Dionisio el Exiguo, o de cómo un monje encendió una lámpara dentro del calendario

El mundo, cuando Dionisio encorvó la frente sobre sus tablas pascuales, olía a pergamino, a cera y a hierro fatigado. Un polvo manso, casi litúrgico, flotaba en las galerías de Roma; y en ese polvo, como peces que atraviesan el agua lenta de una pecera, nadaban las letras griegas y latinas de los códices. El monje era pequeño, pero su mirada, de esas que se detienen en la raya casi invisible donde acaba la cifra y comienza el símbolo, alcanzaba lejos. Había venido de los bordes del Imperio, de una Scythia menor y severa, con vientos que curten la voz y la paciencia, y se había sentado, humilde, en el banco de la gran ciudad, como quien escucha antes de hablar. No tenía con él más armas que el amor a la exactitud y esa temblorosa esperanza de los hombres que trabajan para un día que no verán.

En el calendario de aquel tiempo los años caminaban con muletas. Unos eran los años de Fulano y Mengano, cónsules por breve resplandor; otros se sostenían en la muletilla de los emperadores, en su tercer, quinto, undécimo año de reinado; muchos se sujetaban, como por una cuerda fiscal, a la indicción, que giraba en ciclos de quince, rueda ciega que numeraba no las almas, sino los tributos. Había, además, el rumor oscuro de la era de Diocleciano, que empezaba en 284, un año con olor de aceros y martirios; y había, como una brasa antigua, el recuerdo del ab urbe condita, el contar desde la fundación de Roma, como si el paso de cada legión dejara una muesca en la pared del universo. El tiempo no era uno: era un mercado, una plaza con puestos diversos donde cada cual compraba su medida de días.

Dionisio miró ese mercado y pensó que hacía falta apagar la luz de un perseguidor, Diocleciano, por cuyo reinado se medían los años entonces. No por odio, sino por delicadeza. ¿Cómo bendecir la Pascua con el nombre de quien desató perros contra los cristianos? Entonces, sin levantar la voz, trazó una línea que hacía girar la brújula del mundo; no contaremos desde los reyes, ni desde los impuestos, ni desde los edictos; contaremos desde un Niño. La ética de su gesto tiene una transparencia que no necesita trompetas; una civilización decide que su tiempo nace en una cuna. A partir de ese día, cada cifra llevará, como agua escondida, un catecismo discreto. El año será del Señor, Anno Domini nostri Iesu Christi; y aun los comerciantes, sin saberlo, al fechar una factura, pondrán tinta en una oración.

No pretendía el monje ser historiador minucioso. Lo que él quería era un centro. La aritmética, obediente pero tosca, comete errores cuando se le pide poesía; y el cálculo de Dionisio erró cuatro, quizá seis años (Cristo habría nacido el año 4, 5 o 6 antes de Cristo), lo suficiente para que Herodes, ya muerto, ponga una sombra nueva en la comedia del mundo. Pero a veces el error, si está bien orientado, acierta más que la exactitud. ¿Qué es el tiempo sin un alto, sin un sitio para girar y mirar? Dionisio, como quien abre una ventana, dejó entrar el aire de Belén en el claustro del calendario. Y ese aire cambió silenciosamente el olor de los días.

Pienso en él, inclinado sobre las tablas pascuales, con el pulso atento al misterio de la luna que gobierna la fiesta mayor. El cálculo de la Pascua, esa precisa imprecisión, esa geometría de luz que junta el equinoccio con el domingo, exige un oído fino para los relojes del cielo. Dionisio escuchó el cielo como quien escucha una campana detrás de otra campana, hasta encontrar el compás secreto. No quiso sólo reordenar las semanas: quiso, sobre todo, bautizarlas. Porque el bautismo del tiempo no consiste en mojarle la frente a un año, sino en enseñarle a mirar a su Creador.

El mundo, sin embargo, no mudó la piel de un día para otro. Los años consulares, desprovistos de cónsules, continuaron un tiempo como sombras respetadas; las indicciones siguieron marcando, testarudas, la respiración lenta de las oficinas; los años de reinado, tan domésticos, tan artesanales, siguieron bordándose en los márgenes de diplomas y donaciones. Y, más allá de los Pirineos, en la península donde Roma dejó un acento grave, una palabra distinta se afirmó como quien clava una estaca en la tierra: la Era Hispánica. Comenzaba, decían, en el 38 antes del Cristo que desde entonces comenzó a contarse; no celebraba una teofanía, sino una cifra política; celebraba la pacificación, la organización y el fisco que hace posible el suelo común. Esa era, romana en su nudo y administrativa en su pulso, se quedó aquí como se queda la luz en una plaza a la hora de la siesta, por pura costumbre del sol.

Esa fidelidad de Hispania al cómputo de César, más exactamente, a la respiración imperial, no fue capricho de escribanos, sino continuidad de conciencia. Bajo los obispos, los reyes y las naves que subían y bajaban por el Duero, persistía la idea de que el tiempo verdadero es el del orden, el que administra, el que grava, el que protege y juzga. Se entendía, sin demasiado aspaviento, que el Anno Domini era una hermosa perspectiva, pero que el día a día de una comunidad precisa un esqueleto; y que ese esqueleto, romano, era de probada firmeza. Así, durante siglos, las actas conciliares de Toledo, las crónicas y los diplomas visigodos respiraron en esa era, como si el corazón del imperio siguiera latiendo por la península.

Mientras tanto, en el norte de Europa, alguien de nombre quieto, Beda, tomaba las tablas de Dionisio y las convertía en relato. De pronto, el mundo, que había contado como quien amontona ladrillos, empezó a narrarse. Hubo un “antes” y un “después” de Cristo, y con esas dos preposiciones, tan modestas, se alzó una arquitectura inmensa, por cuanto el tiempo adquirió dirección moral. A partir de entonces, la historia ya no fue simple rodar de acontecimientos, sino camino hacia una esperanza. Los monjes copiaron, a la luz inmóvil de sus lámparas, esas nuevas cifras, y cada vez que escribían un año alineaban sin ruido los pasos del universo hacia una cumbre.

Visto desde lejos, el gesto de Beda parece menor, un mero cambio del hábito de fechar. Visto desde dentro, es la educación del mundo para mirar el pasado como promesa y el futuro como juicio. Todo “antes de Cristo” tiembla de espera; todo “después de Cristo” reverbera de responsabilidad. La cronología, escuela insospechada de moral, enseñó al campesino y al caballero, sin necesidad de sermón ni homilía, que el tiempo tiene un eje que no es César ni Diocleciano, sino una Encarnación. Pocas pedagogías han sido tan eficaces y tan suaves.

Y, sin embargo, en Hispania el reloj siguió marcando otros números. En León, en Oviedo, en los scriptoria que olían a piel y a humo, las manos pacientes escribían todavía la era de César, como si los siglos fuesen una colcha de retazos bien cosida que no conviene desatar. Cuando, muy tarde, los reinos del norte adoptaron el Anno Domini en su administración, el gesto no fue un abandono, sino una conversión meditada, casi un luto. Castilla lo hizo oficialmente en 1383; Portugal, en 1422. Entre ambos actos quedó, como una brisa que se niega a irse, el siglo entero de la duda: ¿debe un pueblo dejar la respiración de sus padres por una música nueva? En esa vacilación, tan humana y prudente, se revela una verdad simple; la fe rehace el corazón, pero el tejido de las horas exige otros ritmos y resistencias.

Yo veo, en esa resistencia cortés de Hispania, una parábola. Hay dos maneras de medir el tiempo: la que lo mira como administración, que es tiempo de archivos, de márgenes, de sellos, tiempo que protege el trigo, que evita la sangre y la orfandad, y la que lo mira como drama, como tiempo que nace en Belén, que asciende a Jerusalén, que cae y se levanta con una cruz. La primera sostiene; la segunda salva. Cuando ambas se reconocen, el mundo camina. Cuando se ignoran, los hombres se vuelven contables sin alma o visionarios sin pan.

La figura de Dionisio, diminuta y decisiva, está en medio como un puente. No arrojó al río los años de Roma, sino que los convocó. Hizo que el hilo práctico de la vida se anudara con el hilo alto del misterio y que el telar no chirriara. Su error numérico, ese desfase que pone el nacimiento del Niño antes de la muerte de Herodes, lejos de desacreditarlo, lo humaniza y lo explica; el símbolo, al tocar lo real, inevitablemente tropieza. Lo importante es la dirección, no la exactitud absoluta. En la neblina de la historia antigua, Dionisio enciende una lámpara, no un faro. Y a las lámparas se les perdona la sombra.

A veces, cuando cierro los ojos y oigo las campanas de enero, imagino el calendario como una Avenida del Tiempo. A un lado, los puestos de los mercaderes: consulares, indicciones, años regios, banderillas fiscales, ese rumor de documentos, de ventas, de medidas. Al otro lado, de trecho en trecho, humildes capillas: Belén, Nazaret, Jerusalén, la Pascua, Pentecostés. La avenida no es enemiga de sí misma; los puestos alimentan, las capillas consuelan. Dionisio puso el letrero general de la calle: “Desde el Nacimiento”. Beda, más tarde, numeró los portales hacia la Plaza Mayor de la Historia. Y en un extremo del paseo, bajo una luz inmóvil, la vieja Hispania siguió vendiendo su pan con las pesas de Roma, hasta que un día, sin aspavientos, guardó las pesas y tomó otras, más acordes con la procesión.

Hay páginas donde se entiende como con el cuerpo eso que solemos llamar providencia. Las cifras, obedientes a manos mortales, se vuelven catequesis para generaciones que no saben ya de cónsules ni de emperadores. El niño que aprende a escribir su fecha —2025, 1314, 742— está escribiendo, secretamente, una plegaria puesta en fila por un monje exiguo. No lo sabe, pero su número es un dedo que señala una cunita. Y el Estado que organiza sus archivos con la meticulosidad que salvan vidas (tasas, nacimientos, defunciones, linderos) está invitado, sin saberlo, a orientar, no sólo a contar.

No es casual que las grandes confusiones del mundo moderno nazcan a veces de un mal acuerdo entre estas dos mediciones. Cuando el cálculo pretende abolir el símbolo, la vida se vuelve exacta y yerta, útil y sin cielo; cuando el símbolo desprecia el cálculo, se nos vacía la despensa y el milagro se fatiga. Dionisio nos recuerda, desde su celda romana, que la verdadera sabiduría es un arte mixto: poner el pan en la mesa y la mesa bajo una lámpara.

Si vuelvo a la península, a sus plazas rurales donde el reloj del ayuntamiento se desafina con la campana de la iglesia, siento que ese desacuerdo armónico es, paradójicamente, una promesa. La Era Hispánica no fue una terquedad, sino una lección: que la identidad de un pueblo no se mide exclusivamente por la fecha de sus fiestas, sino por la continuidad de su justicia; que Roma, incluso cuando cae, deja en los campos una manera de medir la sombra a la hora del riego. Cambiar la era, como lo hizo Castilla, como lo hizo Portugal, fue, por eso, un acto delicado: una mano que mueve el minutero sin romper el reloj.

He hablado de números y de lámparas; me falta, quizá, lo más sencillo. Una noche de invierno, en una casa cualquiera, una mujer anota en un papel la fecha de nacimiento de su hijo. Esa cifra, que manda el registro civil, que ordena vacunas y herencias, fue posible gracias a gentes que amaron la exactitud. Pero esa cifra, además, en nuestro mundo, lleva al fondo una música: dice que ese niño vino “después” de Otro. La madre no lo piensa, no hace falta, pero el mundo sí. Y esa música, que no obliga ni grita, sino que orienta e insiste: el tiempo del hombre tiene memoria y destino.

Dionisio el Exiguo, el pequeño, no fue entonces un mero contable de lunas. Fue un poeta con números, un místico de la aritmética, un pastor de fechas que quiso limpiar al calendario de una sombra y ponerle un corazón. Beda, su continuador, puso voz a esa música y la enseñó a cantar a los pueblos. Hispania, con noble lentitud, conservó el pulso romano hasta que estuvo segura de que la nueva melodía no traicionaba la vieja firmeza. Y en esa triple historia, monje, cronista, península, se dibuja, a la manera de los viejos frescos, una lección para nosotros, a saber, que el tiempo más humano es el que se deja gobernar por la verdad y sostener por la ley, que la exactitud necesita esperanza y la esperanza necesita orden.

No sabremos nunca del todo qué sintió Dionisio cuando trazó por primera vez el número uno. Me gusta imaginar que sonrió con esa sonrisa de quienes saben que han rozado el centro sin ocuparlo; que dejó la pluma, encendió una vela y murmuró, quizá, una oración por los que, siglos después, escribirían sus fechas sin pensar en él. Porque, al fin, esa es su gloria: haber hecho posible que el mundo viva sin recordarlo, y sin embargo, vivir bajo su signo. Desde su celda, el monje puso al tiempo una dirección. Nosotros, que caminamos por ese camino, podemos aún alzar la vista y ver, diminuta y clara, la lámpara que él encendió dentro del calendario. Y si alguna vez dudamos, que la edad invita a eso, bastará con escribir el año y oír, detrás del número, el paso leve de un Niño en la noche de Belén.

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