Conocimiento, verdad y realidad

Los sentidos son una parte del organismo animal. La planta, que no siente nada de fuera o de dentro, no los necesita. Pero el animal está hecho para el dolor y el placer. Es sensitivo: con sus sentidos goza y sufre, con ellos se orienta para lo primero y para lo segundo. La naturaleza habría cometido una monstruosidad si lo hubiera fijado al suelo, como a la planta. Un ser que puede sentir y orientarse sería un monstruo si no pudiera moverse. Luego la sensibilidad exige que haya músculos, nervios y huesos con los que desplazarse. Cierto es que esta afirmación es muy general, pero para nuestro propósito es suficiente que no sea falsa.

Dejemos sentado, pues, que para sentirse bien el animal tiene que moverse. Que así procura no sentir frío, aplacar el hambre, la sed, el miedo, el deseo sexual, etc. Ahora bien, esto es lo único que hace. Persiste en su ser utilizando sentidos que le dan placer o dolor y le conducen, bien o mal, a donde puede lograr lo primero y evitar lo segundo. Si un animal no sintiera nada, no haría nada por seguir vivo, no se reproduciría y en poco tiempo dejaría de existir.

En el hombre no sucede así. Él tiene que vivir en un mundo poblado de una infinidad de objetos y personas diferentes a los que tiene que habituarse para llevar una vida normal. Esto hace que su cuerpo esté en el centro de un cúmulo incesante de estímulos que vienen de todas partes, estímulos cuyo número crece conforme crece la complejidad de sus formas de vida. Cierto es que los hombres se diferencian entre sí por sus formas de vida; que la vida del salvaje, por ejemplo, tejida como está por el hilo del parentesco, no ofrece las expectativas y ansiedades de la gran cantidad de profesiones que rodean al civilizado; que la vida de uno está casi determinada desde que nace y que nadie sabe lo que será de la del otro; que el civilizado tiene que dedicar muchos años a una actividad intelectual que el salvaje desconoce, etc. Pero los dos tienen que prepararse para el mañana, lo que quiere decir que no les basta con lo que perciben en el momento, sino que tienen que saber además en qué consiste lo que no perciben y, en el extremo, hacerse una idea del universo entero, aunque solamente pueden captar con sus sentidos una ínfima parte suya.

Todo lo percibido se distribuye espontáneamente en dos grupos. El primero comprende los deseos, los pensamientos, los recuerdos, los dolores y todo lo que cada cual atribuye a su interior. El segundo comprende los objetos, personas y animales del exterior. Más allá de esto no es posible ir. No se puede atravesar la burbuja en que se habita, a la que no pertenece lo que está por venir, lo que ha pasado ya ni los sentimientos, pensamientos, etc., de los demás. Irremediablemente confinado a los seres del interior y al aquí y ahora del exterior, al punto de referencia del cuerpo, todas las demás cosas residen únicamente en la memoria, desdibujadas a veces en la niebla de la fantasía como espectros sin materia.

Luego los sentidos de mi cuerpo convierten a éste en el punto de referencia de todo cuanto existe para mí. Ellos me colocan en el centro exacto del horizonte de todas las experiencias, en el único punto en que todo cobra sentido para mí. Por su causa soy un punto de referencia de todo cuanto existe, un punto de referencia único, privado, irrepetible y particular. Si hubiera un foco universal que pudiera traspasar la burbuja, si alguien pudiera habitar el tiempo pasado y el futuro a la vez que el presente y si no estuviera encerrado en un punto único del espacio, habría que darle el nombre de Dios. Un ser así carecería necesariamente de cuerpo, estaría en todos los lugares a la vez y tendría presentes simultáneamente el ayer, el hoy y el mañana. Las intuiciones de la religión, los tratados de la filosofía y las leyes y principios generales de la ciencia han tratado siempre de alcanzar ese foco universal, de rebasar el conocimiento inmediato y particular propio del animal sensitivo. Ese empeño común hace de las tres actividades una empresa esencialmente idéntica.

Pudiéndose producir sólo en la cercanía del cuerpo con otros cuerpos, cada experiencia sensorial se tiene que referir únicamente a un momento y lugar concretos. Está irremediablemente limitada, en consecuencia, a lo que ocurra en ese momento y en ese lugar, por lo que resulta problemático extenderla a otros diferentes.

El ojo.

Se dirá que una experiencia sensorial se refiere siempre a algo concreto porque nace en contacto con algo concreto, pero que el conocimiento extraído de ahí se extiende a otras cosas por generalización. Veremos si esto es cierto recordando cómo se comporta uno de nuestros de nuestros sentidos.

El ojo humano es probablemente el mejor receptor de luz que ha producido la evolución, aun contando con que el de algunos insectos detecta mucho mejor el movimiento y el de algunas aves es capaz de enfocar a la vez cinco puntos distintos sin tener que girar la cabeza.

Su acción se ejerce sobre el campo de visión, que está poblado por vibraciones electromagnéticas resultantes de procesos atómicos y moleculares naturales o de procesos técnicos artificiales. Todos producen corrientes alternas diferentes por su frecuencia, que es el número de oscilaciones de cualquiera de ellas en un tiempo dado. La unidad de medida de esta forma de energía es el hertzio, que corresponde a una vibración por segundo. El ojo humano solamente registra las que corresponden a la luz visible, que es interpretada por el cerebro como el conjunto de los colores que se extiende del rojo al violeta. Las demás vibraciones, que son la inmensa mayoría, quedan en la más absoluta oscuridad. Las frecuencias de red, ondas largas, cortas, medias y ultracortas, las microondas, los rayos infrarrojos, ultravioletas, rayos X, gamma, etc., es decir, toda radiación cuya frecuencia no esté comprendida aproximadamente entre los 10–4 y 10–8 es inexistente para el ojo, pues no puede estimularlo.

Esta selección es sólo el comienzo. La corriente de luz visible todavía tiene que atravesar la córnea transparente, pasar después por la pupila o diafragma del ojo, que puede abrirse o cerrarse mecánicamente por la acción de la propia luz, atravesar a continuación el cristalino, una estructura elástica capaz de abombarse o aplanarse, y desembocar finalmente en la retina, donde hay unos ciento cincuenta millones de células específicas para reaccionar a los estímulos luminosos. Sobre esta pantalla se proyecta la imagen del objeto exterior, pero no antes de que broten de ella algunas corrientes nerviosas reflejas que llegan a los músculos ciliares con el fin de que éstos contraigan o extiendan el cristalino hasta enfocar bien la imagen. El cristalino está aplanado cuando el objeto se halla lejos y se curva progresivamente a medida que éste se acerca. El resultado es, como todo el mundo sabe, la proyección de la imagen invertida sobre la retina. Que los objetos sean vistos correctamente se debe a la habilidad posterior del cerebro, que vuelve a invertir la figura.

Pero todavía no hay visión. Ese juego de acciones y reacciones físicas y fisiológicas aún continúa con otro de acciones y reacciones nerviosas que empieza básicamente por los conos y los bastones, células que se estimulan por la luz visible y reproducen los objetos externos a modo de dibujos en la retina por medio de un complejo de puntos, como los píxels en la pantalla de un ordenador. Cada uno de ellos corresponde a un cono o a un bastón, que logran este resultado por procedimientos químicos. Hasta aquí ha transcurrido un tiempo muy corto, que se mide en milésimas de segundo. Sin embargo, en ninguna de esas fracciones de segundo se ha producido todavía la visión.

La capa de bastones y conos y otras capas y neuronas de la retina se reúnen en el punto ciego y forman el nervio óptico, que se dirige a cada uno de los dos lóbulos ópticos, situados en los hemisferios cerebrales, donde las fibras nerviosas se conectan sinápticamente con las neuronas de esos centros y donde, después de una nueva serie de acciones y reacciones poco conocidas, se produce por fin la visión. Insistimos: se produce la visión. El cerebro es quien la produce. Éste no se comporta como un espejo que refleja el exterior, sino como un carpintero que construye un mueble. Después de una delicada y compleja sucesión de estímulos físicos y químicos y de respuestas nerviosas, que suceden en la más absoluta inconsciencia, alguien tiene conciencia de estar viendo algo. Esa conciencia le ha sido construida y servida por su cerebro

Conciencia e inconsciencia.

Obsérvese que la mayor parte de lo sucedido es inconsciente para el que siente. Conviene, pues, repasar lo dicho y distinguir dos fases en la gestación de la experiencia sensorial:

a)               Lo inconsciente.

Algún estímulo físico, tal como una onda luminosa, una alteración aérea en la atmósfera circundante, la presión de algún objeto sobre la piel, etc., provoca una reacción en un sentido y éste da comienzo al proceso nervioso subsiguiente. El sentido actúa entonces como receptor. Pero puede no ser apropiado para el estímulo. En este caso el proceso nervioso no se inicia. El ojo es sordo para los sonidos, el oído ciego para los colores y así sucesivamente. Hay además ondas electromagnéticas, como los rayos ultravioleta o los rayos X, que no estimulan las neuronas de la retina, vibraciones aéreas en número superior a 20.000 por segundo a las que no reacciona el oído, etc. Luego no son estímulos, pero no por sí mismas, sino porque no hay órganos apropiados para ellas. Sólo es estímulo lo que estimula. No depende de las formas de energía que puedan estimular al organismo, sino de éste. Serán estímulos si tiene el receptor apropiado y no lo serán en caso contrario.

b)              Lo consciente.

La sensación propiamente dicha, o conciencia de ver, oír, sentir frío, calor, etc., solamente aparece al final. Entre el objeto y la conciencia del objeto se interpone un mecanismo sutil y complicado que nos pasa totalmente desapercibido, pero gracias a él se transforma el mundo en cosas conocidas. El color, el frío, el sonido, el sabor, el calor, la figura, etc., son el resultado de la actividad el cerebro, esa masa gelatinosa protegida por las paredes del cráneo, cuyo peso oscila entre 1.300 y 1.500 gramos y está compuesta de unos 30.000 millones de células nerviosas. El cerebro es, según Hipócrates, el origen de la risa, el llanto, el abatimiento, la melancolía, el placer, el medio con que se adquiere el juicio, el saber, la vista, el oído, las nociones de bien y mal, los sabores dulce y amargo, la locura, el delirio, el terror, el desasosiego, la torpeza, la alegría, etc. En una palabra: el cerebro es el órgano de la sensibilidad.

Lo consciente es lo que ahora nos interesa. Lo demás, lo que ocurre en el fondo oscuro de la física y la biología, no es por ahora más que el rodeo que hay que dar para comprender que las experiencias no son propiamente representaciones directas del exterior, sino efectos indirectos suyos. Esta distinción es importantísima, porque nos obliga a comprender que el cuerpo no es un objeto pasivo que se limita a recibir y reconocer lo que la realidad natural le muestra, sino que selecciona, transforma, pone orden y configura las formas de energía de tal manera que el final de su trabajo apenas guarda semejanza alguna con el principio. Cada sentido está especializado en una sola clase de energía: el ojo en la radiación del espectro solar, el oído en las ondas atmosféricas, etc. Ninguno de ellos tiene en cuenta todos los elementos de la provincia que le ha sido asignada. Y, con las aportaciones tan diferentes que hacen, todos contribuyen a que nazca la conciencia de los objetos. Una manzana es color, tamaño y figura para el ojo, olor para el olfato, sabor para el paladar, peso, lisura, frescor, etc., para el tacto, pero nada de eso existiría si no hubiera alguien que lo sintiera y sintiera cada sensación.

La sensación es conciencia. ¿Que se quiere decir con que la manzana es verde? Que nos produce esa visión de color. ¿Y dulce? Que nos produce ese sabor. El color y el sabor son actos conscientes cuya causa se sitúa lejos, en sucesos físicos y biológicos que no guardan relación directa con ellos. En los sucesos se halla la causa, en el sujeto la conciencia. Pueden aquellos presentarse como contactos, radiaciones, ondas, etc., que todo será en vano si el sujeto no siente nada. Para él no hay color, sabor, olor, etc. No hay una sola de las cualidades que usualmente atribuimos a los objetos. Si falta la conciencia no hay sonido. Luego no hay música. Ni hay color. Luego no hay paisaje. Ni olor. Luego tampoco hay aroma. La conciencia es sonido y música, color y paisaje, olor y aroma.

A partir de ahora se abandonará el campo de la física, la química y la biología, el campo de lo inconsciente, con el fin de saber cómo se utilizan y combinan entre sí las sensaciones para adquirir conocimiento de las cosas.

Subjetividad.

En un cuento de Borges, titulado Funes el memorioso, el protagonista se cayó de un caballo. Como consecuencia de ello sufrió un cambio tal en sus sentidos y su memoria que, lo mismo que cualquiera de nosotros puede distinguir de un solo golpe de vista tres copas sobre una mesa, él distinguía cada una de las hojas de una parra, cada uno de sus racimos y cada una de sus uvas. Podía además recordar con precisión cada una de las veces que la había visto, cada una de las sensaciones musculares y térmicas que había sentido y todas las asociaciones libres de la fantasía que las habían acompañado.

Comprendiendo que su sensibilidad y su memoria se habían vuelto prodigiosas, se propuso algunas tareas imposibles para cualquier mortal. Una fue poner un nombre propio a cada uno de los números, empezando por el uno. Llegó a varias decenas de mil. Se detuvo porque comprendió que el sistema era inservible. En contra de Locke, que había concebido un idioma en que cada animal, piedra, nube o esquina dispusiera de un nombre propio, pero lo calificó de demasiado particular, Funes pensó que sería demasiado general.

Si a lo largo de un minuto, decía, he visto diez veces a un gato, desde ángulos diferentes, en posiciones diferentes y con diferente grado de atención, si he distinguido además diferencias en los gruñidos que emitía en cada ocasión y si los afectos e imágenes de mi interior nunca han sido iguales, ¿por qué razón he de dar un solo nombre a una multitud tan grande de cosas? ¿Cómo puedo estar seguro de que el gato de las tres y catorce es el mismo de las tres y cuarto? ¿Acaso puede decirse que se trata de un solo ser?

Tan prodigiosa era su percepción visual que no veía la lluvia, sino cada una de las gotas y cada uno de los destellos de luz de las gotas, no sentía el frío, sino la respuesta de cada punto de su piel a la baja temperatura externa, no veía el árbol, sino los cambiantes matices de color de cada hoja. En resumen: no sabía lo que es un objeto, porque no sabía pensar y para pensar es preciso pasar por alto muchas cosas. Condenado a ser consciente de todas las sensaciones y a no poderlas incluir en racimos, en percepciones, no podía integrarlas en unidades mayores, en objetos.

En lugar de ver objetos, veía las impresiones que acompañan a los objetos. Veía matices de color y destellos de luz, pero no era consciente de que hubiera tras ellos un ser sobre el que reposan. Veía tan intensa y minuciosamente que no podía acompañar su visión de la idea de objeto. No otra cosa es lo que comúnmente llamamos “árbol”, “gato”, “lluvia”, etc.

El conocimiento de Funes no era conocimiento, porque para conocer tiene que haber unidad y estabilidad en lo conocido. Los objetos no pueden consistir en la infinidad caótica de su sensibilidad porque entonces el mundo sería un caos, un “montón de basura apilada al azar”, como dijo Heráclito. Los datos sensoriales individuales no son datos conscientes. Si admitimos que existen es porque los deducimos a partir de los compuestos superiores percibidos por nosotros, no porque tengamos experiencia directa de ellos. Nunca percibimos una sensación aislada. No puede verse el color de la manzana sin ver simultáneamente su forma, etc.

Nadie es consciente de los rayos luminosos, de su frecuencia o su longitud de onda, sino del color. Nadie es consciente de las alteraciones atmosféricas, sino del sonido, y así en todo lo demás. Nadie ve ni oye esas cosas. Nadie las siente. Cada individuo recibe sensaciones que cree que son propiedades reales de los objetos, sin percatarse de que son experiencias subjetivas que él toma por objetivas. Tampoco suele percatarse nadie de que el objeto mismo al que atribuye esas propiedades no es un dato más de los sentidos. No es un olor, un color o un sonido. Ni siquiera es la suma de todos ellos, sino otra cosa diferente de la que no tiene experiencia sensible directa.

Si el hombre dispusiera solamente de la experiencia sensible no podría rebasar nunca la frontera de lo subjetivo. Lo que cada uno vive y siente pertenece a su fuero interno, al reino incomunicable y cerrado habitado solamente por él. Las cosas de ese reino no tienen extensión, medida ni peso. Solamente tienen duración. Un dolor o un recuerdo no pueden medirse en metros o en kilos. Tampoco una visión. Puede medirse el objeto mismo, pero no la visión del objeto. Lo subjetivo se produce por la acción de la materia extensa, pero no es extenso ni, en consecuencia, es material, o no lo es en el sentido habitual del término. Si lo fuera, como un libro o un barco, podría cambiar de posición en el espacio y sería potencialmente comunicable.

Objetividad.

La sensación no es más que lo que alguien siente. Pero sabemos que lo objetivo tiene realidad propia. Sabemos también que tiene permanencia, lo que de ninguna manera puede suceder a las sensaciones. Que la rosa, por ejemplo, es la misma rosa desde que brota del rosal hasta que se marchita.

No creemos que las sensaciones tengan la misma permanencia. Unas, las interiores, como las imágenes de la fantasía o los recuerdos de la memoria, pertenecen enteramente a su dueño. Otras, las exteriores, como las visiones y las audiciones, no dependen de él, pese a que en cuanto experiencias sentidas por él no se diferencian de las anteriores. Él las atribuye al exterior y las vive como objetos reales, no como experiencias cambiantes. Las interpreta como propiedades de los objetos reales. Él cree que la rosa, que es la misma ayer y hoy, es el objeto, y que sus cambios de color y olor son variaciones que tienen que ver con ella, pero no son ella.

Ninguna persona creerá que la rosa es cada una de las sensaciones sentidas por ella cuando la tiene delante. Pero tampoco debe creer que es el conjunto de todas ellas, pues en ese caso la rosa no tendría la permanencia que le atribuye espontáneamente. La razón de esto es que los datos sensoriales experimentados por un hombre cualquiera son una corriente que fluye, pero los objetos del mundo son un conjunto ordenado de seres relativamente estables. Es verdad, como decía Funes, que el gato de las tres y catorce no es el mismo de las tres y cuarto, pero sólo si el gato consiste en las sensaciones que él sentía. Pero el gato era siempre el mismo. Luego su realidad no era la de los datos sensoriales.

He aquí por fin nuestro problema: ¿por qué estamos seguros de que un objeto es un ser real si no es por la experiencia directa que tenemos ante él?

Formúlese la pregunta de otro modo para que sea posible atinar mejor con su respuesta: ¿qué es el objeto en el interior de la conciencia? No una sensación, desde luego, ni un conjunto de ellas. Es un concepto. Siempre que se tienen sensaciones se atribuyen a otra cosa diferente. En sí mismas son cualidades abstraídas del acto de experiencia, seres que no pueden existir por sí solos, como un color o un sabor. El objeto es la cosa en que residen las cualidades, pero no consiste en sus cualidades. Es el soporte de las sensaciones pero no consiste en ellas. De la misma manera que no hay propiedades sin objeto no hay tampoco sensaciones sin concepto.

Ahora resulta fácil distinguir las sensaciones internas de las externas. Un niño que se despierta a media noche busca bajo su cama la pelota con que estaba jugando en su sueño. No sabe todavía sujetar en su interior los seres de su fantasía, despojándolos del concepto de objeto. Un adulto sensato no caerá en el mismo error, pues habrá aprendido ya a interponer una barrera que separe unas experiencias de otras. La locura consiste justamente en no disponer de esa barrera, en no distribuir la objetividad como es debido. Por esto decimos que Don Quijote estaba loco, por no saber distinguir los molinos de los gigantes. Clasificamos como externas las sensaciones que hemos aprendido a incluir bajo un concepto y como internas todas las demás.

Hemos de seguir pensando sobre este nuevo ser mental, el concepto, no sin antes tomar nota de que el resultado de la selección y estructuración de las sensaciones en una unidad mental superior recibe el nombre de percepción. Esta, la percepción, que incluye en su seno el concepto, es el primer peldaño de la experiencia consciente, del conocimiento.

Resumen de lo anterior.

Quede sentado, en consecuencia, que la percepción es el elemento básico de la interiorización del mundo. Con ella se nos meten las cosas en la cabeza. Y esto ocurre merced a la colaboración necesaria del cuerpo. Cada vez que alguien percibe algo se dan tres factores:

  1. La energía que impresiona y estimula los neurorreceptores sensoriales.
  2. La transmisión de una corriente nerviosa a través de un canal aferente que desemboca en un centro cerebral.
  3. La recepción y tratamiento de dicha corriente nerviosa por el correspondiente centro cerebral.

La actividad de estas tres causas permanece en la más absoluta inconsciencia. Sólo cuando ha terminado su acción se tiene conciencia de algo interior o exterior. Comprendemos ahora con exactitud dónde reside la diferencia entre lo que toca estudiar a las ciencias y lo que toca a la filosofía. El movimiento de los brazos y piernas, la activación de los nervios, el latir del corazón, el funcionamiento de las válvulas, la circulación de los fluidos del organismo y todos los procesos del mismo estilo son materia de estudio para la ciencia natural. Pero sentir, imaginar, desear, discurrir, preferir, juzgar y, en resumen, querer y pensar – la ética se ocupa de lo primero, la lógica de lo segundo- son objeto de la filosofía. A la primera corresponde lo inconsciente, a la segunda lo consciente.

Aparición del objeto en el juicio.

La percepción consciente, el primer peldaño del pensar, se puede descomponer en tres partes:

  1. La percepción del objeto.
  2. El objeto percibido.
  3. La relación entre ambos.

Mi tren se ha detenido en una pequeña estación. Estoy sentado junto a la ventana. Miro por ella y compruebo que hay otro tren parado junto al mío. Se pone en marcha. Siento fastidio, pues habría preferido que hubiera partido el mío. De pronto dudo de lo que he visto. Miro de nuevo. Veo que es mi tren el que parte y no el otro.

En este hecho están presentes las tres partes:

  1. La percepción del objeto: mi primera visión del tren contiguo en movimiento.
  2. El objeto percibido: el propio tren, que está parado.
  3. La relación entre ambos: un juicio equivocado, el creer que estaba en marcha.

No puedo dudar de que lo vi moverse, pero sí de que esa visión se correspondiera con la realidad. De otra manera no habría podido corregir mi error. Luego no es la experiencia sensible directa la que me da el conocimiento, sino el juicio sobre su acierto o error, juicio que siempre la acompaña. Si sólo pudiera ver, oír, etc., si sólo existiera el sentir, entonces éste permanecería en la más completa subjetividad. Es el juicio el que convierte en objetivas las cosas del sentir. En otras palabras: el juicio objetiva la sensibilidad, la hace real, incluso cuando comete errores. Y nunca está ausente, ni siquiera en los sueños y las fantasías libres de la imaginación. Nunca duerme. ¿O no he tomado mil veces por cosas reales las imágenes del sueño? ¿No he soñado también algunas veces que era falso lo que estaba soñando?

El juicio siempre vigila para decir sí o no a la realidad de lo sentido. Puedo ver con nitidez superior a la real las imágenes en la pantalla del cine, oír los sonidos de los altavoces, etc., pero no dejaré de pensar ni un instante que son falsas. Puedo imaginar con claridad las andanzas de D. Quijote, entristecerme con sus aventuras, sonreír con sus locuras, pero no creeré una sola vez que son reales, porque dentro de mí hay un juez que nunca deja de juzgar sobre lo real y lo irreal de la experiencia sensible.

Ahora bien, un color, un olor, una sensación de dureza o frío. No es una experiencia sensible. Es un ser mental. Gracias a él es posible ir más allá del cuerpo, del aquí y ahora, para asistir a una representación de algo que el sujeto no halla en la experiencia: la realidad del objeto.

Al decir que la flor es roja se da por supuesto que la flor es una cosa diferente de lo rojo, que hay dos seres, a pesar de que en la realidad hay uno solo, una rosa-roja. ¿Por qué se supone que hay dos? Por causa del propio juicio, que une “rosa” y “roja”. Como solamente se une lo que es distinto, se acepta que “rosa” y “roja” son dos cosas, pese a que se han percibido como una sola. La mera formulación del juicio nos convence de que la rosa es un ser al que se adhiere un color, algo que es inimaginable, pues toda rosa tiene que tener algún color.

Aparición del sujeto en el juicio.

Lo mismo sucede con el propio sujeto, con el yo. Decir “yo quiero”, “yo pienso”, “yo siento”, etc., es también dar por supuesto que una cosa es “yo” y otra “querer”, “pensar” o “sentir”, pero en la realidad hay también un solo proceso: “yo-quiero”, “yo-pienso”, “yo-siento”, etc. También aquí parece que se une lo que es distinto, de tal manera que damos por sentado inadvertidamente que el yo es algo aparte del querer, del pensar o del sentir y que se le adhiere alguna de esas acciones, lo que es también inimaginable.

No aceptamos que el sujeto es un dolor o un recuerdo, como tampoco aceptamos que el objeto es un color o un sabor. No sentimos el sujeto, sino el dolor o el recuerdo, que son cambiantes. El sujeto es un punto de referencia del sentir, un yo que siente, pero que no se siente. Como mucho, se pre-siente. Si alguien se sintiera a sí mismo, entonces tendría que admitir que es un olor, un sabor, un recuerdo, un dolor, etc., pues éstas son las únicas cosas que se siente. Pero nadie admitirá esto, pues esas cosas son transitorias, pero el yo no lo es. Incluso Funes, ante cuyos ojos se desmenuzaban los objetos en sensaciones huidizas, no dudó de la permanencia de sí mismo. Todo ser sensible, aunque sus sentidos sean tan oscuros como los de la garrapata, es un punto de referencia, una conciencia, pues no puede haber sensación que no se sienta.

La unidad que se atribuye al sujeto se atribuye también al objeto percibido. Cuando nada se percibe no hay unidad alguna, ni dentro ni fuera. Cada cual sabe que sus experiencias se suceden, pero que siempre le suceden a él. Su memoria del pasado, su imaginación del futuro y su percepción del presente le convencen de la continuidad e identidad de su persona. De otro modo no habría orden en su mundo interno. El hecho de hacer un plan que luego se frustra, por ejemplo, no se podría entender sin ese puente tendido entre el ayer y el mañana, entre el plan y su fracaso. Por ese puente cruzan el pensar y el querer. Ese puente es el yo. Él es quien sabe del proyecto y del fracaso.

El mismo proceso que da lugar a que las sensaciones externas se reúnan alrededor de otra sustancia, el objeto externo, da lugar a que las internas se reúnan en torno a otra, el sujeto. Todo ello es obra del juicio. Su estructura provoca la formación del concepto de objeto y del concepto de sujeto.

Resumiendo: un simple acto de percepción hace que entren en escena las sensaciones, el concepto de objeto alrededor del cual se reúnen, la referencia a un sujeto que las siente y el juicio que objetiva lo sentido. De las sensaciones ya se ha hablado demasiado, pues no son materia propia de la filosofía. La cuestión sobre la realidad del objeto y del sujeto no debe estudiarse ahora, porque es materia propia de la ontología, pero la lección actual pertenece a la gnoseología. Luego se seguirá estudiando el concepto y el juicio.

Las ideas.

Para entender lo que es una idea hay que pensar en el siguiente ejemplo:

Observo a un niño que corretea. Se para, se vuelve, se agacha, sigue adelante, vuelve a detenerse para observar un ave que pasa, llama a su madre, tropieza, se cae, se levanta, vueleve a correr, mira hacia el lado, etc. No hay aquí regularidad alguna. ¿Qué falta? Que el niño no abandone una dirección recta, que no se detenga, que no caiga, que no gire, etc. Pero esto no lo hará nunca un niño. Pensando en la regularidad, mi mente prescinde de él. Ahora ya no siento el agrado que me producía. He empezado a pensar en un objeto cualquiera. No en un objeto determinado, sino en uno cualquiera. Luego prescindo también de todo objeto concreto. Como tampoco es preciso que sea grande o pequeño, prescindo asimismo de toda extensión. Lo único que me interesa es que ocupe una posición. Pero esto es un punto, un objeto inextenso del que he eliminado mentalmente toda cualidad sensorial.

Así se obtienen las ideas, por abstracción o eliminación de cualidades. En este caso ha quedado en pie solamente una relación, la posición del objeto con respecto a otros objetos. Luego se ha prescindido de toda cualidad concreta para quedarse solamente con una relación entre cualidades.

Las ideas se forman a partir de la experiencia sensible. La de triángulo, por ejemplo, comprende líneas y ángulos cerrando un espacio. La línea, que es parte imprescindible del triángulo, es una sucesión de puntos ordenados en una sola dirección. El punto es, pues, su generador. Es su movimiento, detectado por los ojos o por el tacto, el que ha generado la línea. Sin visión ni tacto no parece posible, por tanto, pensar en una línea. El ángulo, que es un disposición de dos líneas en un plano, tampoco podría ser conocido si en el origen no hubiera una representación sensible. Ni la superficie, que es el desarrollo de una línea, puede pensarse sin ángulos, ni los ángulos sin líneas, ni las líneas sin puntos, ni los puntos sin sensaciones. Todo se origina, más cerca o más lejos, en las sensaciones. (V. capítulo VI, libro IV, tomo II, de la Filosofía fundamental (Ediciones Hispánicas, Valladolid, sin fecha)

Pero las ideas no son sensaciones. ¿Qué son entonces? Al definir el triángulo como una superficie cerrada por tres líneas, se comprueba que tienen que entrar cuatro ideas, todas las cuales proceden de sensaciones: superficie, cerramiento, tres y línea. Si falta una sola de ellas, se esfuma el triángulo. Prescíndase de la de superficie; entonces, no habiendo figura de ninguna clase, tampoco la habrá de triángulo. O de la de cerramiento; pero una figura no cerrada no es un polígono y, no siendo un polígono, no es tampoco un triángulo. O de la de número tres; pero entonces las líneas serán menos de tres, en cuyo caso no habrá figura cerrada, o más de tres, y se tratará de otro polígono, mas no de un triángulo. Por último, no es preciso decir que tampoco es posible prescindir de la idea de línea.

El triángulo es una combinación de varias ideas referidas a sensaciones particulares, pero desembarazadas de ellas por la abstracción. Se prescinde de que las líneas sean cortas o largas, aunque nunca se presentará una línea que no sea una u otra cosa; de que los ángulos sean agudos, rectos u obtusos, aunque nunca habrá uno que no sea de alguna de estas clases, y así en todo lo demás. Las experiencias sensibles son por fuerza concretas y determinadas, pero en las ideas se muestran abstractas e indeterminadas, lo cual no borra su origen, antes al contrario lo supone, sólo que se ha ejercido sobre él la abstracción. Si faltara la referencia a la sensibilidad no podría formarse la idea, pues ésta es una combinación de rasgos abstraídos de la experiencia sensible y está claro que no puede haber combinación donde no hay nada que combinar.

Una idea no es, en consecuencia una cosa, ni siquiera una cosa del entendimiento. Puede, sí, referirse a una cosa real, lo que es una convicción profunda que tiene todo el mundo. Si Funes no sabía lo que es un gato era porque, su mente aturdida era incapaz de prescindir de algunas sensaciones para formar una relación estable entre las restantes. Esa relación estable habría sido la idea de gato en la mente de Funes.

Una idea es una percepción de la relación existente entre elementos procedentes de la sensación. Cada vez que un hombre tiene sensaciones tiene también ideas, pues nunca dejará de percibir las relaciones que hay entre los elementos de las sensaciones. Pero la conciencia puede prescindir progresivamente de los rasgos concretos de la sensibilidad para formar ideas cada vez más alejadas de ella. La de triángulo admite representación sensible, sea en el exterior, en una pizarra por ejemplo, sea en el interior, en la imaginación. Pero la de un polígono de un millón de lados, que es tan simple como la anterior, no puede sentirse ni imaginarse. Que es tan simple como ella es evidente, pues consiste en una relación entre los mismos o parecidos elementos: líneas, superficie, ángulos y número. La variación reside solamente en que el tres ha sido reemplazado por el millón. No es posible distinguir ni imaginar un millón de lados en un polígono, pero, aparte de esto, resulta tan fácil saber lo que es el tres como saber lo que es el millón.

Se podría dar un paso más y prescindir de que el número de lados sea un número determinado. Entonces se obtendría una idea de algo que no es un triángulo, un cuadrado ni ninguna otra figura concreta de la geometría, sino la idea de polígono en general, de la que tampoco es posible tener una figuración externa o interna. Según sean más o menos determinados y concretos los elementos de la sensación, más determinadas y concretas serán las ideas que se formen a su costa, y viceversa.

Ahora hay que saber con mayor precisión qué es abstraer y generalizar, pues en las líneas anteriores hemos estado haciendo un uso constante de estos términos.

Abstraer y conocer

Un juicio es la descomposición de un objeto en otros, pues consta de dos términos, que los gramáticos llaman sujeto y predicado. La simple introducción de la cópula entre ambos, que da lugar a una proposición verbal, u oración, denota una escisión del objeto, pues sólo se puede unir lo que es distinto. Decir

“la rosa es roja”

es suponer que una cosa es la rosa y otra lo rojo. Esta división en partes que se introduce mentalmente en el interior de un objeto percibido recibe, como sabemos, el nombre de abstracción.

Con esto solamente se consigue descomponer lo ya conocido. Luego abstraer no es conocer, sino separar las cualidades del objeto para atender sólo al objeto o sólo a las cualidades. Por medio de la abstracción se puede pensar sólo en la rosa, sin pensar que es roja, o sólo en el rojo, sin pensar en la rosa. Este procedimiento es sumamente útil porque no siempre resulta fácil atender simultáneamente a muchos aspectos de un solo asunto y porque gracias a él se facilita la composición de una totalidad concreta cualquiera examinando separadamente sus partes, aunque éstas no existan ni se perciban al margen de aquélla.

La ciencia se construye con conceptos abstractos. Por esto se admite con razón que no hay ciencia de las totalidades perceptivas concretas, es decir, de los objetos singulares, sino de las abstracciones y las generalidades.

Pero no debe entenderse que la atención recae por separado sobre las partes de una rosa, como el color, el olor, etc., o de un cuerpo, como su aparato digestivo, respiratorio, etc., con el fin de acoplar luego los resultados entre sí para conseguir un conocimiento más completo de esa rosa o de ese cuerpo. No recae sobre lo que procede de los sentidos, sino sobre el concepto que se halla presente en cada percepción. No sobre una rosa, sino sobre la rosa, no sobre un cuerpo, sino sobre el cuerpo. Lo que la abstracción separa del objeto no son partes, pues una idea no las tiene, sino aspectos o caracteres.

A veces se confunde la abstracción con el análisis, porque en los dos está presente la noción de división. Analizar es dividir realmente algo en partes que pueden luego existir por separado, como al separar el oxígeno y el hidrógeno del agua. Pero abstraer es dividir mentalmente algo en caracteres que no pueden existir por separado, como al pensar en la potabilidad del agua o en el color de la rosa. Cada objeto que se presenta en una percepción comprende una cantidad indefinida de aspectos que pueden ser tenidos en cuenta por conocedores diferentes. El aborto, por ejemplo, se puede examinar desde una perspectiva jurídica, médica, moral, poblacional, social, etc. Puede decirse que a ningún saber interesa el aborto en sí mismo, sino alguno de sus aspectos, lo cual significa que no es posible conocer más que abstracciones.

Pero no toda abstracción es útil para adquirir conocimientos. Ante un objeto cualquiera existen muchas posibilidades diferentes, pero solamente algunas conducen al fin buscado. Es posible considerar el color de un vino sin pensar en su sabor, o su temperatura sin pensar en su composición, pero si se busca conocer su peso específico debe dejarse todo esto de lado y atender sólo a su volumen y su masa. Lo que se pretende saber es lo que sirve para saber qué abstracción hay que elegir. El fin determina con qué medios hay que quedarse y cuáles se deben desechar.

La generalización.

Hay que quedarse, sin duda alguna, con los que pueden ser generalizados. El vocablo “generalizar” viene del latino “generare” y del griego “gennao”, que significan engendrar o parir. Cada vez que se pasa de las cualidades particulares a un concepto se engendra un nuevo ser mental que pierde su relación directa con la experiencia sensible y adquiere autonomía propia. Para adquirir conocimientos no se usa la experiencia sensible directa, sino las abstracciones, que se encuentran disponibles en el lenguaje. Las palabras permiten expresarse sin hablar de nada concreto.

Cuando alguien dice que las tardes de lluvia propician la melancolía no menciona ninguna tarde de su vida, pero tampoco habla de nada. No habla de una tarde de un día particular, que solamente habría vivido él. Tampoco habla de todas y cada una de las tardes de lluvia vividas con melancolía por todos y cada uno de los individuos, porque el conjunto nunca podría darse por cerrado.

De semejante dificultad nos libran la abstracción y la generalización. La primera porque selecciona ciertos caracteres de una percepción y la segunda porque, al prescindir de la percepción misma, o cosa real, a la que pertenecen tales caracteres, genera una entidad intelectual capaz de recoger los caracteres iguales de una multitud inabarcable de cosas distintas. Dicha entidad intelectual, o idea, puede estar dotada de un mínimo o de un máximo de generalidad y, según sea lo primero o lo segundo, se aplicará a un número menor o mayor de individuos y estará compuesta de un número mayor o menor de caracteres. Para saber cuál es la generalidad de una idea debe atenderse a su comprensión y a su extensión:

  1. Comprensión es la cantidad de caracteres que se atribuyen a una idea. La de triángulo, por ejemplo, comprende tres: polígono, tres y lado.
  2. Extensión es la cantidad de individuos a los que se aplica una idea. La de triángulo se dice de todos los seres que poseen las propiedades antedichas.

Una idea individual tiene comprensión máxima y extensión mínima. La de Juan Luis Vives, por ejemplo, además de reunir todas las pertenecientes al concepto “hombre”, reúne las de “filósofo”, “español”, “varón” y “renacentista”. Si se restan progresivamente algunos caracteres se pierde al mismo tiempo lo que la distingue de otras y Vives se irá confundiendo progresivamente con los demás hombres, hasta igualarse a todos ellos. Conforme disminuya la comprensión aumentará la extensión. Ambas guardan, por tanto, una proporción inversa.

Pero el proceso de generalización no se detiene en el concepto de hombre, donde Vives se ha reunido con todos sus congéneres. Todavía se le puede restar algún rasgo y llegar a otros de mayor extensión. El más universal de todos, el ser, es el concepto de mayor extensión y menor comprensión que existe. El de mayor extensión porque no hay nada que no sea un ser, y el de menor comprensión porque sólo posee un rasgo, el de ser.

Esta gradación se expresa con los siguientes términos:

  1. Género: un concepto general que comprende a otro menos general y subordinado. La humanidad es el género a que pertenece Luis Vives.
  2. Especie: uno menos general comprendida en otro que lo es más. “Filósofo”, “español”, “renacentista”, etc., pueden ser tomados como especies del género “humanidad”, según convenga en cada caso.
  3. Individuo: un ser singular que sirve de punto de partida para la generalización. Es lo que se presenta en una percepción. Luis Vives, por ejemplo, es un individuo que en su momento fue percibido por sus amigos y familiares.
  4. Diferencia específica: uno o varios caracteres que, sumados a la comprensión de un género, limitan su extensión y lo convierten en especie. Si al concepto de “humano”, que es el género, se añaden los de “español”, “renacentista” o “filósofo”, se tienen especie distintas. En matemáticas es aún más claro: si al concepto de número se añade el de impar se tiene otra especie incluida en él.

El género y la especie son relativos. Todos los términos de una serie, menos el primero y el último, son géneros o especies, según se les considere en comparación con el inferior o con el superior. El término “vegetal” es un género con respecto a “árbol”, pero es una especie con respecto a “ser orgánico”, etc.

Clasificación de las ideas.

De todo lo cual se sigue que los conceptos pueden clasificarse según la comprensión y según la extensión. Según lo primero un concepto puede ser:

  1. Simple. Consta de un solo carácter o rasgo. Su extensión es, pues, máxima.
  2. Compuesto. Consta de varios rasgos y puede dividirse en varios simples: “hombre”, “león”, etc.
  3. Concreto. Representa a un ser dotado de algún rasgo: “un artista”, “una mujer bella”, etc.
  4. Abstracto. Representa el rasgo mismo, separado de todo objeto: “el arte”, “la belleza”, etc.

Según la extensión puede ser:

  1. Singular. Se refiere a un individuo determinado: “Napoleón”, “Alejandro Magno”, etc.
  2. Particular. Se refiere a un solo ser indeterminado: “un hombre”, “un soldado”, etc.
  3. Universal. Se refiere a un rasgo que puede estar presente en muchos individuos: “animal”, “triángulo”, etc.

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.