La guerra primitiva

Al contemplar la producción de culturas a que el hombre se ha entregado desde que existe sorprende el contraste entre la uniformidad de su dotación biológica, constituida, como se ha visto más arriba, por un organismo inadaptado, y la enorme variedad de culturas existentes sobre el planeta, cada una dotada de lenguas, costumbres, organizaciones, etc., diferentes.

El problema filosófico que presenta esta diversidad es el de saber si existe una historia universal que comprenda el transcurso de todas las culturas existentes. Entre los filósofos modernos, Kant percibió que la suma de crueldades y guerras en que parece consistir la historia, el “fluir idiota de las cosas humanas”, debe tener, pese a todo, un sentido. Según él, había que tratar de probar si es posible escribir una historia universal que tenga en cuenta todas las épocas y todas las sociedades de tal manera que se demuestre la existencia de una razón global para todas ellas. Si esto fuera posible, concluía, se probaría que todo ha progresado en busca de la realización de la libertad humana.

Según él, el mecanismo que habría regido la historia desde el principio no habría sido la razón, sino lo opuesto: el egoismo resultante de una característica fundamental del hombre: su sociabilidad asocial. Estaba convencido de que, por ser asocial, el hombre es capaz de generar la guerra de todos contra todos, y de que por ser social no tiene otra opción que vencer su primera inclinación y fundar sociedades civiles que, sin hacerse violencia, puedan dar lugar a la competencia y la vanidad de los hombres, al deseo de mando y de dominio, fuente única de la creatividad humana.

La filosofía de la historia de Hegel es más compleja. Para empezar, asegura que no debe esperarque que la historia sea el lugar donde se realizan las ilusiones humanas. Si se la mira desde ese punto de vista se verá que es el dolor sin cuento, el teatro de los incontables muertos sin memoria, del envilecimiento de los más nobles ideales por culpa de las pasiones humanas. Los relatos de los historiadores son por lo general justificaciones inaceptables, pues equivalen a la demostración de que toda la miseria habida durante milenios ha valido la pena con tal de llegar a la sociedad del presente. Este presente viene así a ser el medio utilizado por su sociedad para reconciliarse con el mal y consolarse por su carácter inevitable.

Es inútil buscar consuelos en la historia. El hombre es ciertamente su protagonista, pero a la manera de un héroe trágico que no puede eludir su destino: realizar el universal. Pero el universal no es la felicidad de los hombres. Ésta sucede de tarde en tarde y siempre como fruto de la casualidad.

Con todo, nadie tiene derecho a sentirse frustrado por este hecho, pues nadie busca realizar grandes fines desinteresados. Todos buscan satisfacer su pasión. Lo universal nace porque alguien ha buscado su pasión particular y, al satisfacerla, ha engendrado algo que le trasciende y es ignorado por él. Lo que los hombres hacen en la historia no se mide por lo que quieren o piensan, sino por lo que ocasionan, lo cual está siempre lejos de lo que quieren y piensan. La ambición de César o Alejandro no explica lo que se realizó a través de ellos. La historia es una tela de araña que se teje por encima de las cabezas de los individuos, aunque utiliza a los individuos para la realización de sus fines. Lo mismo debe decirse de los pueblos. Unos como otros son medios para la realización de lo universal. Lo universal se realiza a través de su contrario, del interés y el sentimiento individual.

Los protagonistas de la historia no son los grandes hombres, las masas o la humanidad, abstracción ésta carente de contenido que nada puede protagonizar, sino esas otras realidades espirituales –los pueblos- que sirven de depositarios de un sistema orgánico de costumbres, derecho, arte, religión y filosofía. Dichas entidades son producidas por la acción inconsciente de generaciones enteras de individuos que obran como si fueran uno solo. Ellas son los verdaderos individuos de la historia, y como a tales los sacrifica también cuando es preciso sin dudarlo un punto, pues son los medios que usa para realizarse.

La parte principal de la teoría hegeliana es que con el hombre moderno la historia llega a su fin, al auténtico universal humano que integra todo los momentos anteriores. El tiempo presente es, pues, la superación definitiva de la diversidad, la comprensión final de la historia de todas las culturas como un camino que ha conducido por fin hasta un estado de cosas que muestra el sentido de la totalidad. Como el sol, la historia ha caminado desde Oriente hacia Occidente y aquí ha llegado a su ser. Desde los antiguos imperios orientales –China, la India, Mesopotamia, Egipto, etc.-, el río de las sociedades ha pasado por el periodo griego, el romano y el medieval, hasta desembocar en el mar del presente. Todo lo sucedido en la tierra y en el cielo ha tenido este fin.

Más adelante estaremos en situación de analizar esta teoría. Mientras tanto se hará un breve recorrido de la historia real de la humanidad, desde el momento en que un antepasado nuestro salió de África y se extendió por el planeta, hasta el día de hoy.

Lo primero que ha de constatarse es que el desarrollo del homo sapiens ha sido extraordinariamente lento y discontinuo, tanto que existen periodos de varios centenares de miles de años en que no hubo nada nuevo. Durante más de un millón de años los hombres no hicieron otra cosa que repetirse, como las golondrinas o las plantas, como la naturaleza entera, que vuelve siempre a lo mismo, que gira sobre sí y parece que sólo se esfuerza por mantenerse en su ser frente a las contingencias del devenir. El camino de las culturas humanas está jalonado solamente por tres o cuatro hitos:

1.- El primero fue la piedra, cuyas variedades apenas destacan sobre un horizonte de más de un millón de años. Fue el Paleolítico, el tiempo de las bandas nómadas de cazadores y recolectores.

2.- Después vino el metal, acompañado de la domesticación de animales y plantas, la aparición de las ciudades, la vida sedentaria, la alfarería, etc. Fue el Neolítico, el tiempo de las tribus sedentarias de agricultores y pastores.

3.- Por último llegaron las ciudades, los estados, la escritura… y, finalmente, la máquina, la electricidad, etc. Es el tiempo de las grandes civilizaciones, el tiempo de la historia.

El Paleolítico comenzó cuando el homo sapiens penetró en el continente euroasiático, donde se convirtió pronto en el mejor cazador que ha existido. Aquí halló grandes manadas de bisontes, renos, mamuts, caballos, etc., que se convirtieron en presas fáciles merced a la utilización del fuego y las armas de piedra, hueso y madera. Durante muchos miles de años pudo mantener un notable equilibrio ecológico, pero al final se habían extinguido casi todas las especies de caza, por causa del crecimiento poblacional, de los cambios climáticos del último periodo glacial, o por ambas a la vez.

La expansión se debió sin duda alguna a dos fuerzas siempre presentes en las sociedades humanas y animales: la producción y la reproducción.

Introducimos 100 paleoindios en Edmonton. Los cazadores capturan un promedio de 13 unidades animales anuales por persona. Una persona de una familia de cuatro lleva a cabo la mayor parte de la matanza, a un ritmo de una unidad animal por semana…

La caza es fácil; el grupo se duplica cada veinte años hasta que las manadas locales se agotan y deben explorarse nuevos territorios. En 120 años, la población de Edmonton llega a 5.409 habitantes. Se concentra en un frente de 59 millas de profundidad, con una densidad de 0,37 personas por milla cuadrada. Detrás del frente, la megafauna está exterminada. En 220 años el frente alcanza el norte de Colorado… En 73 años más, el frente avanza las mil millas restantes (hasta el Golfo de Méjico), alcanza una profundidad de 76 millas y su población llega a un máximo de poco más de 100.000 personas. El frente no avanza más de 20 millas anuales. En 293 años, los cazadores destruyen la megafauna de 93 millones de unidades animales. (P. C. Martin, en Harris, M., Caníbales.., páginas 36–37)

Debe hacerse notar que, pese al argumento del profesor Martin, la población del Paleolítico se mantuvo sin aumentar casi nada durante decenas de miles de años. Un simple cálculo bastará: si la tasa de crecimiento poblacional hubiera sido solamente de un 0,5 % anual, la población se habría duplicado cada 139 años y si este ritmo se hubiera mantenido tan sólo durante los 10.000 últimos años del Paleolítico, los humanos habríamos alcanzado un número superior a los 600.000 trillones (V. Harris, Caníbales…, página 31). La tasa de crecimiento poblacional hubo de ser muy inferior. Seguramente no pasó del 0,001% para todo el Paleolítico Superior. Las causas de ese estancamiento no pueden ser estudiadas ahora.

El salvajismo duró hasta hace unos 10.000 años, cuando nació una nueva organización social, la tribu neolítica, que se extendió y diversificó hasta ocupar todo el globo. La caza y recolección de alimentos silvestres, única economía practicada durante decenas de miles de años, quedó arrinconada en los desiertos y los polos, donde la naciente domesticación de animales y plantas no podía tener éxito. La nueva organización podía organizar más fuerza y producir más recursos en menos espacio. El salvaje prehistórico no tuvo ninguna posibilidad frente a ella, por lo que o bien la adoptó, abandonando en salvajismo, o bien se recluyó en unos pocos lugares, los que los hombres tribales no pudieron colonizar.

El Neolítico fue el día de las sociedades tribales, o día de la barbarie. Pero en la mañana se estaba ya gestando otra forma de cultura, la civilización. Hace 5.500 años existía ya en Oriente Próximo, hace 4.500 en el valle del Indo, hace 3.500 en China y hace 2.500 en América Central y Perú. Fue el ocaso de la tribal, como ésta había sido el ocaso de la salvaje. A su paso se fueron extinguiendo o modificando las formas neolíticas de vida. Mucho antes de 1.492, año que marcó la destrucción definitiva de las tribus neolíticas, éstas ya habían sido seriamente dañadas por la expansión imparable de la civilización. Subsistieron algunos pocos grupos, pero la expansión europea posterior al descubrimiento de América destruyó finalmente las formas tribales. En el presente puede decirse que se han extinguido por completo.

Guerra en el Paleolítico

Las bandas paleolíticas se dedicaron a la caza y la recolección de alimentos silvestres. Por no disponer de animales de carga o máquinas para transportar enseres, no pudieron desear ni poseer más pertenencias que las que podían cargar sobre sus espaldas.

Eran sociedades de no más de 100 individuos, una cifra que variaba seguramente según los recursos disponibles, la abundancia de agua y otros factores, pero en ningún caso igualaban la de un poblado agrícola neolítico. En el interior de cada una de ellas no había diferencias profesionales: no existían hombres de poder, sacerdotes, profesionales del comercio o la industria, abogados, médicos, obreros, etc. Solamente padres, madres, hijos, hermanos y otros parientes. Eran sociedades igualitarias, las únicas que han existido.

Pero no eran pacíficas, como han querido ver los que creen en el buen salvaje. Los primeros europeos que los conocieron después del descubrimiento de América ya coincidían en señalar que eran gentes “sin ley, sin rey, sin Dios”, y los etnólogos que han tenido ocasión de estudiarlas antes de que Occidente las adulterara dan fe de un dinamismo guerrero muy intenso en todas ellas.

La práctica de la guerra durante todo el Paleolítico ha sido la razón esgrimida por algunos antropólogos para explicar la armonía entre la tasa poblacional del homo sapiens y la de las especies animales que cazaba. Pero han tenido que añadir a este motivo el infanticidio femenino, como un efecto suyo, pues en una sociedad guerrera parece seguro que los padres prefieren tener hijos varones antes que mujeres. Como es absurdo creer que todos los pobladores se hubieran puesto de acuerdo en hacerse la guerra y matar a sus hijas para contener el aumento poblacional y hubieran además mantenido vigente dicho acuerdo durante más de 50.000 años, es obligado buscar en otro lado el origen de la guerra.

Unos han dicho que el origen está en la naturaleza asesina del hombre paleolítico, pero es preciso recordar que la agresividad humana adolece de la indefinición característica de la especie y es, por tanto, moldeada por las instituciones sociales.

Otros han creído que las tecnologías de producción están sometidas a un avance más o menos sostenido, pero siempre creciente, de donde se seguiría que, dado que el progreso es constante hacia el futuro, el retroceso tiene que ser igualmente constante conforme uno se remonte hacia el pasado. Luego, concluyen, en la antigüedad más remota, esto es, en el paleolítico, la capacidad productiva tendía a cero. En consecuencia, como los hombres eran muchos y la comida poca, no tenían otra opción que pelear entre sí para llevarse algo a la boca.

Esta solución también es falsa, porque la humanidad sólo ha experimentado dos progresos significativos, el de la Revolución Neolítica de hace 10.000 años y el de la Revolución Industrial del siglo XVIII. Que durante estos 200 últimos años se hayan acumulado los inventos no autoriza a pensar que ha sucedido lo mismo durante los 90.000 años transcurridos desde que nuestra especie pasó de África a Eurasia. Si los progresos habidos se representaran sobre una línea sólo la última décima parte mostraría una primera curva ascendente, que se interrumpe pronto, y otra más en la última quingentésima parte, cuyo final todavía no podemos vislumbrar.

Por otro lado, no es cierto que el hombre del Paleolítico haya practicado una “economía de subsistencia”. Hoy se sabe que satisfacía sus necesidades con esfuerzos poco prolongados y poco duros. Todavía en pleno siglo XX los Bosquimanos ¡Kung del desierto del Kalahari empleaban en la producción de alimentos solamente al 65% de su población y este grupo dedicaba a la producción solamente el 36% de su tiempo, lo que representaba dos días y medio de trabajo por semana, a un promedio de seis horas diarias de trabajo. Su “jornada laboral” constaba de 15 horas semanales (V. Sahlins, Economía…, pp. 22 y ss.) Estos Bosquimanos, cuyas herramientas no eran diferentes de las usadas en el Paleolítico, obtenían con ellas todo lo necesario para vivir en un desierto que, según es comúnmente aceptado, es uno de los ecosistemas más pobres de la Tierra.

Verdadero origen de la guerra salvaje

La guerra del salvaje no procede de su agresividad ni de su economía, sino de la estructura de su sociedad. Lo mismo que el arco en tensión sólo existe para disparar la flecha, la forma de vida salvaje es una organización para la guerra y sólo subsiste en la medida en que está dispuesta a la guerra.

La clave es la independencia económica y política de la sociedad. Cada una de las innumerables bandas de la humanidad paleolítica vive en la abundancia, pues dispone de los recursos necesarios para satisfacer sus escasas necesidades, y tiende a producir ella sola, sin depender de ninguna otra, lo que necesita. Por esto tiende a cerrarse sobre sí misma y a excluir a las demás. Cada sociedad paleolítica rehuye la dependencia y busca la autarquía. La segregación de unas por otras y la producción de diversidad entre ellas es la tendencia permanente de su régimen de vida.

La banda es ante todo una comunidad territorial. Sobre el territorio que recorre el salvaje, tanto si aplica a todo él su actividad de cazador como si no, establece su derecho. Pero su derecho lo es por fuerza contra otros. Decir que algo es mío es lo mismo que decir que no es tuyo. Apropiarse de algo es negarlo a los demás.

¿Dónde ha aprendido el hombre paleolítico que hay diferencias entre hombres? En ningún lugar, pues realmente no existen. Se trata de un asunto de lógica sencilla: nosotros sólo somos una unidad si los otros quedan excluidos. Unir es separar y distinguir. Lo contrario es confundir. Donde únicamente existen confusiones entre individuos, como entre los simios, no es posible que broten unidades políticas, que son superiores a los individuos mismos. Los animales siguen siendo individuos incluso cuando viven en hordas, pero los hombres son siempre partes de un grupo. Son sociales por naturaleza, en tanto que los animales son, como mucho, gregarios por naturaleza. No es la confusión, sino la oposición, lo que forma unidades políticas. Esto es cuanto se quiere decir con que la sociedad salvaje es una sociedad para la guerra.

Si la oposición entre nosotros y ellos desaparece se esfuma la unidad política. El salvaje antiguo, como el civilizado actual, sólo sabe ser y pensarse como único por contraposición a los demás. En la guerra afirma su propia diferencia, lo que hace que la violencia real y efectiva esté siempre en su mano, aunque no haga uso de ella, porque estar en guerra no es batallar, sino sólo estar dispuesto a hacerlo, como amanecer un día nublado no es llover, sino sólo haber posibilidad de lluvia. Si la guerra del primitivo hubiera sido real y efectiva, habría desembocado en un vencedor y un vencido, y, por tanto, en la división de la sociedad en gobernantes y gobernados, lo que habría sido el final de sus bandas autárquicas e igualitarias. Hoy sabemos que no fue esto lo que sucedió, sino que la existencia de sus bandas se prolongó durante el periodo más largo de la historia del homo sapiens.

En conclusión, la organización política de la Edad de Piedra comprende un Nosotros y un Ellos o, un Yo y un Otro o, mejor, un Yo contra un Otro. El primero encubre que el segundo es también un humano y proyecta sobre él características que lo presentan ante sí como distinto y opuesto. Para que la oposición sea decisiva lo expulsa incluso de la humanidad. Los indios Guaraníes se llaman a sí mismos “Ava”, “los hombres”, los Guayakí, “Aché”, “las personas”, los Waika, “Yanomami”, “la gente”, los Esquimales, “Innuit”, “los hombres”; algunos españoles creyeron que los nativos de América no tenían alma y algunos indios hirvieron más de una vez a prisioneros españoles para comprobar si eran dioses u hombres; los griegos y los romanos llamaron “bárbaros” a los que no eran griegos ni romanos, seguramente porque las lenguas extranjeras sonaban a sus oídos como los balbuceos de los niños; el significado de la palabra española “algarabía” es un derivado del árabe y significa “la lengua árabe”; los árabes, por su lado, despreciaron siempre a los cristianos por politeístas, etc. La lista, que es interminable, enseña que los hombres de cada sociedad se piensan a sí mismos como los hombres y a los demás como menos y ocasionalmente como más que hombres.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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