Hay un hotel antiguo, de paredes vetustas, que aloja un año tras otro a los mismos huéspedes. Entre ellos hay un cierto aire familiar. El hotel dispone de una cafetería amplia y señorial; una de sus paredes es una gran cristalera que da a un jardín bordeado de gruesos y elevados muros, un jardín melancólico en invierno, alegre cuando llegan los lirios de la primavera. A ese lugar me retiro a veces para pasar unas horas leyendo plácidamente. Pero ayer me fue imposible. Había dos damas ocupando una mesa contigua y una le estaba diciendo a la otra lo que expongo a continuación.
Por más que pienso en el feminismo, no encuentro más que resentimiento. Este afecto es un sentimiento de repulsión contra otro, un movimiento de hostilidad propio de alguien que no se soporta y trata de expulsar hacia afuera una furia que le asfixia. No es sentir, sino re-sentir. No es una relación emocional con otro que puede volverse a pensar, sino que se ha transformado en un veneno que se dirige hacia dentro porque no puede asomarse al exterior. Es algo que trata de revivirse una y otra vez. No tiene nada que ver con un recuerdo. No es cosa de la memoria.
Es algo negativo que impide al sujeto volverse hacia sí y amarse. Es repugnancia hacia sí mismo. Denota un aborrecimiento del propio ser que, como bebida ponzoñosa, impregna el interior y alimenta sus propósitos. El resentimiento se alimenta del suelo pútrido de una impotencia que no puede menos de existir: la de expresar sentimientos negativos. De ahí que se vuelva hacia dentro y ocasiones graves trastornos en la percepción de lo que está bien y lo que está mal.
Quien tiene sentimientos positivos hacia sí, porque hay firmeza, seguridad, confianza y fuerza vital en su persona, ama al otro. Quien alberga sentimientos contrarios dirá también que lo ama, como la feminista dice que ama a las mujeres y cuida de ellas. Pero ese amor no brota de la fuerza vital que habita en el interior, sino de su contrario, por lo que no es amor.
Muchos no le llaman amor para no tener que recordar el mandato evangélico (“ama al prójimo como a ti mismo”) y adoptan el nombre “altruismo”, introducido en la jerga filosófica para suplantarlo. Pero insisto en que no hay amor al otro donde falta el amor a sí. Por eso digo que es huida de sí. De ahí la vuelta a otro (hacia las mujeres en el caso del feminismo), que no al prójimo. Como no puede permanecer en sí, sale al exterior. Pero en el exterior no puede destilar otra cosa que lo que encierra en sí: ese sentimiento de repulsa nacido de la planta venenosa de la impotencia que se llama resentimiento.
Aquí acabó el discurso de aquella singular dama. Yo me limito a exponer lo que recuerdo, en la confianza de haber reproducido su argumento principal.
El feminismo es fruto de la lógica ilustrada, de la sed de liberación y revolución ¡Con qué perspicacia y entusiasmo lo intuyó Madame de Stael cuando leyó a Kant!
Aunque vale añadir que Stael, como mujer que era, entendió a Kant de forma harto superficial y según su egoísmo caprichoso.
Kant no habría aceptado el feminismo, en la medida que a su ver el feminismo ya es una sexualización del ser humano como entidad metafísica. Es decir, el feminismo ya es un distinguir, y con ello un someter, al ser humano a una de sus condiciones fenomenológicas; la sexualidad.
En este sentido, en el fondo del feminismo, como movimiento ilustrado, aparece si uno sabe mirar con atención y curiosidad esta absurdidad teórica: se lucha por la mujer como entidad metafísica (emancipada de sus condiciones fenoménicas y por tanto fisiológicas, para lograr que llegue a ser un ser libre y autónomo). Sin embargo, sin sus condiciones fenoménicas la mujer no es nada; porque ser mujer es puro condicionamiento fisiológico, biológico, en fin, fenomenológico.
En fin, locuras modernas disfrazadas de conceptos grises, solemnes y vacíos como el humo de la más pura nada.