los seguidores de la idea socialista fustigan la libertad que la puesta en práctica de su doctrina tendría que aplastar como algo negativo e injusto, como la mera libertad empresarial de abusar de trabajadores indefensos. En esto hay que admitir que su éxito ha sido grande. Una vez eliminada la atención al medio, trocado en maldad por la doctrina, queda el fin como algo fastuoso. Así no es extraño que la doctrina sea vista de hecho como una de las creaciones más sencillas, grandes y ambiciosas que ha producido el espíritu humano. Tampco es extraño que sean muy pocos los que han podido librarse de su embrujo. Entre estos pocos habría que contar a Juan Pablo II, que en su Centessimus annus, 48, dice así sobre los excesos del estado asistencial:
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Valdenses insabattatos

Florecieron al lado de los cátaros. Corría el siglo XII. El padre de la secta era un comerciante leonés de nombre Pedro Valdo, quien en el año 1160 debió padecer una repentina iluminación que le llevó a convertir en obligación el precepto evangélico de la probreza. Su apellido dio nombre a la secta. Sus adeptos se llamaron también Pobres de León e insabattatos. Este última denominación era una corrupción de la palabra latina sabatum, que vale por zapato. La causa de que la adoptaran era que que llevaban zapatos cortados en la parte superior como símbolo de pobreza.

Estatua de Pedro Valdo en el Memorial de Lutero en Worms, erigido en 1868


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Reinos de taifas

El capítulo XXI, de título “Fraccionamiento del califato – Guerras entre los musulmanes”, del tomo III de la Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, de Don Modesto Lafuente, páginas 62 y siguientes (publicado por Montaner y Simón, Editores, en Barcelona, el año 1891, v. aquí ), se abre de esta manera:
Dos términos puede tener un imperio que se descompone y desquicia combatido por las ambiciones, destrozado por las discordias, devorado por la anarquía, y corroído y gangrenado por la desmoralización y por la relajación de todos los vínculos sociales. Este imperio, ó es absorbido por otro que se aprovecha de su desorden, de su debilidad y flaqueza, ó se fracciona y divide en tantas porciones y Estados cuantos son los caudillos que se consideran bastante fuertes para hacerse señores independientes de un territorio y defenderle de los ataques de sus vecinos.
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Argumentos en espiral

“¿Dónde está el dinero? Tiene que estar en algún sitio”, se preguntan y se responden algunos, creyendo haber dado con la clave del asunto. Incluso D. Luis Martínez Sistach, cardenal de Barcelona, ha dicho: "antes había mucho dinero y ahora me pregunto: ¿dónde está el dinero?, ¿se ha quemado?, ¿se ha perdido?".
La respuesta no puede ser más fácil. El dinero que hay en España se debe. Todo o casi todo. Se debe incluso más de lo que hay. Más del que España produce, así que si hay aquí algún dinero es que no debería estar aquí, porque hay que devolverlo.
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Juan de la Cierva

Juan de la Cierva y Codorníu, un ingeniero español más reconocido fuera que dentro de nuestra patria, como es usual, nació en Murcia en 1895 y murió en Inglaterra en 1936. Inventó el autogiro, antecesor del actual helicóptero.

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La eternidad del mundo

  Argumentos de San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino sobre la doctrina aristotélica acerca la eternidad del mundo. Los dos aceptan por su fe que ha tenido un comienzo, pero el primero está convencido de que puede probarse con … Sigue leyendo

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Thomas Hobbes

Thomas Hobbes of Malmesbury vino al mundo un día cinco de abril de 1588. Fue el primero que confeccionó una teoría política no inferior a la de Aristóteles, siendo su polo opuesto. Se desligó de la teología y consiguió apoyarse solamente en el poder de la razón, siguiendo el camino trazado antes que él por Maquiavelo. No debe extrañar ese intento, que estaba presente también en hombres de religión como el P. Suárez, para quien el poder se asienta sobre los gobernados.
La filosofía política de Hobbes ve al hombre como un compuesto de dos contrarios, la pasión y la razón. Por la primera se halla en posesión de un apetito natural que le empuja a apoderarse del máximo de cosas para sí mismo. De ahí deriva, por un lado, el hecho de que la naturaleza nos ha hecho tan semejantes que incluso el más débil puede matar al más fuerte si se alía con otros o actúa con astucia. Todos los hombres son iguales, pues, en esto: en que uno puede matar a otro. Del mismo apetito deriva, por otro lado, que, deseando todos los mismos bienes, es inevitable que choquen entre sí, lo que viene agravado por la igualdad existente entre todos, pues si fueran unos inferiores y otros superiores no abrigarían los primeros esperanzas de vencer a los segundos y no pensarían en rebelarse, como no se rebelan las gacelas contra los leones.
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El deseo de no morir

La negación de la muerte se halla en la mayoría de las formas culturales. Las etapas más antiguas de la civilización humana y del pensamiento mítico protestan contra ella con un deseo apasionado de inmortalidad. Todo hombre encuentra en sí mismo el ímpetu por romper la cadena de una existencia efímera.
Si ese ímpetu germina en el cuerpo, dice Platón, se acercará a una mujer y tendrá hijos, porque su descendencia “preservará su memoria y le traerá bendición e inmortalidad”, esa clase de inmortalidad que también prometió Dios a Abraham: “te bendeciré y multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo, y como la arena que está á la orilla del mar”. Si el ímpetu germina en el alma, entonces ésta habrá de concebir “lo que es propio que conciba el alma”, un saber que no ceda al paso de los días.
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