El sentido de los movimientos revolucionarios que eclosionan en Francia el año 1792 y en Rusia el 1917 es el mismo: destrucción de los diques que impiden la expansión sin freno del poder. La lucha contra las fuerzas centrífugas venía de lejos y algunos habían intuido vagamente la marcha auténtica de la historia. En Francia es Felipe el Hermoso el primero en convocar al pueblo llano a los estados generales porque se había percatado del impulso profundo de las aspiraciones plebeyas. En Rusia fue Iván IV, llamado el Terrible por sus enemigos, quien se alió con el pueblo contra los boyardos. Varios monarcas se habían apoyado también en España en el pueblo contra los nobles y los territorios.
Luego será el pueblo el que complete la tarea. En Francia sin Luis XVI, en Rusia sin Nicolás II. Lo que no se había atrevido a hacer la realiza, suprimir los privilegios de antaño, lo hace la asamblea revolucionaria en unas pocas sesiones.
Los estados territoriales, combatidos desde antiguo por el rey, caen de pronto. Los cuantiosos bienes del clero son incautados por un decreto. Los parlamentos son derogados. Queda una sola clase de ciudadanos.
Los miembros de las asambleas revolucionarias proclaman a los cuatro vientos sus intenciones. Pero es en vano. Es inútil perderse en la maraña de sus ideas para tratar de entender lo que pasa. Dicen que el poder debe dividirse en ejecutivo y legislativo. Que los municipios deben tener autoridad propia. Pero la realidad es otra, pues nada queda fuera del alcance del poder revolucionario.
La marcha de los acontecimientos conduce al engrandecimiento sin límites del dominio por medio de las acciones de quienes dicen combatirlo. Estos son como Edipo: al enfrentarse a su destino lo cumplen. Se declaran siervos y representantes de la voluntad general. Se enfrentan al poder real y dejan a éste la ejecución de la ley, reservándose para sí la promulgación de la misma. Como representantes de aquella voluntad fantástica tienen el derecho y el deber sacrosanto de hacerlo así. Actúan en su nombre. ¿Y el rey? El rey no es elegido, luego no la representa. ¡Gran contradicción! Entonces lo liquidan y asumen sus funciones. Acumulación de poder. Estaba escrito que así sucediera.
Robespierre lo afirma con su característica crudeza. El poder que nos oprime debe ser dividido, pero el nuestro nunca será demasiado grande, dice.
La asamblea deviene soberana. Ella es la voluntad general. ¿Habrá de obedecer a sus electores? De ninguna manera. En los primeros días de su existencia decreta que no se halla sujeta a mandato imperativo. Y así sigue siendo.
A partir de ahora ya no es la voluntad popular la que impera, sino la voluntad de poder de un puñado de individuos reunidos en asamblea. El soberano es único y se contiene dentro de las paredes del Parlamento. Todos los demás son súbditos. Nunca había ocurrido nada igual.
La fantasmal voluntad popular se forma en la asamblea. El resto asiente en virtud de una de las más atrevidas ficciones de la historia de las formas políticas. Y la asamblea es en realidad el puño de hierro de unos pocos energúmenos que, igual que los milenaristas medievales estaban seguros de seguir el dedo de Dios para conducir al pueblo a la Nueva Jerusalén, así también ellos están impregnados del impulso profundo de la nación para conducirla por el camino de su delirio. Obsérvese cómo en las dos grandes revoluciones que se han alzado con el triunfo, la francesa y la rusa, ocuparon el primer puesto una cuadrilla de sujetos de cuya conciencia moral se había borrado hasta el último resto de contención.