Hace poco daba alguna receta para no ser facha. Pero no dije lo más importante. Y lo más importante es que hay ser contracultural y también multicultural.
Lo primero va de suyo con el victimismo y no añadiré nada por ahora. Lo segundo es la clave de todo, lo que todo buen izquierdista y progresista no tiene más remedio que ser. El multiculturalismo es la fuerza motriz del izquierdismo postmoderno. No es más que la transmisión del individualismo romántico, de aquel sentimentalismo que puso en el yo el centro generador de la vida intelectual y espiritual de la especie, a la vida política, de donde resulta el engrandecimiento de todo lo particular sobre lo general.
Diviniza algunos momentos históricos o locales de la cultura humana, momentos no sustantivos, sino adjetivos, y los presenta a la adoración de sus fieles. Está muy próximo a la estupidez. Pero tiene un cierto halo de dignidad que a los ojos de muchos lo presenta como moderno y progresista.
Cualquier delirio puede valer. Todo es bueno para reclarmar la diferencia, para exigir el reconocimiento de la identidad. Esto produce de paso una paradoja chocante. Dado que todo es multicultural, todo es individual, por anormal o perverso que haya podido parecer en otro tiempo y otros lugares, tiene derecho al mayor respeto. En esto somos todos iguales.
Este es el motivo de que el multiculturalismo haya llevado la igualdad mucho más lejos que el socialismo, hasta llegar a borrar toda diferencia entre la homosexualidad y la heterosexualidad, entre el sexo masculino y el femenino, entre la juventud y la vejez, entre lo socialmente patológico y lo normal, etc.
Al aceptar como igualmente buenas todas las conductas, este sectarismo ideológico socava las bases morales de la convivencia social y es por ello más peligroso que otras ideologías del pasado.