Marx: el fetichismo de la mercancía

1. Valor de uso

Que haya oscuridad y misterio en las obras de sus manos es algo desconocido habitualmente para los propios hombres, pero es asimismo algo habitual en ellos. En su trato con la naturaleza producen cosas de una utilidad inmediata que saben apreciar sin vacilaciones. Humanizan lo natural y, así transformado, lo convierten en objeto de uso. No hay otra alternativa para ellos si pretenden satisfacer sus necesidades, cualesquiera que sean. Si solamente existiera uno de ellos, consumiría los bienes que produjera él mismo. En éstos no habría nada oculto para él. Robinson Crusoe en su isla lleva a cabo diversos trabajos: caza, pesca, construye herramientas, fabrica muebles, etc. Todos son más o menos útiles, sea para su supervivencia o sea para su distracción. Las actividades son distintas, pero Robinson es uno. Nada hay de extraño en todo ello. Algunos le cuestan más esfuerzo que otros, dependiendo de su destreza o de la resistencia que le opone la naturaleza, pero no son un obstáculo para que lleve la cuenta del trabajo que emplea en hacer cada cosa, de los bienes de uso producidos, de las funciones asignadas a cada herramienta, etc. La sola existencia de un inventario así muestra a las claras su situación. Su trabajo es privado y su consumo también lo es. La relación entre ambos es, además, directa. ¿Qué enigma podría ocultarse tras ella?

Cierto es que se trata de una situación irremediablemente perdida. Sin embargo, su desaparición no bastaría para que la clave en que se sostenía hubiera variado. Podría existir una sociedad compuesta de Robinsones, en la que cada uno también consumiera lo que produjera, y todo estaría igualmente claro. Las cosas producidas por la actividad de cada uno de ellos serían tan distintas como las actividades mismas, y no podrían introducirse equivalencias entre las primeras ni entre las segundas.

El manto oscuro del enigma empieza a extenderse a partir del instante en que nadie consume lo que produce: los trabajos individuales dejan de estar cerrados sobre sí mismos, de girar alrededor de sus ejecutores, y comienzan a entrar en relación unos con otros. Robinson abandona su isla dispuesto a vivir con sus semejantes. Pero lo que halla es muy distinto de lo que él buscaba.

2. División social del trabajo

Queda dicho ya que un trabajo privado es independiente de cualquier otro. En consecuencia, la suma total de ellos conforma un conjunto de elementos cualitativamente diferentes. De ahí se sigue que cuantas más sean las diferencias, mayor será la complejidad del sistema global. Como cada hombre satisface sus necesidades solamente por las actividades de otros hombres, como nadie consume lo que produce, la libertad que a cada uno proporcionaba su isla, que consistía en trabajar para sí y consumir el fruto de su propio trabajo, cede su lugar a la dependencia generalizada. Todos dependen de todos. Este sistema es la división social del trabajo y el conjunto de actividades que lo integran el trabajo social global. A su vez, esta fragmentación de las actividades conduce inevitablemente al intercambio de los bienes producidos. Luego la organización social del trabajo ocasiona la producción de bienes para el mercado y no al revés.

Pero no son los trabajadores quienes se relacionan entre sí en su trabajo. Tal vez es eso lo que deberían haber encontrado cuando, Robinsones todavía, hubieron de abandonar la isla: exteriorizar en su producto sus habilidades, sus ideas creativas, su fuerza y constancia, su sudor y su cansancio, etc. Tal vez creyeran poder objetivarse en la cosa creada por ellos y ser reconocidos en ella por los demás. Pero sucedió algo bien distinto: el trato con los otros fue sustituido por el trato entre mercancías. Son éstas las que concurren al mercado y allí ignoran las condiciones particulares del trabajo por el que han nacido, cómo se ha ejecutado éste, su valor de uso y, en ese olvido de todo lo que es privado, suplantan a los hombres individuales y sus intereses e inquietudes por lo que es común entre los productos mismos. Estos son los que entran en sociedad, y no los productores. Las relaciones humanas en el trabajo son solamente relaciones sociales entre cosas en el mercado. Son relaciones materiales, cosificadas, fosilizadas, entre personas, y relaciones sociales, humanas, entre cosas. Este es el mundo percibido por los hombres, un mundo del que dependen y al que sirven y obedecen. No es más que el resultado de sus actividades y de la organización de sus actividades en sistema, pero no pueden verlo más que como un ser objetivo, superior y distinto de ellos.

A partir de ese instante no puede menos que percibirse como un hecho rutinario, trivial y evidente el que dos objetos distintos tengan el mismo valor y que, en consecuencia, sean idénticos, pues dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí. Si ni el periódico se come ni el pan se lee, si uno ha sido compuesto por un periodista y el otro producido por un panadero, si los medios empleados en la producción de ambos son netamente distintos, ¿qué es lo que los vuelve iguales, pues se les atribuye el mismo valor, traducible en dinero? Esa igualdad no cuestionada por nadie por presentarse como algo claro encierra sin embargo más oscuridad y misterio que las más abstrusas disquisiciones teológicas. Y es tanto más misteriosa cuanto más clara aparenta ser. Es la habilidad suprema de esta vieja zorra, la mercancía: esconder su oscuridad tras una capa de claridad.

La forma natural de las mercancías no es otra que su valor de uso. La simple presencia del pan o del periódico indica sin lugar a dudas lo que son: objetos útiles para satisfacer las necesidades de comer o de informarse. Por más que se les examine, no aparece en ninguno de ellos un valor añadido que permita identificarlo con el otro. Ni un solo átomo material es en ellos portador de esa magnitud. Por sí mismos no pueden ser vistos más que como objetos diferentes. Son distintas sus utilidades, variados los trabajos que los han producido. Su valor es, en principio, únicamente valor de uso. ¿De dónde les viene entonces lo que los identifica, su valor de cambio? ¿Qué ha permitido que cosas entre sí desiguales dejen de comportarse como desiguales y muestren solamente algo que las hace ser una sola cosa?

3. Valor de cambio

Los productos se equiparan unos a otros en las relaciones que mantienen entre sí, pues son ellos quienes entran en sociedad y no los hombres. En el trato que mantienen se igualan unos con otros, adquieren un aire que antes no tenían, una materialidad de valor socialmente igual. Adviértase: socialmente igual. Quiere decirse que se dan una importancia que no tenían cuando eran productos aislados. Siguen siendo lo que eran, valores de uso, y su nueva condición no cambia la particularidad de su origen, pero al entrar en el mercado se convierten en mercancías y, desde esa nueva identidad, un pan puede valer por un periódico, independientemente de que el nuevo valor traduzca o no su utilidad real. Así se separa el valor de cambio del valor de uso. Y esta separación es definitiva cuando el primero, que no es natural al objeto, sino que le es añadido por una forma social particular de organización económica, es importante ya en su misma producción.

Pero esto no es todo. No es la identidad de las cosas lo que permite su intercambio, sino su falta de identidad. Nadie cambia un pan por un pan ni un periódico por un periódico. No tiene sentido intercambiar las mismas cosas. Si se cambian es porque son desiguales. Pero el cambio demuestra que son iguales. Ahí está el misterio de la mercancía.

El valor de uso, que hacía que las cosas fueran distintas, es una condición indispensable del mercado. En ese valor todo es claridad: o bien sirve para satisfacer necesidades o bien las propiedades que muestra proceden del trabajo empleado para satisfacer dichas necesidades. No hay nada más en él y de ahí no es posible que nazca misterio alguno. Este nace por tanto de su valor de cambio, del hecho de ser una mercancía, porque:

Primero: los trabajos humanos, que son todos desiguales, se manifiestan como iguales en la materialidad del valor que adviene a sus productos en el trato social que éstos mantienen en el mercado,

Segundo: la medida del gasto de fuerza de trabajo en cuando a duración es la magnitud de valor de la mercancía, y

Tercero: la relación entre productores cobra una forma de relación entre productos.

Lo enigmático de la mercancía es que devuelve a los hombres la imagen de los caracteres sociales de su trabajo como caracteres materiales de los productos de su trabajo. Es un espejo que refleja en una figura deformada la relación social entre productores como relación social entre objetos trascendentes a ellos, los cuales se les aparecen como dotados de vida propia. Este es el fetichismo de la mercancía.

Este engaño sufrido por Robinson no se parece a la alucinación de Don Quijote cuando creyó toparse con gigantes. Al menos él tenía molinos frente a sí y había un rayo luminoso que llegaba a su ojo. La alucinación mercantil, en cambio, no tiene nada tras de sí. Se asemeja más bien a la ilusión religiosa, donde las cosas que salen de la cabeza humana se muestran a los hombres como seres dotados de poder sobre ellos. No es sólo un fantasma sin cuerpo, sino que además tiene voz para dar órdenes que sus creadores ejecutan al punto.

Si no fuera así, si todo se redujera a la conversión del objeto producido para el uso en objeto producido para el cambio, el fantasma sería mudo y los hombres no tendrían a nadie a quien obedecer excepto a sí mismos. Pero lo que realmente sucede es bien distinto. A partir de esa conversión, los trabajos privados se ven en la ineludible obligación de presentar sus credenciales como miembros del sistema espontáneo de división social del trabajo. Si no lo hacen no pueden ejercerse. Pero esto es impensable: los hombres tienen que modificar la naturaleza, tienen que trabajar ¿Cómo podrían no ejercer su actividad? Habrán, pues, de aceptar la obligación. Pero se les exige algo más: sólo en tanto en cuanto se vuelvan equivalentes entre sí serán aptos para satisfacer las múltiples necesidades de sus productores. La igualación del pan y el periódico ha conducido inexorablemente a la igualación de los oficios del panadero y el periodista. En general, la aparición del carácter mercantil de los productos del trabajo ha equiparado las actividades de los productores. Si, por un lado, es cierto que los trabajos son realmente desiguales, es también cierto, por el otro, que todos ellos se reducen a mero gasto de fuerza de trabajo humano en general, es decir, a trabajo abstracto, que es falso en cuanto abstracción, pero que se impone a los seres humanos como una fuerza natural.

Dada esta situación, no es difícil adivinar lo que los productores ven y lo que esperan bajo este carácter doble de su trabajo. Quienes cambian productos se interesan ante todo por la proporción en que los cambian. Esa proporción cuaja en una fijeza consuetudinaria tal que parece emerger del propio ser del producto. Pero no emerge de él sino de su actuación como una magnitud de valor que no es fija. Esta magnitud cambia constantemente, según la relación que mantenga con otros productos. Lo mismo sucede con las de éstos. Lejos de poder controlar estos valores, los sujetos acaban siendo controlados por ellos. La sociedad mercantil ha evolucionado de tal manera que nace de la experiencia el conocimiento de que los trabajos privados se reducen a su medida socialmente proporcional, porque en las relaciones de intercambio de productos el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción se impone como una ley natural reguladora. Luego el secreto que ocultan los movimientos perceptibles de los valores de las mercancías es el tiempo de trabajo.

No es así, sin embargo, como los productores lo ven. Así lo hacen, pero no se dan cuenta. Creen en la existencia de los trabajos individuales diferenciados porque creen que se les exige que el producto del trabajo sea útil, y útil para otras personas. Y creen en la existencia del trabajo abstracto porque aceptan previamente el carácter común de cosas materialmente diversas. Luego los hombres no ven en las cosas lo que son: meros caparazones de un trabajo socialmente igual. No. Actúan al revés: equiparan sus trabajos diferentes porque se equiparan en el mercado sus productos heterogéneos. El valor de cambio no lleva escrito en su frente lo que es, dice Marx. Al hombre común le parece algo transparente. Al científico un jeroglífico. Con la forma especial de producción que es la producción de mercancías aparece como un hecho nuevo el que el carácter social de los trabajos independientes sea su igualdad en cuanto trabajo y adquiera la forma de valor. Este descubrimiento científico no impide, por supuesto, que el hecho se siga repitiendo, como el descubrimiento del oxígeno no impide que los hombres lo sigan respirando igual que antes.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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