No se comprende bien a Nietzsche si uno se queda únicamente con sus diatribas e insultos a la religión cristiana y sus sacerdotes, porque de su pluma han salido también los mejores elogios. Para entenderlo bien es preciso adentrarse en esa contradicción.
Ya sabemos con qué inaudita violencia ha rechazado Nietzsche el cristianismo. Un ejemplo: Basta que alguien adopte, a mi parecer, una actitud equívoca frente al cristianismo, le niego la menor partícula de confianza. No puede haber, en esa materia, más que una actitud conveniente: un no absoluto (XVI, 408) .
Cuando se propone desenmascarar al cristianismo, su lenguaje desborda de indignación y de desprecio; su estilo, sereno en el examen crítico, es entonces el del panfleto. Con una extraordinaria riqueza de puntos de vista, pone al desnudo las realidades cristianas. Adoptó los temas que han inspirado a otros críticos anteriores, y con él empieza un nuevo combate contra el cristianismo, más radical y más totalmente consciente que otro alguno.
Quien no conozca más que esa hostilidad, tendrá, al estudiar a Nietzsche, muchas ocasiones de asombrarse: hallará frases que parecen completamente incompatibles con esas ideas anticristianas. Nietzsche es capaz de decir del cristianismo: Es, a pesar de todo, el mejor ejemplo de vida ideal que yo haya verdaderamente conocido; desde que aprendí a andar, lo he perseguido, y creo que en mi corazón nunca lo he vituperado (A Gast, 21-11881). Le complace la influencia ejercida por la Biblia: Hasta aquí, de una manera general, el respeto de la Biblia se mantiene en Europa; y ése es, quizás, el primer factor de educación y de refinamiento de las costumbres que Europa deba al cristianismo (VII, 249). Más aún: Nietzsche, que procede por padre y madre de dos familias de pastores, estima que la más noble especie de hombre es el perfecto cristiano: Considero como un honor descender de una línea que ha tomado en serio al cristianismo en todos sus puntos (XIV, 358).
Recorramos uno a uno los pasajes en que habla del cristianismo: continuamente nos encontraremos —por ejemplo acerca de los sacerdotes, de la Iglesia— con apreciaciones difíciles de conciliar. Pero lo cierto es que, por su amplitud, los juicios negativos sumergen casi a los positivos.
Llama a los sacerdotes enanos pérfidos, raza de parásitos, calumniadores del mundo patentados, arañas venenosas, los más diestros de los hipócritas conscientes. pero también celebra, a menudo, la gloria del alma de los sacerdotes. Y sostiene que el pueblo tiene razón mil veces al honrar justamente a esos hombres, a esas almas de sacerdotes, tiernas, simples con seriedad, castas, que le pertenecen y que provienen de él, pero consagradas, elegidas, sacrificadas por su bien, y ante las que puede vaciar sin temores su corazón… Nietzsche considera algunos de ellos con un respeto casi tímido. El cristianismo, dice, ha burilado las personalidades quizás más sutiles de la sociedad humana: las del alto clero católico. El rostro humano, en ellas, termina por impregnarse completamente de la espiritualidad que engendran el flujo y reflujo constantes de dos especies de ventura: el sentimiento de poder y el de renuncia. En ellas reina el noble desprecio de la fragilidad del cuerpo y de la felicidad, tal como se encuentra en el soldado nato… La vigorosa belleza, la fina perfección de los príncipes de la iglesia han sido siempre para el pueblo una prueba de la verdad de la Iglesia (IV, 59-60). Aunque implacable con los jesuitas, Nietzsche admira el dominio de sí mismo que cada jesuita practica individualmente, y ha comprobado que las facilidades que sus manuales preconizan para el comportamiento práctico no están destinadas, en modo alguno, a procurarles ventajas a ellos, sino a los laicos (ii, 77).
La Iglesia le parece enemiga mortal de todo lo que hay de noble sobre la tierra. Para él, propaga una moral de esclavos, combate toda grandeza humana, es una organización de enfermos, se entrega cínicamente al tráfico de moneda falsa. Pero, aún entonces, Nietzsche respeta a la iglesia como poder, y justamente, como poder de una índole particular: una iglesia es ante todo un instrumento de dominio que asegura el más alto rango a los hombres espiritualmente superiores, y cree demasiado en el poder del espíritu para recurrir a la violencia de procedimientos groseros; lo cual basta para que la Iglesia sea en cualquier circunstancia una institución más noble que el Estado (v, 308). Nietzsche medita sobre el hecho de que la fuerza de la iglesia católica reside en esas almas de sacerdotes, numerosas afín hoy, que se forjan una vida dura y grávida de sentido (ii, 76 . De suerte que no siempre aprueba la lucha contra la iglesia; porque es también, entre otras, la de las naturalezas más groseras, más satisfechas, más confiadas, más superficiales, contra el dominio de otros hombres más graves, más profundos, más reflexivos: es decir más perversos y más suspicaces. Éstos, con una desconfianza tenaz, rumian desde hace mucho tiempo el valor de la vida y su propio valor… (v, 286).
(Jaspers, K., Nietzsche y el cristianismo, elaleph.com, págs. 3-4)