Los historiadores prestan mucha atención a las revoluciones. Las presentan como explosiones de grandes principios que venían gestándose con anterioridad, como llamaradas de libertad. Son épocas violentas que ellos justifican por el inmenso bien que ha resultado de ellas: personajes desconocidos ascienden a la cumbre para guiar a la multitud que estalla n episodios de insólita brutalidad, el pueblo santo y sufrido despierta de un letargo de siglos y se sacude las cadenas de la servidumbre, una nueva era luminosa amanece, etc.
Las revoluciones son una oportunidad de oro para que los historiadores –también los novelistas, los mitólogos, los visionarios, los agitadores sociales, etc.- manifiesten su entusiasmo y con pluma ardiente nos cuenten sus convicciones morales y políticas.
Pero no suelen comprender el objeto de sus narraciones, apenas saben algo de esas épocas con su colorido teñido en rojo se prestan tan bien a la escenografía cinematográfica. La palabra “libertad” las guía, nos dicen, Marianne conduce al pueblo a la lucha por su liberación.
Pero las revoluciones no traen más libertad, sino más poder y más opresión. Es necesario no dejarse llevar por las emociones. El curso del agua no se observa en las cataratas y los meandros. Una vez que éstos quedan atrás, sigue su curso. Entonces es el momento de ver cuál es el verdadero cauce. Y éste no es otro que el incremento del poder de unos sobre otros.
No se debe al azar que a Carlos I de Inglaterra le sucediera Cromwell, a Luis XIV de Francia Napoleón Bonaparte y a Nicolás I de Rusia Stalin. Entre cada uno de los antecesores y cada uno de los sucesores se intercaló un periodo de violencia que, según se cree, venía a romper las cadenas e instaurar la libertad soñada. Luego llegó el sucesor y el sueño se traicionó. Lo que toca hacer a los libros de historia es buscar el momento en que tuvo lugar la desviación.
Pero se esfuerzan en vano, porque no hubo desviación alguna. Las tiranías de Carlos I, Luis XIV y Nicolás I no fueron arrastradas a su ruina por un desbordamiento popular de libertad, sino a su culminación. Es inútil esforzar la imaginación queriendo hallar algo que no hubo. Cromwell, Napoleón y Stalin no llegaron por casualidad. Fueron más bien el desenlace fatal de un proceso anterior. Un poder deficiente que ya muestra una tendencia a expandirse, cae para ser reemplazado por otro que lleva la tendencia a su perfección. Ese es el curso real del río. El estallido revolucionario por el que esto acontece no es otra cosa que los dolores del parto previos al nacimiento de la nueva criatura.