Diecisiete nacioncillas

En el instinto popular se ha grabado la comprensión del poder mejor que en muchos tratados de teoría política. Esto es cierto sobre todo cuando el mando es opresivo. Y más en particular cuando la opresión procede de una organización política democrática.

Para muchos, el poder era antes una sola voluntad, la del monarca, que sin embargo no se hallaba sola, sino rodeada y a veces enfrentada a otras voluntades notables. Ahora ya no es una voluntad entre otras, aunque sea la más sobresaliente. Ahora se pretende que es la voluntad por antonomasia, la única existente, la del pueblo soberano.

Pero esta transmutación es pura fantasía, un mito falso, pese a lo cual es muy eficaz. Es imposible que la sociedad esté animada por una sola voluntad. Una sociedad es un conjunto de individuos dotados de intereses e inclinaciones particulares, de voluntades que tienden a lo mismo en unos casos y a lo contrario en otros. Los individuos forman además parte de grupos religiosos, económicos, deportivos, étnicos, etc., que la mayoría de las veces son divergentes. El director de la empresa tiene fines distintos a los del empleado, el cristiano se diferencia del musulmán, el miembro de un club de fútbol es adversario del miembro de otro club, etc. Todos están siempre en lucha. Si conviven unos con otros no es porque deseen lo mismo, lo que ni siquiera sería bueno ni conveniente, sino porque la lucha suele estar sometida a ciertas reglas.

¿Cómo podría darse la voluntad del todo cuando solamente las partes tienen voluntad y éstas difieren entre sí necesariamente? La naturaleza de ese ser mítico, oscurantista, que se presenta con el nombre de voluntad de todos, es lo que el instinto popular acaba por comprender tarde o temprano que es un instrumento de tiranía en manos de los que dicen ser sus representantes, y más aún cuando en lugar del único todo que debería subsistir, un todo cuya misión no fuera la de erigirse en la voluntad de los individuos y los grupos, sino la de imponer las reglas que pongan límites a la lucha entre ellos, se multiplica por diecisiete y cada uno de ellos pretende suplantar las particularidades reales imponiendo una unificación de intereses.

Su pasión es el mando, pero se justifican como servicio. Ellos aproximan la administración a los ciudadanos, dicen. Llevan treinta años diciéndolo. Ahora comprenden muchos por fin la vieja advertencia romana: procul a Iove, procul a fulmine –lejos de Júpiter, lejos del rayo. España no es una colección de nacioncillas que se rigen por sí mismas. Eso ha conducido a una opresión mayor por la extensión de los aparatos burocráticos que han copado casi la totalidad de la sociedad. La unidad política de la nación no existe porque esas nacioncillas hayan decidido unirse y pudieran por ello mismo separarse cuando les viniera bien en uso de una decisión soberana. Ellas no tienen más soberanía que la que les ha otorgado la ley de la única nación política existente, que es España. Se olvida con demasiada frecuencia que no es la decisión de los andaluces, los catalanes, los llamados castellano-manchegos, etc., lo que ha dado legitimidad a sus parlamentos para hacer algunas leyes, sino el Parlamento Español. Un Parlamento que debería recuperar todo lo que ha entregado para que haya menos Estado y menos opresión.

(La piquera, de Cope-Jerez, 23 de mayo de 2012)


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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