Entrada del mundo

Encontraron a poco rato una cosa bien donosa y de harto gusto: era un ejército desconcertado de Infantería, un escuadrón de niños de diferentes estados y naciones, como lo mostraban sus diferentes trajes, todo era confusión y vocería; íbalos primero reconociendo y después acaudillando una mujer bien rara, de risueño aspecto, alegres ojos, dulces labios y palabras blandas, piadosas manos y toda ella caricias, halagos y cariños. Traía consigo muchas criadas de su genio y de su empleo para que los asistiesen y sirviesen, y así llevaban en brazos los pequeñuelos, otros de los andadores y a los mayorcillos de la mano, procurando siempre pasar adelante. Era increíble el agasajo, que a todos acariciaba aquella madre común, atendiendo a su gusto y regalo y para esto llevaba mil invenciones de juguetes con que entretenerlos; había hecho también grande prevención de regalos, en llorando alguno al punto acudía afectuosa, haciéndole fiestas y caricias, concediéndole cuanto pedía a trueque de que no llorase; con especialidad cuidaba de los que iban mejor vestidos, que parecían hijos de gente principal, dejándoles salir con cuanto querían. Era tal el cariño y agasajo que esta, al parecer, ama piadosa les hacía, que los mismos padres la traían sus hijuelos y se los entregaban, fiándolos más de ella que de sí mismos.

Mucho gustó Andrenio de ver tanta y tan donosa infantería, no acabando de admirar y reconocer al hombre niño, y tomando en sus brazos uno en mantillas, decíale a Critilo:

–¿Es posible que éste es el hombre? ¿Quién tal creyera? ¡Que este casi insensible, torpe e inútil viviente ha de venir a ser un hombre tan entendido a veces, tan prudente y tan sagaz como un Catón, un Séneca, un Conde de Monterrey!

–Todo es extremos el hombre, dijo Critilo; ahí verás lo que cuesta el ser persona, los brutos luego lo saben ser, luego corren, luego saltan; pero al hombre cuéstale mucho, porque es mucho. –Lo que más me admira, ponderó Andrenio es el indecible afecto de esta rara mujer, ¿qué madre como ella? ¿Puédese imaginar tal fineza? De esta felicidad carecí yo, que me crié dentro de las entrañas de un monte y entre fieras: allí lloraba hasta reventar, tendido en el duro suelo, desnudo, hambriento y desamparado, ignorando estas caricias. –No envidies, dijo Critilo, lo que no conoces, ni llames felicidad hasta que veas en qué para; de estas cosas hallarás muchas en el mundo, que no son lo que parecen, sino muy al contrario; ahora comienzas a vivir, irás viviendoy viendo.

Caminaban con todo este embarazo sin parar ni un instante, atravesando países, aunque sin hacer estación alguna y siempre cuesta abajo, atendiendo muchoa a que ninguno se cansase ni lo pasase mal; dábales de comer una vez sola, que era todo el día.

Hallábanse al fin de aquel paraje metidos en un valle profundísimo, rodeado a una y otra banda de altísimos montes, que decían ser los más altos puertos de este universal camino. Era noche y muy oscura, con propiedad lóbrega: en medio de esta horrible oscuridad mandó hacer alto aquella engañosa hembra y, mirando a una y otra parte, hizo la señal usada, con que al mismo punto, ¡oh maldad no imaginada!, ¡oh traición nunca oída!, comenzaron a salir de entre aquellas breñas y pór las bocas de las grutas ejércitos de fieras: leones, tigres, osos, lobos, serpientes y dragones, que arremetiendo de improviso dieron en aquella tierna manada de flacos y desarmados corderillos, haciendo un horrible estrago y sangrienta carnicería, porque arrastraban a unos, despedazaban a otros, mataban, tragaban y devoraban cuanto podían: monstruo había que de un bocado se tragaba dos niños y no bien engullidos aquéllos, alargaba las garras a otros dos; fiera había que estaba desmenuzando con los dientes el primero y despedazando con las uñas el segundo; no dando treguas a su fiereza, discurrían todas por aquel lastimoso teatro buscando sangre, teñidas las bocas y las garras en ella; cargaban muchas con dos y con tres de los más pequeños y llevábanlos a sus cuevas, para que fuesen pasto de sus ya fieros cachorrillos; todo era confusión y fiereza, espectáculo verdaderamente fatal y lastimero, y era tal la candidez o simplicidad de aquellos infantes tiernos, que tenían por caricias el hacer presa en ellos y por fiesta el despedazarlos, convidándolos ellos mismos, risueños y provocándolos con abrazos. Quedó atónito, quedó aterrado Andrenio, viendo una tan horrible traición, una tan impensada crueldad, y puesto en lugar seguro, a diligencias de Critilo, lamentándose decía:

–¡Oh, traidora!, ¡oh, bárbara!, ¡oh, sacrílega mujer! Más fiera que las mismas fieras, ¿es posible que en esto han parado tus caricias, para esto era tanto cuidado y asistencia? ¡Oh, inocentes corderillos, qué temprano fuísteis víctimas de la desdicha! ¡Qué presto llegasteis al degüello! ¡Oh, mundo engañoso!, ¿y esto se usa en ti, de estas hazañas tienes? Yo he de vengar por mis propias manos una maldad tan increíble. Diciendo y haciendo arremetió furioso para despedazar con sus dientes aquella cruel tirana, mas no la pudo hallar, que ya en ella con todas sus criadas habían dado vuelta en busca de otros tantos corderillos para traerlos rendidos al matadero; de suerte que ni aquéllas cesan de traer, ni éstas de despedazar, ni de llorar Andrenio tan irreparable daño.

En medio de tan espantosa confusión y cruel matanza, amaneció de la otra parte del valle, por lo más alto e intrincado de los montes, con rumbos de aurora, una otra mujer, y con razón otra que, tan cercada de luz como rodeada de criadas, desalada, cuando más volando, descendía a librar tanto infante como perecía. Ostentó su rostro muy sereno y grave, que de él y de la mucha pedrería de su muy recamado ropaje despedía tal inundación de luces, que pudieron muy bien suplir y aun con ventajas la ausencia del Rey del día. Era hermosa por extremo y coronada por Reina entre todas aquellas beldades sus ministras. 1Oh, dicha rara! Al mismo punto que la descubrieron las encarnizadas fieras, cesando en la matanza, se fueron retirando a todo huir y dando espantosos aullidos se hundieron en sus cavernas. Llegó piadosa ella y comenzó a recoger los pocos que hablan quedado, y aun ésos muy malparados de araños y heridas. Ibanlos buscando con gran solicitud aquellas hermosisimas doncellas, y aún sacaron muchos de las oscuras cuevas y de las mismas gargantas de los monstruos, recogiendo y amparando cuantos pudieron, y notó Andrenio que eran ésos de los más pobres y de los menos asistidos de aquella maldita hembra, de modo que en los principales como más lucidos habían hecho las fieras mayor riza. Cuando los tuvo todos juntos sacólos a toda prisa de aquella peligrosa estancia, guiándolos de la otra parte del valle el monte arriba, no parando hasta llegar a lo más alto, que es lo más seguro. Desde allí se pusieron a ver y contemplar, con la luz que su gran libertadora les comunicaba, el gran peligro en que habían estado y hasta entonces no conocido. Teniéndolos ya en salvo fue repartiendo preciosísimas piedras, una a cada uno, que sobre otras virtudes contra cualquiera riesgo; arrojaban de sí una luz tan clara y apacible que hacían de la noche día, y lo que más se estimaba era el ser indefectible. Fuelos encomendando a algunos sabios varones, que los apadrinasen y guiasen siempre cuesta arriba hasta la gran ciudad del mundo. Ya en esto se oían otros tantos alaridos de otros tantos niños, que acometidos en el funesto valle de las fieras estaban pereciendo; al mismo punto aquella piadosa reina, con todas sus amazonas, mar chó volando a socorrerlos.

Estaba atónito Andrenio de lo que había visto, parangonando tan diferentes sucesos y en ellos la alternación de males y de bienes de esta vida: –¡Qué dos mujeres éstas tan contrarias!, decía. ¡Qué asuntos tan diferentes! ¿No me dirás, Critilo, quién es aquella primera, para aborrecerla, y quién esta segunda, para celebrarla? ¿Qué te parece, dijo, de esta primera entrada en el mundo? ¿No es muy conforme a él y a lo que yo te decía? Nota bien lo que acá se usa, y si tal es el principio dime cuáles serán sus progresos y sus fines. Para que abras los ojos y vivas siempre alerta entre enemigos: saber deseas quién es aquella primera y cruel mujer que tú tanto aplaudías, créeme que ni el alabar ni el vituperar ha de ser hasta el fin. Sabrás que aquella primera tirana es nuestra mala inclinación, la propensión al mal. Esta es la que luego se apodera de un niño, previene a la razón y se adelanta, reina y triunfa en la niñez tanto que los propios padres, con el intenso amor que tienen a sus hijuelos, condescienden con ellos y porque no llore el rapaz le conceden cuanto quiere: déjanle hacer su voluntad en todo y salir con la suya siempre, y así se cría vicioso, vengativo, colérico, glotón, terco, mentiroso, desenvuelto, llorón, lleno de amor propio y de ignorancia, ayudando de todas maneras a la natural siniestra inclinación. Apodéranse con esto de un muchacho las pasiones, cobran fuerzas con la paternal connivencia, prevalece la depravada propensión al mal y ésta con sus caricias trae al tierno infante al valle de las fieras, a ser presa de los vicios y esclavo de sus pasiones, de modo que cuando llega la razón, que es aquella otra Reina de la luz, madre del desengaño, con las virtudes sus compañeras ya los halla depravados, entregados a los vicios, y muchos de ellos sin remedio; cuéstale mucho sacarlos de las uñas de sus malas inclinaciones y halla grande dificultad en encaminarlos a lo alto y seguro de la virtud, porque es llevarlos cuesta arriba; perecen muchos y quedan hechos oprobio de su vicio, y más los ricos, los hijos de señores y de príncipes, en los cuales el criarse con más regalo es ocasión de más vicio; los que se crían con necesidad, y tal vez entre los rigores de una madrastra, son los que mejor libran, como Hércules, y ahogan estas serpientes de sus pasiones en la misma cuna.

–¿Qué piedra tan preciosa es ésta, preguntó Andrenio, que nos ha entregado a todos con tal recomendación?

–Has de saber, respondió Critilo, que lo que fabulosamente atribuyeron muchos a algunas piedras, aquí se halla ser evidencia, porque ésta es el verdadero carbunclo, que resplandece en medio de las tinieblas, así de la ignorancia como del vicio; éste es el diamante finísimo, que entre los golpes del padecer y entre los incendios del apetecer está más fuerte y más brillante; ésta es la piedra de toque, que examina el bien y mal; ésta, la imán atenta al norte de la virtud; finalmente, ésta es la piedra de todas las virtudes, que los sabios llaman dictamen de la razón, el más fiel amigo que tenemos.

(Gracián, El criticón, Crisi V: Entrada del mundo)


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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