Unas décadas después del boom y el crac de la deuda española y francesa hubo otro boom y otro crac en Holanda. Fue un terremoto en las finanzas de este país provocado por la delicada flor del tulipán. El tulipán es una planta bulbosa de la familia de las liliáceas. Cuenta en la actualidad con unas ciento cincuenta especies, entre las naturales y las obtenidas por medio de los cambios genéticos introducidos en su cultivo por los floricultores y botánicos desde el siglo XVI. Es una planta poco resistente. Una helada o un exceso de sol hacen que se marchite.
El nombre se lo puso Herr Busbeck embajador de su Majestad Imperial de Austria en la corte de Soleimán el Magnífico. Haciendo el camino de Viena a Constantinopla, este diplomático no se cansaba de admirar una flor que los turcos llamaban turbán, procedente de un vocablo persa que significa turbante. Él tradujo la palabra turca por “tulipán”. Desde su puesto en la corte del rey turco escribió a su señor ensalzando la belleza de la flor. En pocas semanas el tulipán viajaba desde el reino de la Sublime Puerta en dirección a Europa. El bulbo recaló en los invernaderos imperiales y en los jardines de los Fugger. Merced a las buenas labores del botánico Closius se aclimató pronto a los fríos del Mar del Norte. Pero tuvieron que transcurrir más de cincuenta años hasta que los holandeses enloquecieron por él.
Mientras tanto no pasó de ser un bello adorno en las mansiones de los cuadros de Vermeer. Escaló un peldaño en la sociedad cuando las bellas y elegantes mujeres de La Haya devanaban sus tardes en la elección del color de la flor que mejor iría con sus vestidos y sus suntuosas carrozas.
La afición a los tulipanes se hizo casi obligatoria. Surgieron muchos coleccionistas, cultivadores, jardineros, floricultores, etc. Un sector cada vez mayor de la sociedad dedicaba cada vez más horas al tulipán. La moda tuvo que llegar a Amsterdam, la capital del comercio, habitada por prósperos burgueses y mercaderes que dedicaban la mayor parte de su esfuerzo al arenque. Sus cuentas bancarias rebosaban por los beneficios que les reportaba este pescado, pero ellos ansiaban la distinción, apariencia y boato de las clases nobles. Como resultado de ellos sus jardines se poblaron de tulipanes multicolores.
Un rico armador dio a su hija en dote un hermoso tulipán de una especie rarísima. Dispuso una mesa especial e invitó a sus amigos. El bulbo estaba en el centro, adornando el conjunto. Mientras los invitados estaban siendo agasajados en el jardín entró en la estancia un marinero. Ignorante en todo lo que tuviera que ver con los tulipanes, saboreaba con delectación un mendrugo de pan con un arenque cuando vio sobre la mesa lo que a él le pareció una cebolla que podría servir de condimento a su manjar y dio cuenta de ella en dos bocados. Cuando el dueño volvió a entrar era tarde. El marino se había tragado la dote de su hija. Fue condenado a varios meses de cárcel.
La demanda subió como la espuma. El territorio holandés dejó pronto de ser suficiente para su cultivo. Los precios subieron. Entraron entonces en el negocio otros muchos individuos que no tenían ningún interés por el colorido de la flor ni por las apariencias sociales. Los que negociaban acciones de las Indias Orientales y muchos comerciantes de pimienta y pescado desviaron sus dineros y sus títulos hacia el tulipán, lo que disparó los precios y atrajo a una multitud ávida de ganancias.
Las cotizaciones estaban altísimas. Desde el ministro hasta el lacayo, todo el mundo quería su colección de tulipanes. Todos acariciaban la oportunidad de enriquecerse. El dinero disponible se movilizó al completo y cuando no hubo liquidez hubo que volver al trueque. Por un solo bulbo de una clase muy solicitada un granjero entregó doce cargas de trigo, doce de avena, ocho cerdos, cuatro vacas, mil libras de mantequilla, cuatro barriles de cerveza y varios miles de kilos de queso. Un cervecero entregó su fábrica a cambio de tres clases distintas del deseado bulbo.
Luego se compró a plazos, más tarde a crédito. Los especuladores sin dinero compraban comprometiéndose a pagar más tarde, luego lo vendían más caro a un tercero, quedándose con la ganancia, éste lo vendía a otro, que lo volvía a vender, etc.
El tulipán no era ya una flor. Era especulación en estado puro, sin apenas un gramo de materia que justificara tanta pasión. El globo había llegado a su expansión máxima y se hallaba en ese punto en que basta el más ligero roce para hacerle explotar. El roce fue un avispado inversor que en 1636 cayó de pronto en la cuenta de que las trescientas cincuenta muestras de tulipán de la tienda de su proveedor estaban ya en el mercado. La noticia se extendió como la pólvora. “¡Fuego!”, gritaron con pavor. “¡El tulipán es un simple bulbo! ¡Tenía razón el marinero!”.
El crac no se hizo esperar. El día 5 de febrero de 1637 se vendió por 90.000 florines un lote de 99 tulipanes. El día siguiente se puso en venta medio kilo por 1.250 y no hubo comprador. El tulipán no tenía ningún valor. Todo el mundo vendía y nadie compraba. No hubo manera de hacer frente a las enormes deudas que se habían contraído para comprar tulipanes en el futuro. Todas las clases sociales se habían embarcado en el mismo negocio y todas fueron arrastradas por el temporal y la economía holandesa quebró.