Dificultades de la metafísica

Las graves dificultades de la metafísica proceden de ella misma, que ha vuelto contra sí desde hace unos doscientos años la capacidad crítica que ha estado afilando durante más de dos milenios. Todas giran alrededor de dos cuestiones principales. La primera consiste en preguntarse si puede haber un conocimiento bien fundado, científico, de los objetos metafísicos. La segunda si tales objetos tienen realidad o son solamente ideas de la razón.

La primera dificultad ha cobrado fuerza en las proximidades del siglo XVIII, al constatar la marcha triunfante de la ciencia y, tras analizar su forma de construirse, oponerla a la metafísica. Existe hoy la convicción generalizada de que fue Kant el filósofo que con más acierto puso de manifiesto esta oposición. Este autor había seguido el esquema wolffiano y había considerado que la metafísica es conocimiento racional por conceptos, distinguiéndola así de la matemática y la física, las ciencias más pujantes del momento. Comprendió que la primera, por un admirable esfuerzo de la mente, postula objetos, como los números y las figuras geométricas, que trata como si estuvieran desligados de la materia sensible, por más que esto no es posible en la realidad. Comprendió asimismo que los de la segunda no se dan sin materia, sin esas realizaciones concretas que los científicos detectan en sus experimentos. Ambos conjuntos de objetos pueden ser comprendidos científicamente y ser reales en la medida en que se presenten envueltos en materia sensible y, por tanto, en espacio y tiempo, ante la sensibilidad humana para ser analizados por la razón.

La matemática y la física, concluye Kant, son conocimiento científico justamente por esto, porque ambas logran una síntesis de la materia sensible particular, presentada por la sensibilidad, y la forma mental universal, ofrecida por un concepto del entendimiento.

Pero la metafísica, que contiene conceptos pero carece de materia sensible en que particularizarlos, no puede lograr síntesis alguna y, en consecuencia, no es un conocimiento científico. Eso parece indiscutible cuando se constata que los seres universales inmateriales no pueden estar en el tiempo ni en el espacio y, en consecuencia, no pueden hacer acto de presencia ante la sensibilidad humana, por lo que no admiten otro análisis que el de la razón. Por esto dijo Kant que la metafísica es conocimiento racional por conceptos y no es posible seguir en ella el procedimiento corriente en las matemáticas y la física.

El análisis metafísico sólo puede ser racional. No así el científico, que, por ejemplo, divide el agua en dos átomos de hidrógeno y otro de oxígeno o el número impar en un par y la unidad, pudiendo a continuación tener presentes ante la sensibilidad o bien los elementos así separados por el análisis o bien los resultados del mismo. Pero el análisis de la sustancia en ser y estar siendo, materia y forma, potencia y acto, etc., nunca produce resultados observables, pues los componentes son tan inmateriales como el compuesto. Será verdad quizá que la sustancia es un ser real como el número particular o la materia física, pero no es posible estudiarla como a ellos.

La segunda dificultad, la de tratar de saber si los objetos metafísicos tienen realidad, ha puesto a prueba la capacidad racional de los mejores filósofos cuando han querido probar mediante argumentos que existe el Ser Uno de la teología. Estos argumentos forman una larga serie discontinua, que comienza con el fundador de la metafísica, con Aristóteles, y, suscitando apoyos en unos y ataques en otros, llega hasta el presente. La serie consta de dos clases principales de pruebas. Unas, llamadas pruebas a priori, se mantienen en el orden de los conceptos, pues parten de una cierta definición de Dios y concluyen en que existe el ser así definido. Otras se llaman a posteriori porque parten de algún hecho sensible y, aplicando el principio de causalidad, desembocan en la necesidad de admitir un primer principio que ha originado el hecho observado.

Un magno ejemplo de demostración a priori es el argumento que San Anselmo (1033-1109) ofreció en su Proslogion, cap. II. Tras definir a Dios como el ser mayor que puede comprender la inteligencia humana, asegura que es necesario admitir que existe, porque en caso contrario podría pensarse otro que existiera y entonces aquél no sería el mayor, lo cual es contradictorio. Luego no es posible decir que Dios no existe sin caer en contradicción.

Una cosa es, pues, que la cosa esté en el entendimiento, y otra entender que la cosa existe en la realidad. Pues, cuando el pintor piensa lo que ha de hacer, lo tiene ciertamente en el entendimiento, pero no entiende que exista todavía en la realidad lo que todavía no hizo. Sin embargo, cuando ya lo pintó, no sólo lo tiene en el entendimiento, sino que también entiendo que existe en la realidad, porque ya lo hizo. El insensato debe convencerse, pues, de que existe, al menos en el entendimiento, algo cuyo mayor nada puede pensarse, porque cuando oye esto, lo entiende, y lo que se entiende existe en el entendimiento. Y, en verdad, aquello cuyo mayor nada puede pensarse, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si sólo existe en el entendimiento puede pensarse algo que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello cuyo mayor nada puede pensarse, existe sólo en el entendimiento, aquello cuyo mayor nada puede pensarse es lo mismo que aquello cuyo mayor pensarse algo. Pero esto ciertamente no puede ser. Existe, por tanto, fuera de toda duda, algo cuyo mayor nada puede pensarse, tanto en el entendimiento como en la realidad (Proslogion, págs. 56 y 57).

Esta demostración fue sometida a una severa crítica por Santo Tomás. Según este autor, los elementos de la prueba no rebasan en ningún momento los límites del entendimiento: si el concepto de Dios, “aquello cuyo mayor nada puede pensarse”, está en el entendimiento, un elemento suyo, la idea de que existe, no puede estar fuera de él. Esta demostración debería concluir que hemos de pensar que Dios existe, no que existe realmente.

Otro filósofo que ha resaltado la inconsistencia lógica del argumento ontológico ha sido Gustavo Bueno. Quien cree y reza, como San Anselmo cuando presenta su prueba como parte de una oración, no tiene presente la existencia de Dios como un atributo del ser al que dirige sus plegarias. Tal existencia forma un solo concepto con el ser en que se está pensando y no es necesario probarla, antes bien sería absurdo hacerlo. Tal necesidad aparece solamente porque alguien desgaja una parte de otra en el concepto y dice “Dios no existe”. A un insensato semejante hay que probarle que se contradice. Este es el sentido de la prueba: dirigirla contra quien no advierte que no es posible decir “Dios no existe”.

Pero, si en lugar de decir “Dios no existe”, el insensato hubiera dicho que Dios, aquello cuyo mayor nada es posible pensar, es algo que no se puede pensar, porque es un falso predicado, entonces no habría cometido insensatez. Si hubiera dicho “no existe la idea cuyo mayor nada puede ser pensado”, parece que habría privado de validez al argumento anselmiano, pues éste ni siquiera habría podido formularse.

La respuesta de Kant a la argumentación ontológica pasa por ser la definitiva. Se reproduce a continuación en toda su extensión:

(…) Si suprimo el predicado en un juicio idéntico, y conservo el sujeto, resulta de ello una contradicción,  y por ello digo que este predicado conviene necesariamente al sujeto. Pero si suprimo el sujeto al mismo tiempo que el predicado, ya no hay contradicción, pues ya no queda nada a lo que pueda afectar la contradicción. Presentar un triángulo y suprimir sus tres ángulos es contradictorio; pero hacer desaparecer a la vez el triángulo y los tres ángulos no contiene contradicción. Lo mismo ocurre con el concepto de un ser absolutamente necesario. Si le quitamos la existencia, suprimimos la cosa misma con todos sus predicados; ¿de dónde puede venir entonces la contradicción? (…) Dios es todopoderoso: éste es un juicio necesario. La omnipotencia no puede suprimirse si se afirma la divinidad, es decir un ser infinito con cuyo concepto este atributo es idéntico. Pero si decís: Dios no existe, ni la omnipotencia ni ningún otro de sus predicados se da, ya que han sido suprimidos todos juntamente con el sujeto, y no hay la menor contradicción en este pensamiento.

Habéis visto pues que, si suprimo el predicado de un juicio al mismo tiempo que el sujeto, nunca puede resultar de ello contradicción interna, cualquiera que sea el predicado. No os queda otra escapatoria que decir: hay sujetos que no pueden ser suprimidos y que por consiguiente deben permanecer. Pero esto equivale a decir que hay sujetos absolutamente necesarios, suposición de cuya legitimidad precisamente he dudado y cuya posibilidad queréis tratar de mostrarme. Ya que me es imposible formarme el menor concepto de una cosa que, suprimida contados sus predicados, aún da lugar a contradicción; y fuera de ésta, por meros conceptos puros a priori, no tengo ningún criterio de la imposibilidad.

Contra todos estos razonamientos generales, me objetáis un caso que presentáis como una prueba de hecho, diciéndome que a pesar de todo hay un concepto, y en verdad éste solo, cuya coexistencia es contradictoria en sí, es decir, cuyo objeto no se puede suprimir sin contradicción y que este  concepto es al del ser infinitamente real. Tiene, decís, toda realidad, y tenéis derecho a admitir un ser semejante como posible. Ahora bien, la existencia está comprendida en toda realidad; por tanto la existencia está contenida en el concepto de un posible. Por consiguiente, si se suprime esta cosa, también se suprime la posibilidad interna de la cosa, lo cual es contradictorio.

Yo respondo: ya habéis caído en contradicción cuando, en el concepto de una cosa que queréis concebir únicamente desde la perspectiva de su posibilidad, habéis introducido ya el concepto de su existencia, sea cual fuere el nombre bajo el que se oculte. Si se os concede este punto, en apariencia tenéis la partida ganada; pero de hecho no habéis dicho nada, pues habéis afirmado una simple tautología. Os pregunto: esta proposición: esta cosa o aquella (que os concedo como posibles, cualesquiera que sean), existe, ¿es una proposición analítica o sintética? Si es analítica, por medio de la existencia de la cosa no añadís nada a vuestro pensamiento de la cosa; y entonces, una de dos: o el pensamiento que hay en vosotros debe ser la cosa misma, o bien habéis supuesto una existencia como formando parte de la posibilidad, y entonces la existencia está pretendidamente concluida de la posibilidad interna, cosa que no es más que una miserable tautología. (…) Si por el contrario afirmáis, como todo hombre razonable debe razonablemente hacer, que toda proposición de existencia es sintética ¿cómo queréis sostener que el predicado de la existencia no puede ser suprimido sin contradicción, puesto que este privilegio sólo pertenece propiamente a las proposiciones analíticas, cuyo carácter se basa precisamente en ello?

Sin duda podría esperar haber reducido a nada esta vana argucia por medio de una determinación precisa del concepto de existencia, si no hubiese experimentado que la ilusión resultante de la confusión de un predicado lógico con un predicado real (es decir, con la determinación de una cosa) rechaza casi toda aclaración.

Todo puede servir de manera indistinta de predicado lógico, e incluso el sujeto puede servirse de predicado a sí mismo, pues la lógica prescinde de todo contenido. Pero la determinación es un predicado que se añade al concepto del sujeto y lo aumenta. Por tanto no debe estar ya contenido en él.

Ser no es evidentemente un predicado real, es decir, un concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es simplemente la posición de una cosa o de ciertas determinaciones en sí. En el uso lógico no es más que la cópula de un juicio. Esta proposición: Dios es todopoderoso, encierra dos conceptos que tienen sus objetos: Dios y omnipotencia; la partícula es no es en sí misma un predicado, es solamente lo que pone en relación el predicado con el sujeto. Ahora bien, si tomo el sujeto (Dios) con todos sus predicados (de los que forma parte la omnipotencia) y digo: Dios es, no añado ningún nuevo predicado al concepto de Dios, sino que solamente pongo el sujeto en sí mismo con todos sus predicados, y a la vez, es cierto, el objeto que corresponde a mi concepto. Ambos deben contener exactamente los mismo, y por consiguiente, nada más puede añadirse al concepto que expresa simplemente la posibilidad, por el mero hecho de que yo conciba (por la expresión: es) el objeto de este concepto como dado absolutamente. Y así lo real sólo contiene lo meramente posible. Cien táleros reales no contienen nada más que cien táleros posibles. Pues, como los táleros posibles expresan el concepto y los táleros reales el objeto y su posición en sí mismo, en el caso en que el segundo contuviese más que el primero, mi concepto no expresaría el objeto entero, y, por consiguiente, no sería el concepto adecuado. Pero yo soy más rico con cien táleros reales que con su mero concepto (es decir, con su posibilidad). En la realidad, en efecto, el objeto no está simplemente contenido analíticamente en mi concepto, sino que se añade sintéticamente a mi concepto, sin que por esta existencia fuera de mi concepto esto sien táleros pensados se vean aumentados en nada.

Así pues cuando pienso una cosa, cualesquiera que sean y por numerosos que sean los predicados por los que la pienso (incluso en la determinación completa), al añadir además que esta cosa existe, no añado absolutamente nada a esta cosa. Pues de otro modo lo que existiría no sería exactamente lo que había pensado en mi concepto, sino algo más, y no podría decir que es precisamente el objeto de mi concepto que existe. Si yo concibo en una cosa toda realidad salvo una, por el hecho de que diga que una tal cosa deficiente existe, la realidad que le falta no se le añade, sino que al contrario, esta cosa existe con el mismo defecto exactamente que la afectaba cuando la he pensado, ya que de otro modo existiría alguna cosa distinta de la que he pensado. Ahora bien, si concibo un ser a título de realidad suprema (sin defecto), queda por saber, sin embargo, si este ser existe o no. Pues aunque a mi concepto no le falte nada del contenido real posible de una cosa en general, falta sin embargo aún algo a la relación con mi total estado de pensamiento, a saber, que el conocimiento de este objeto sea también posible a posteriori. Y aquí se hace patente también la causa de la dificultad con que tropezamos en este punto. Si se tratara de un objeto de los sentidos, yo no podría confundir la existencia de la cosa con el mero concepto de ella. Ya que el concepto sólo me hace concebir el objeto como concordé con las condiciones universales de un conocimiento empírico posible en general, mientras que mediante la existencia me lo hace concebir como encerrado en el contexto de toda le experiencia, y si por su enlace con el contenido de toda le experiencia, el concepto del objeto no se aumenta en nada, nuestro pensamiento recibe al menos por él una percepción posible más. En cambio, si queremos pensar la existencia exclusivamente por la categoría pura, no es de extrañar que no podamos indicar ningún criterio para distinguirla de la mera posibilidad.

Por tanto, cualesquiera que sean la naturaleza y la extensión de nuestro concepto de un objeto, es necesario que partamos de este concepto para atribuir su existencia al objeto. En objetos de los sentidos, esto sucede por medio de su enlace con alguna de mis percepciones según leyes empíricas; pero para los objetos del pensamiento puro, no hay en absoluto  ningún medio de conocer su existencia, porque ésta tendría que ser conocida completamente a priori, pero nuestra conciencia de toda existencia pertenece entera y absolutamente a la unidad de la experiencia y aunque una existencia fuera de este campo no puede declararse absolutamente imposible, es sin embargo, una suposición que no podemos justificar con nada.

El concepto de un Ser supremo es una idea muy útil en más de un aspecto; pero por el mismo hecho de ser simplemente una idea, es incapaz de ensanchar por sí solo nuestro conocimiento respecto de lo que existe. Ni siquiera puede intuirnos en lo que se refiere a la posibilidad. El carácter analítico de la posibilidad, que consiste en que meras posiciones (realidades) no produzcan contradicción, no puede discutirse. Pero como el enlace de todas las propiedades reales en una cosa es una síntesis de cuya posibilidad no podemos juzgar a priori, porque no se nos dan específicamente las realidades y, aunque así sucediera, no resultaría de ello ningún juicio, y como el carácter de la posibilidad de los conocimientos sintéticos no debe buscarse nunca sino en la experiencia y el objeto de una idea no puede pertenecer a la experiencia, por todo ello el célebre Leibniz distó mucho de haber logrado aquello de que se jactaba, es decir, llegar, como pretendía a conocer a priori la posibilidad de un ser ideal tan sublime.

Por consiguiente, la prueba ontológica (cartesiana) tan célebre, que quiere demostrar por conceptos la existencia de un Ser supremo, hace gastar en vano el esfuerzo que se hace y el trabajo que se le dedica. Ningún hombre a base de meras ideas podría enriquecer sus conocimientos, como tampoco un comerciante sería más rico si, para aumentar su fortuna, añadiese algunos ceros a su existencia en caja. (Crítica de la razón pura. Dialéctica trascendental.)

Ejemplo de la segunda clase de prueba es una de las cinco que dio el propio Santo Tomás y que él llamó vías. La primera dice así:

La primera y más manifiesta vía es la vía que parte del movimiento. Es cierto y consta ante nuestros sentidos que algunas cosas se mueven en este mundo. Pero todo lo que se mueve es movido por otro. Pues, en efecto, nada se mueve a no ser que esté en potencia con respecto a aquello hacia lo que se mueve. Por el contrario, lo que mueve es porque está en acto. Pues mover es llevar algo de la potencia al acto y nada puede ser llevado al acto si no es por algo que está ya en acto, a la manera en que solamente un cuerpo caliente en acto, como el fuego, hace que un leño, que está caliente sólo en potencia, pase a estar caliente en acto, y así es como lo mueve y altera. Ahora bien, no es posible que la misma cosa esté en acto y en potencia respecto de lo mismo, sino sólo respecto de cosas diversas, como lo que es caliente en acto no puede ser simultáneamente caliente en potencia, sino frío en potencia. Luego es imposible que algo sea movido y motor de la misma manera y respecto de lo mismo, es decir, no puede moverse a sí mismo. Luego debe admitirse que todo lo que se mueve es movido por otro.

Si aquello por lo que algo es movido fuera a su vez movido por otro habría que admitir que éste es también movido por otro, y éste por otro. Pero no es posible proceder al infinito, pues no habría un motor primero y, en consecuencia, tampoco habría ninguno que fuera segundo, porque el segundo sólo mueve en la medida en que es movido por el primero, como no se mueve el bastón si no es por el movimiento de la mano. (Summa contra gentiles, XIII, pp. 13 y ss., trad. propia)

Luego es necesario concluir en un primer motor que no sea movido por ningún otro y éste todos entienden que es Dios (trad. propia).

(Incompleto)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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