El genio para la guerra

El genio para la guerra

En opinión de muchos, en la guerra impera necesariamente la fuerza más descarnada. Pero un estudio profundo de la misma, como el que hace Clausewitz en su obra De la guerra, particularmente en el Cap. III, “El genio para la guerra”, enseña que esa opinión está muy lejos de ser cierta. Véase por qué es así según se dice en ese capítulo:



Lo que tenemos que hacer es considerar todas las tendencias combinadas de las fuerzas del espíritu hacia la actividad militar, y considerar entonces a éstas como la esencia del genio militar. Decimos tendencias combinadas, porque el genio militar no consiste en una cualidad única para la guerra, por ejemplo, el valor, al tiempo que pueden faltar otras cualidades del entendimiento o del carácter, o tomar una dirección inútil para la guerra, sino que resulta una combinación armoniosa de fuerzas, en la cual puede predominar una u otra, pero ninguna debe hallarse en oposición.

Si dirigimos nuestra mirada a un pueblo agreste y belicoso, comprobaremos que el espíritu guerrero de sus individuos es mucho más patente que entre los pueblos civilizados, pues en el primero casi todos los combatientes lo poseen, mientras que en los últimos hay toda una multitud de personas que han sido movilizadas tan sólo por necesidad, y de ningún modo por su inclinación interior. En realidad, en los pueblos agrestes nunca encontraremos a un gran general en jefe, y muy raramente lo que podríamos denominar un genio militar, porque esto exige un desarrollo de las fuerzas intelectuales que no puede darse en un pueblo poco civilizado. De más está decir que incluso los pueblos civilizados pueden presentar también una tendencia y un desarrollo más o menos belicosos, y, cuanto mayores sean éstos, con mayor persistencia aparecerá el espíritu militar en los individuos que componen sus ejércitos. Cuando ello coincide con el más elevado grado de civilización, esos pueblos proporcionan un brillante cuadro de realizaciones militares, como lo demostraron los romanos y los franceses. En estos y en el resto de los pueblos famosos por sus empresas guerreras, los grandes nombres surgen siempre tan sólo en épocas de elevado nivel de formación.

De aquí podemos inferir en seguida la importancia de participación que las fuerzas intelectuales tienen en el genio militar superior. Examinaremos esto con más atención.

La guerra implica un peligro, y, en consecuencia, el valor es, por sobre todas las cosas, la primera cualidad que debe caracterizar a un combatiente. El valor puede ser de dos clases: en primer lugar, el que hace acto de presencia ante un peligro contra la persona, y en segundo, el que requiere la existencia de una responsabilidad, ya sea ante el tribunal de una autoridad externa ya ante el de una autoridad interna, que es la conciencia. Nos referiremos aquí únicamente a la primera clase.

El valor ante un peligro personal comporta también dos clases. En la primera, puede consistir en una indiferencia hacia el peligro, debida ya sea a la forma en que está constituido el individuo, ya al desprecio por la muerte o al hábito; en cualquiera de estos casos el valor debe considerarse como una condición permanente. En la segunda, el valor puede proceder de motivos positivos, como la ambición, el patriotismo, el entusiasmo de cualquier naturaleza; en este caso, el valor es más bien una emoción, un sentimiento, antes que una condición permanente.

Cabe comprender que estas dos clases de valor actúan de forma diferente. La primera es más segura, pues, habiéndose transformado en una segunda naturaleza, nunca abandona al hombre; la segunda, a menudo lo induce a ir más allá. La primera pertenece más a la constancia, la intrepidez, a la segunda. La primera procura más sosiego al entendimiento; la segunda, a veces acrecienta su poder, pero también a menudo le causa perplejidad. Las dos clases combinadas constituyen la forma más perfecta del valor.

La guerra implica un esfuerzo físico y un sufrimiento. Para no verse desbordados por ellos se necesita cierta fortaleza de cuerpo y de espíritu que, de manera natural o adquirida, produzca indiferencia ante uno y otro.

Dotado de estas cualidades, entre las cuales se encuentra el simple sentido común, el hombre puede constituir un buen instrumento para la guerra, y así es como estas cualidades se encuentran muy comúnmente entre los pueblos semicultivados y agrestes. Si ahondamos en las exigencias que la guerra plantea a sus secuaces, encontraremos que predominan en ellas las cualidades intelectuales. La guerra implica una incertidumbre; tres cuartas partes de las cosas sobre las que se basa la acción bélica yacen ofuscadas en la bruma de una incertidumbre más o menos intensa. Por tanto, aquí se precisa, antes que nada, un entendimiento fino y penetrante que perciba la verdad con un juicio atinado.

Una inteligencia normal puede ocasionalmente dar con esta verdad, y por azar, un valor anormal puede, en ocasiones, enmendar un error; pero en la mayoría de los casos el promedio de los resultados revelará siempre un entendimiento escaso.

La guerra es el territorio del azar. En ningún otro ámbito de la actividad humana hay que dejar tanto margen para ese intruso, porque ninguno esta en contacto tan constante con él, en todos sus aspectos. El azar aumenta la incertidumbre que preside todas las circunstancias y llega a trastornar el curso de los acontecimientos.

Debido a esta incertidumbre respecto de todas las informaciones y suposiciones, y a esta continua incursión del azar, el individuo que actúa en la guerra suele encontrarse con que las cosas son distintas de lo que esperaba que fueran. Esto no deja de ejercer influencia sobre su plan, o en todo caso, sobre las esperanzas cifradas en él. Si esta influencia es tan grande como para desbaratar los planes prefijados, por regla general deberán substituirse éstos por otros nuevos; pero a menudo se carece de los datos necesarios para hacerlo al momento, porque, en el curso de la acción, las circunstancias pueden exigir una decisión inmediata y no dejar tiempo para una observación del entorno, y, a veces, ni mucho menos para una atenta consideración. Pero con mayor frecuencia ocurre que la corrección de las premisas y el conocimiento de los elementos azarosos que se han entremetido no permiten que se derrumbe nuestro plan, pero sí hacerlo vacilar. Nuestro conocimiento de las circunstancias ha mejorado, pero nuestra incertidumbre no ha disminuido por ello, sino que se ha intensificado. La razón de esto estriba en que no adquirimos tales experiencias de modo simultáneo, sino por grados, porque nuestras decisiones se ven incesantemente asediadas por ellas y nuestra mente tiene que permanecer siempre «en armas», por así decir.

Si pretendemos permanecer a salvo de este continuo conflicto con lo inesperado, son indispensables dos cualidades: en primer lugar, un entendimiento que, aun en medio de la oscuridad más intensa, no deje de contar con vestigios de una luz interior que conduzcan a la verdad y, en segundo lugar, el valor para seguir los trazos de esa tenue luz. A la primera se la conoce figuradamente por la expresión francesa coup d’oeil; la segunda es la determinación.

El coup d’oeil consiste en un reconocimiento inmediato de la situación física y moral de las tropas, su disposición sobre el terreno, las ventajas e inconvenientes del momento, etc. En cuanto a la determinación,

constituye un acto de valor desplegado en un caso particular, que si se transforma en rasgo característico será un hábito mental. Pero aquí no nos referimos al valor para afrontar el peligro físico, sino al que hace falta para hacer frente a las responsabilidades, o sea, para encarar, en cierta medida, el peligro moral. A esto se le ha llamado con frecuencia courage d’esprit, teniendo en cuenta que surge del intelecto, pero que no por ello es un acto del intelecto, sino del sentimiento. El simple entendimiento no implica todavía valor, ya que a menudo se comprueba que la gente más clarividente carece de determinación. Así, el entendimiento debe despertar primero el sentimiento de valor que él mismo mantendrá y afirmará, porque en un momento de emergencia el hombre es dominado más por sus sentimientos que por sus pensamientos.

Sostenemos que la mera unión de un raciocinio superior y de los sentimientos necesarios no basta para dar lugar a la determinación. Hay personas que poseen una capacidad muy aguda para percibir los problemas más difíciles y que no carecen de valor para afrontar graves responsabilidades, y que, sin embargo, en casos difíciles no saben tomar una determinación. Su valor y su entendimiento permanecen como ajenos al hecho, no se prestan ayuda mutua, y a causa de ello no forman una determinación. Esta sólo surge de un acto del raciocinio, que hace evidente la necesidad de la audacia, y en consecuencia determina la voluntad. Esta dirección completamente particular del entendimiento, que combate y anula todos los otros temores del hombre con el temor a la irresolución o a la vacilación, es la que origina la determinación en las mentalidades fuertes. Por ello los hombres con escaso raciocinio no pueden distinguirse por su determinación, de acuerdo con el sentido que le damos a esa palabra. En situaciones difíciles pueden actuar sin vacilar, pero entonces lo hacen sin reflexión, y un hombre que actúa sin reflexionar no es atormentado por duda alguna. Este desarrollo de la acción puede resultar correcto de vez en cuando, pero consideramos, ahora como antes, que el resultado medio es el que denota la existencia del genio militar.

Creemos, por tanto, que la determinación debe su existencia a una dirección particular del entendimiento, una dirección propia de una mentalidad fuerte, antes que de una brillante. Para confirmar esta genealogía de la decisión, cabe añadir que han habido muchos hombres que han demostrado una gran determinación en escalas inferiores pero que han dejado de tenerla en posiciones más elevadas. Mientras en una ocasión ven la necesidad de obrar con determinación, en otra comprenden los peligros que entraña tomar una decisión errónea y, como no están familiarizados con las cosas que les interesan, su entendimiento pierde la fuerza original, y se vuelven tanto más tímidos cuanto más conscientes sean del peligro de la vacilación que los mantiene como petrificados, y cuanto más sostenida haya sido su costumbre de actuar por impulsos momentáneos.

El coup d’oeil y la determinación nos llevan, por lógica, a ocuparnos de su cualidad hermana, la presencia de ánimo, que debe desempeñar un papel importante en la guerra, como sede que es de lo inesperado; porque no es, en efecto, más que el magno ejemplo de la conquista de lo inesperado.

Mientras los hombres henchidos de coraje luchan con ardor guerrero, su jefe raramente tendrá ocasión de hacer alarde de gran fuerza de voluntad en la prosecución de sus objetivos. Pero en cuanto surgen las dificultades, y esto nunca deja de ocurrir cuando tienen que alcanzarse grandes resultados, las cosas dejan de funcionar como una máquina bien engrasada, sino que esta misma comienza a ofrecer resistencia y, para superar el trance, el jefe tiene que actuar con gran fuerza de voluntad. Tal resistencia no debe interpretarse como si se tratara de una desobediencia o una réplica, aunque éstas se presenten con bastante frecuencia en los individuos, sino que la lucha que debe librar el jefe en su interior es con la impresión general de la disolución de todas las fuerzas físicas y morales y el espectáculo angustioso del sacrificio sangriento, y luego con todos aquellos que, directa o indirectamente, depositan en él sus impresiones, sus sentimientos, sus ansiedades y sus esfuerzos. A medida que los individuos, uno tras otro, van agotando sus fuerzas, y cuando su propia voluntad ya no basta para alentarlos y mantenerlos, la inercia de toda la masa comienza a descargar su peso sobre las espaldas del comandante. Será la fuerza de su aliento, la llama de su espíritu, la firmeza de su propósito las que harán brillar de nuevo la luz de la esperanza en los otros. Sólo en la medida en que sea capaz de hacerlo, el jefe dominará a las masas y seguirá comandándolas. Cuando ocurra un descalabro, y su valor no tenga la fuerza suficiente como para hacer revivir el valor de los demás, las masas lo arrastrarán consigo hacia el abismo, hacia las profundas regiones de la más baja animalidad, en las que se rehuye el peligro y no se concibe vergüenza alguna. Tal es la carga que deben soportar el valor y la fuerza espiritual de un jefe en la lucha si éste desea realizar algo extraordinario. Esta carga aumenta en relación con las masas que se hallan bajo su mando, y, en consecuencia, para que las fuerzas en cuestión continúen igualando el peso que recae sobre sus hombros, deberán aumentar en proporción con el rango que ocupe.

Es evidente que la (presencia de ánimo, fortaleza de espíritu o carácter no se refiere a) la intensidad en la expresión del sentimiento o de la emotividad, porque esto se opondría a todos los usos del idioma, sino del poder de obedecer al raciocinio, incluso en medio de la excitación más intensa, en medio de la tormenta de las más enconadas emociones. ¿Dependerá este poder únicamente de la fuerza del raciocinio? Es dudoso. El hecho de que haya hombres de inteligencia sobresaliente que no saben controlarse a sí mismos no prueba lo contrario, pues cabe decir que esto tal vez requiera una inteligencia más bien de índole fuerte que de un carácter comprensivo; pero tal vez nos acercamos más a la verdad si suponemos que, incluso en los momentos de la expresión más intensa de los sentimientos, la fuerza, para someterse al control del raciocinio, que llamamos dominio sobre uno mismo, hinca sus raíces en el espíritu. Se trata en realidad de otro sentimiento que, en los hombres de espíritu fuerte, equilibra la emotividad desaforada sin destruirla, y sólo gracias a este equilibrio queda asegurado el dominio del raciocinio. Como contrapartida no existe nada más que el sentimiento de dignidad del hombre, ese orgullo excelso, esa necesidad oculta del alma, que actúa siempre como un ser dotado de juicio y capacidad de raciocinio. En consecuencia, puede decirse que un espíritu fuerte es aquel que no pierde su equilibrio ni aun por el impulso de los estímulos más intensos.

Repetimos, pues, que un espíritu fuerte no es simplemente aquel que se muestra capaz de sentir emociones fuertes, sino el que mantiene su equilibrio incluso bajo el peso de las emociones más intensas, de modo que, a pesar de las tormentas que se libran en su interior, la convicción y el entendimiento pueden actuar con perfecta libertad, como la aguja de la brújula en un barco sacudido por la tormenta.

La expresión fortaleza de carácter, o simplemente carácter, significa una tenaz convicción, ya sea ésta el resultado de nuestro propio juicio o el de otros, ya esté basada en principios, opiniones, inspiraciones momentáneas o cualquier otro producto del entendimiento. Pero es bien cierto que esta clase de firmeza no puede manifestarse si los mismos juicios están sujetos a cambios frecuentes. Esta variabilidad no necesita ser el resultado de alguna influencia exterior. Puede surgir de la actividad continua de nuestro propio entendimiento, pero, en ese caso, indica sin duda una inestabilidad peculiar de la inteligencia. No afirmaremos en verdad que un hombre tiene carácter cuando cambia de opinión a cada momento, por mucho que este cambio pueda provenir de su interior. Por tanto, sólo diremos que posee esta cualidad aquel que ponga de manifiesto una convicción muy constante, ya sea porque esté arraigada profundamente, y poco expuesta por sí misma a sufrir cambios, ya porque escasea la actividad mental, como es el caso de las personas indolentes, y por ello se carezca de motivos para el cambio o, por último, porque un acto explícito de la voluntad, proveniente de un principio imperioso del entendimiento, rechaza cualquier cambio de opinión.

En la guerra, más que en ninguna otra actividad humana, ocurren acontecimientos que pueden desviar a un hombre del camino que se ha trazado, haciéndole dudar de sí mismo y de los demás, a causa de las muchas y poderosas impresiones que acosan al espíritu y de la incertidumbre en que se ve envuelto el entendimiento.

El espectáculo desgarrador del peligro y del sufrimiento conduce fácilmente a sentimientos que ganan ascendiente sobre la convicción del entendimiento, y, en medio de las tinieblas que ofuscan todo a su alrededor, la claridad de juicio profundo resulta tan problemático que provoca que el cambio sea más comprensible y disculpable. Se tiene que actuar siempre con conjeturas y suposiciones sobre la verdad. Por esta razón, en ningún otro lugar son tan grandes como en la guerra las diferencias de opinión, y en ella no cesa de fluir la corriente de impresiones que van en contra de nuestras propias convicciones. Ni siquiera la flema del intelecto más intensa sirve para defenderse de ellas, porque tales impresiones son demasiado fuertes y vívidas, y siempre al mismo tiempo contrarias al temperamento.


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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