Finalidad de la revolución

Una revolución se presenta siempre cargada de sueños, sobre todo para los más débiles. Es el trasunto político, en la tierra, de la redención salvadora que predica el cristianismo para el cielo. No es extraño que muchos de sus más fervientes seguidores sean creyentes sinceros que, o bien han conservado y acrecentado su fe y ven la mano de Dios alterando el orden político para traer la felicidad a los oprimidos, o bien la han cambiado por una creencia terrenal que les empuja con fuerza idéntica en pos del mismo fin.

La luz del alba revolucionaria inunda todo el paisaje. El primer día del nuevo mundo llega lleno de promesas. Hasta los enemigos de los sucesos que están empezando a desencadenarse, aquellos que habrán de caer bajo la cuchilla de la guillotina y los tribunales populares, henchidos de entusiasmo revolucionario, se entregan sin reservas al movimiento juvenil que excita el amor de todos entre sí. Todos son ahora camaradas, hermanos, compatriotas queridos. Ninguno ve el nubarrón oscuro que se cierne sobre ellos.

Los hombres no saben lo que hacen, pero lo hacen. Piensan sinceramente que combaten contra la tiranía, que están destruyendo la opresión, que su sacrificio presente es un medio necesario para liberar al pueblo de su esclavitud. Están dispuestos a entregar su sangre. ¡Ah, la fuerza de convicción de todo derramamiento de sangre! No hay nada capaz de persuadir con tanta fuerza como la sangre vertida por un ideal.

Y se entregan a la destrucción del presente para que amanezca de una vez. Saben, como los antiguos aztecas, que no amanece sin sacrificios. El dios que los españoles llamaron Huichilobos así lo exige.

Una vez que el presente ha sido destruido, la revolución ha completado su obra. A ella no le es dado construir nada. Es una fuerza solo negativa. Cuando pasa no quedan más que escombros. Entretanto han surgido nuevos hombres fuertes, individuos que han sabido apostarse en las proximidades de la anterior fortaleza del mando. Son hábiles, intransigentes, fieros. Encuentran una excelente ocasión de extender su poder y no hallan resistencia a su paso porque todo ha sido allanado. ¡Cómo no pensar que el fin de la revolución era éste! Un fin no buscado ni querido, pero real y efectivo: la sustitución de un poder débil por un poder fuerte.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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