Clarín sobre los Episodios Nacionales

Voy a hablar a los lectores del acontecimiento literario más importante de todo el año; de la conclusión de los Episodios Nacionales. Pérez Galdós había escrito sobre la bandera española veinte empresas, que suponían otras tantas novelas prometidas por el autor al público; de ningún modo podía quedar el honor más obligado que prometiendo sobre los colores nacionales. Otro ingenio menos poderoso se hubiera declarado en quiebra antes de llegar al fin; Pérez Galdós, sin dinero en caja, es decir, sin más trabajo hecho que el exigido para el día por los editores, no temía la bancarrota y anunciaba sin miedo novelas, de cuyo plan apenas había formado idea; es más, sobrábale tiempo para escribir obras de otra colección y aun para no saber en qué matar el tiempo mismo.

Cuando yo tuve el gusto y el honor de hablarle por primera vez, llegaban los Episodios a Los cien mil hijos de San Luis; pregúntele por la suerte que en su calidad de providencia literaria reservaba a los personajes que yo conocía y amaba como si fueran amigos de carne y hueso—¿qué piensa usted hacer de Genara? ¿Dónde está ahora? ¿Y Monsalud, qué se hace? ¿Qué es de Pipaón? ¿Y Presentacioncita? ¿Y las de Parreño?. . . Galdós no recordaba dónde estaban muchos de estos señores y señoras, ni sabía dónde los había dejado, ni lo que sería de ellos en lo porvenir.—¡Si la Providencia de arriba hará lo mismo con los mortales! ¡Si después de darnos la vida y enredarnos en sus peripecias se olvidará a lo mejor de nosotros!—Indudablemente, regir la fábrica de la inmensa arquitectura, que dijo Lope, debe ser muy difícil cuando sólo un ingenio tan fecundo y fuerte como el de Pérez Galdós puede conducir el hilo de la existencia de unos poco ciudadanos, necesitando todos los recursos del arte para dar verosimilitud a sus aventuras.

Pero al fin la promesa está cumplida; los veinte Episodios, que llenan siete mil páginas, están publicados; Pérez Galdós ha distribuido, como la Providencia de arriba, bienes y males entre sus criaturas, y ha llevado a término feliz el más difícil y glorioso empeño de cuantos hoy honran las letras españolas.

Pero esto, que es verdad, parece mentira si sólo se atiende al poco ruido que en la anarquía de las letras ha causado tan importante suceso. Lo cual se explica por una multitud de razones: España sigue siendo aquella España, en la que, según Fígaro, escribir para el público es recitar un monólogo en la soledad. Aquí el escribir concienzudo es, en efecto, un maniaco que habla solo. Los españoles leemos los anuncios de los libros en los periódicos y oímos a veces los bombos porque suenan mucho; pero los libros, ¿quién los lee? Nótese ahora que los Episodios constan de 20 tomos. Y, es claro, no hay 20 españoles que hayan leído 20 tomos en su vida.

En Francia se va a levantar una estatua a Flaubert, un novelista; aquí a un novelista se le ofrece una cruz, o mejor una encomienda de Carlos III.

Un literato muy distinguido, erudito (en cuanto aquí se llama erudito al que lee un libro, basta con uno, que no suelen leer los demás), me decía no ha mucho: «Hombre, reconozco el mérito de los Episodios Nacionales; pero… no creo valgan tanto como usted dice.» Yo miré a los ojos a mi erudito fijamente, dispuesto a leer en ellos la respuesta a la pregunta que le hice.—¿Cuántos episodios ha leído usted?—He leído… Trafalgar, y… algo de Zaragoza y un poco del Gran Oriente.—¡Y hablaba de los Episodios y daba su fallo tan tranquilo! Otro literato, más erudito que el anterior, le decía al mismo Galdós:—¿Querrá usted creer que no he leído nada de usted?—Y otro literato, más erudito que los dos citados juntos, catedrático de Filosofía, estiradísimo, capaz de dividir los géneros literarios hasta que no quede casta de ellos, me decía después de publicarse Gloria:— Ese Galdós parece muchacho listo; ¡promete… promete! Yo no he leído nada suyo, pero veo que se habla de él en todas partes…

Ahora figúrese el lector piadoso, si los eruditos dicen esto, cuántos Episodios Nacionales habían leído los no eruditos, entre los cuales entran por muchos millones los que no saben leer.

Cuando se ha pensado un poco en las cualidades que suelen concurrir en las obras literarias que quedan, descúbrense, si la reflexión es imparcial y ajena a preocupaciones impuestas por la escuela, por la moda o por el vulgo (los tres enemigos del buen gusto), descúbrense, digo, como características las que en Pérez Galdós puede notar el lector atento.

Una obra frívola o que responde a intereses accidentales, pasajeros, no puede, por muchos primores que la adornen, ser obra maestra, de las que llevan el sello del genio y sobreviven a su tiempo. Esta verdad , que nos enseñan en la cátedra de retórica y que después suele olvidarse, porque se aprendió sin comprender toda su importancia, vuelve a verse en todo su esplendor cuando la experiencia de la lectura y de la misma vida sustrae el hastío de los libros malsanos que suelen ser la comidilla de la moda, y que a todos en alguna época de nuestra existencia nos seducen.

Esta esencial y primera cualidad de los libros buenos existe en los Episodios Nacionales. Sin el aparato, que hoy sería ridículo, de una introducción de poema épico, Galdós cuenta, ya que no canta, la historia de la patria en los azarosos tiempos en que tocamos al fondo del abismo de nuestra decadencia, y en los que siguieron más venturosos, porque fueron el comienzo de una regeneración gloriosa, lenta, intermitente, pero segura. El proyecto es grande, interesante, digno de los esfuerzos poderosos de un gran ingenio; hay en el asunto valor real y valor estético consiguiente. Pero es necesario que el escritor posea facultades proporcionadas a la gravedad y dignidad del objeto; de otro modo, es necesario que el propósito de tratar semejante asunto haya sido producto de inspiración poética, que la primera visión de tamaña empresa naciera al calor de la simpatía inefable que siente el poeta por la realidad que le sirve de fondo en su obra. Para que esta armonía entre el asunto y el artista exista, es evidente que por necesidad las facultades de éste han de ser proporcionadas al objeto.

Bien puede suceder que, a pesar de esta armonía en la concepción primera y general, resulte desgraciada la obra en el desempeño por accidental error o torpeza; pero siempre será cierto que, sin esa feliz conjunción de que hablaba, la producción de lo bello es imposible.

En los Episodios Nacionales, por fortuna, concurrieron todos los elementos necesarios para que la obra fuese digna del propósito. Las facultades de Galdós eran las más propias para tratar el asunto por inspiración escogido; y, generalmente, en el trabajo ulterior de la producción artística no faltó la habilidad conveniente, merced a la bondad de los medios preferidos. Hay en Pérez Galdós un corazón grande, un noble entusiasmo por las grandes cosas, un supremo amor a la justicia, una fe innominada, mas no por eso poco fuerte; y además, hay una ternura poética y pudorosa para todo lo delicado y débil, que hasta en la burla y en la sátira se transparenta. Estas son cualidades esenciales que en la obra de Galdós se reflejan y le sirven para colocarse a la altura del asunto que trata.

Pero es muy fácil que el lector distraído no eche de ver todo esto, porque Galdós, en su estilo como en su carácter, no es aparatoso ni bullanguero; huye la exageración, no amplifica, satiriza la forma asiática, desdeña la hipérbole, ama el eufemismo, escribe entre líneas y gusta de ser entendido en media palabra; si llora, llora por dentro; si se entusiasma, su entusiasmo es contenido, prudente; si ríe, no da carcajadas; cuando se burla, no desprecia; ama, y contempla y admira las ideas en las cosas que son, no su símbolo, sino su expresión más humilde, asequible y clara para el espíritu vidente; sus mayores enemigos son los tiranos y los charlatanes, porque son los azotes de la justicia y de la prudencia, virtudes cardinales en moral y en literatura.

La prudencia bien entendida, y entendida en todo lo que vale, se puede decir que es la musa de Galdós. Y esto me lleva a tratar un punto que ha tocado la crítica al hablar de los Episodios Nacionales. Se ha dicho que la epopeya de nuestra regeneración nacional no ha inspirado en Galdós el entusiasmo necesario para cantar la gloria de aquellos días; se ha dicho que Galdós ve con suficiente frialdad nuestros hechos de entonces para poder repartir elogios y censuras por igual; y esta justicia se cree extremada, porque la equidad, añaden, exigía un cristal de aumento para las hazañas de aquellos tiempos.

A esto respondo que Galdós no canta; cuenta, como dejo advertido, y cuenta la verdad, que, después de todo, es siempre lo que más conviene. Aparte de que es contrario al estilo del autor y a su carácter, según va también notado, lo que de él se exige: para el efecto de reflejar por manera artística la belleza de nuestra historia nacional, es preferible el procedimiento de Galdós, cuyo entusiasmo latente, pero profundo y activo, le inspiró tanto, que dio a su fantasía la fuerza necesaria para ver la copia fiel de aquellos días tal como fueron en realidad. Y es preferible este procedimiento, porque hoy la única forma que puede reemplazar al antiguo poema épico es la novela histórica, en el sentido lato de la palabra, que es una especie de realismo, como el realismo puede y debe admitirse. Dije antes que la prudencia inspira a Galdós, y la prudencia manda no ver más de lo que hay; no hacerse ilusiones. Si Galdós, en alas de un entusiasmo, digno de respeto, pero que no es como él lo siente, hubiera fantaseado una España homérica en los días de Carlos IV y Fernando VII, hubiera lisonjeado el patriotismo un tanto pueril de algunos, pero no hubiera escrito una novela histórica de tan subido mérito. ¿Novela histórica? Sí, por cierto; en el más estricto rigor de la palabra —Yo no he visto hasta ahora escrito en parte alguna, ni siquiera en la Revista de Ambos Mundos, que a la literatura pueda llevarse la división que en la realidad existe de lo ideal y lo histórico; yo juzgo que no habré visto nada escrito sobre el caso, no porque no se haya tratado tal asunto, sino por lo poco que leo. Lo que a mí (y a cualquiera, por consiguiente) me ocurre acerca del particular, es esto: el realismo o naturalismo, que tanto monta para el caso, peca de orgulloso exclusivismo al atribuirse semejante manera y anatematizar todo otro género de literatura. El realismo verdadero abarca la moderna escuela, que se cree única legítima, y el postergado idealismo, de glorioso abolengo.

Cuando se copia (por modo artístico siempre, esto es claro) la realidad actual o pasada de la vida fenomenal, en la que todos los individuos existen determinadamente en infinita determinación, insustituible ya, la única real en tal caso, se escribe la novela histórica, propiamente dicha, y es necesario, so pena de falsedad, que a los caracteres y acción de la obra se les dé toda esa concreta determinación histórica que en la realidad tienen, y tal como es en la realidad, ni más ni menos, sin que el poetizar consista en rigor, en alterar, en falsificar personajes ni acción, sino en hallar el momento expresivo artístico de esa misma existencia individual histórica infinitamente finita de la realidad vivida que se copia; dispénsenme los lectores esta manera de decir lo que pienso, que puede hacer que algún malicioso me tome por un attaché; pero confieso con cierto rubor que yo no sé expresar de otro modo eso que tenía que decir,—Esta clase de novelas son con toda propiedad y exactitud y precisión históricas; son además realistas (cuando lo son, por supuesto, no siempre ya se lo llaman), pero este último adjetivo, si es propio no es preciso, pues que el realismo abraza mucho más. Así, la novela idealista, propiamente tal, es también realista, sin que haya aquí paradoja sino en la apariencia.

La historia en la novela no necesita coincidir, aunque bien puede, con la historia pragmática, y puede aventurarse que conviene que no coincida para que la época que se pinta aparezca con sus caracteres propios mejor y más conocida. En los acontecimientos políticos que suelen formar la materia de la historia pragmática hay siempre cierto aparato de una personalidad que les quita no poco de la aptitud necesaria para la obra artística del género histórico. Compréndenlo así Walter Scott, Manzoni y actualmente Freitag y Galdós entre nosotros; en sus novelas históricas no nace de las vicisitudes políticas la trama de la acción, sino que imaginan una particular, en la que influyen los acontecimientos de la historia pragmática, pero como un factor entre nosotros, siendo el principal el que resulta de los caracteres individuales que comentan y en los cuales expresan, como por modelo o mejor muestra, la vida real del tiempo que describen, vida que se manifiesta en las relaciones privadas más y mejor que en los grandes hechos políticos que suelen guardar los anales históricos.

Walter Scott, por ejemplo, para hacernos conocer el carácter de la época de Cronwell, imagina una acción que se desenvuelve en el castillo de un noble toda ella, y no es de carácter político sino en su desenlace; Manzoni, para mostrarnos el cuadro de la Italia del siglo XVII, se vale de los amores de Renzo y Lucía, dos aldeanos; Freitag, en su ya célebre serie de novelas históricas, Los Antepasados, sigue la suerte de una raza a través de los siglos, desde el de Juliano hasta el presente; Galdós enlaza hábilmente con los episodios de nuestra historia contemporánea las aventuras Gilblasianas de Araceli y Monsalud. Si en este punto su buen instinto le ha llevado por el camino más propio para su objeto, en todo lo demás no le ha abandonado la misma feliz inspiración.

Eso que llama una señora muy discreta en una notable crítica de los Episodios escepticismo de Galdós, no es tal escepticismo; es la copia fiel de la vida de nuestro siglo en España antes del reinado de Isabel II; parece escéptico Galdós en los Episodios porque la resultante de las fuerzas sociales en los días de que trata parecía tan desconsoladora en sus enseñanzas, que Monsalud, producto psicológico de esa azarosa existencia social, no podía menos de sacar el alma desengañada y sin ánimo de todas aquellas luchas. Porque es de advertir que la realidad histórica exigía de Galdós no hacer de Monsalud un héroe, sino el término medio del espíritu español de aquellos días; un héroe en su lugar no se hubiera desanimado, pero cualquiera español algo talentudo se desanimaba. En cambio., D. Benigno Cordero, D. Patricio Sarmiento, ¡véalos la señora Pardo Bazán, qué valientes se muestran hasta el último trance: para uno el trance de la horca, para otro el trance de las calabazas! D. Patricio estaba loco, y D. Benigno era un pobre hombre. Entre Araceli y Monsalud hay también diferencia, que refleja la de los tiempos. Araceli es testigo de los días gloriosos de nuestra guerra de la Independencia; en La batalla de los Arapiles, sus aventuras terminan logrando el premio glorioso de sus proezas. Pero Monsalud vivió en los tiempos de Riego y de Calomarde, de Martínez de la Rosa y el obispo de León, del conde de España y Fernando VII; vio esfuerzos generosos empleados sin conciencia y sin constancia; vio a la populachería cobarde y necia pasar plaza de liberalismo heroico; vio al despotismo brutal disfrazar el miedo con el terror impuesto; vio a la debilidad usurpar por vanas simpatías el puesto de la energía; vio al fanatismo llamar a la ignorancia religión; vio a la crueldad del salvaje pasar plaza de disciplina; vio al tigre ungido, y de tanta miseria sacó en consecuencia ese escepticismo, que nada tiene que ver con el autor de los Episodios , sino que debió ser y fue fruta del tiempo, que nos da ogaño la cosecha de políticos eclécticos que todos sufrimos y lamentamos.

Si Araceli y Monsalud, protagonistas de las dos series de episodios nacionales, representan tan perfectamente el tipo individualizado para la expresión de sus respectivos tiempos, los personajes que les acompañan, influyendo en su acto y carácter, no son menos dignos de elogio. Pero este artículo, que en las consideraciones generales se ha extendido tanto, no puede ya servir para tratar de este particular, ni de otros muchos que por culpa de mi impericia se quedan en el tintero. Nada digo, pues, de la propiedad y vigoroso colorido con que están pintados tipos, costumbres y hasta trajes, paisajes y espectáculos de la variable actualidad de nuestro siglo en sus comienzos y primer tercio. De todo eso, al tratar de cada uno de los episodios, ha dicho la crítica cuantas alabanzas merecía, o poco menos. Yo mismo tendría que repetirme si me detuviese ahora en tal asunto. Sin embargo, confieso que este artículo queda incompleto, y aunque he dicho algo de lo principal que me proponía, declaro que me falta no poco; y por si no tengo ocasión de decirlo otro día, conste que en resumen es esto: el Sr. Galdós ha escrito, en el género más difícil y más agradable para nuestros días, la novela mejor pensada, más inspirada y de forma más bella de cuantas se han publicado en España en todo el siglo; esta novela se llama: Episodios Nacionales.

(Leopoldo Alas (“Clarín”), Obras completas. Tomo primero. Galdós, Editorial Renacimiento, Madrid, 1912, páginas 307 á 319)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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