Origen y esencia del hombre

1. Origen del hombre de acuerdo con el mito de Prometeo y el Génesis

Cuando describen la aparición del hombre en el mundo las religiones suelen presentarlo como un ser desvalido, un animal incapaz de satisfacer por sí mismo sus necesidades, sean las biológicas de la alimentación y el amparo frente a los elementos, sean las sociopolíticas de la organización, la producción económica o la defensa de unos frente a otros. Según el mito de Prometeo, contado por Platón en el Protágoras, al principio existían solamente los dioses inmortales. Cuando llegó el tiempo de formar a los seres mortales descendieron a las entrañas de la Tierra y allí, con fuego, aire y tierra, los hicieron. A continuación había que darles lo necesario para la vida, de lo que se encargaron dos dioses secundarios, Prometeo y Epimeteo. El segundo sintió deseos de hacerlo él solo, y así se lo hizo saber al primero, rogándole que se lo permitiera, “a condición, añadió, de que tú examines después el reparto”. Prometeo asintió, creyendo quizá que la tarea no encerraba dificultad alguna, y el otro la inició con buenas trazas, pues daba a unos velocidad sin fuerza, a otros fuerza sin velocidad, a unos los hacía armados y a los otros inermes, entregaba a unos un tamaño reducido y cuevas para guarecerse y a otros daba alas para huir por los aires, a éstos corpulencia, a aquéllos una piel cubierta de pelo, a los de más allá los calzaba con cascos, y así sucesivamente. Cuando hubo de asignar clases de alimentos hizo que unos comieran hierbas y otros de la carne de éstos, pero cuidó de que los primeros se reprodujeran velozmente y los segundos lentamente, no fuera que aquellos se extinguieran por el acoso de éstos y éstos por la escasez de aquellos. Así hizo en todo lo demás.

Como puede comprenderse, el principio que guió a Epimeteo no fue otro que el de procurar a cada especie lo necesario frente a las demás, razón por la que, comprendiendo que si hacía un reparto igual y daba a todos de todo, pronto se aniquilarían entre sí, decidió que lo mejor era que se produjera un equilibrio en la desigualdad. De ahí, por ejemplo, que hiciera muy fecundas a las especies que debían servir de comida a las otras y poco fecundas a estas últimas, y otros mil detalles de un reparto en cuyos pormenores ya no hace falta entrar. Pero como Epimeteo era algo estúpido repartió sin tiento todo lo que tenía dejó a una clase de animales, la de los hombres, sin nada con que cubrirse del frío o defenderse de los otros, sin las naturales ligereza, velocidad, corpulencia, etc., que a los demás se les había ya procurado para que pudieran sobrevivir. Llegó en esto Prometeo y al punto se percató del desaguisado. Había que buscar algo y pronto, porque ya estaba el momento de subir todos arriba, así que no se le ocurrió cosa mejor que hacer que robar a Hefestos, el dios de la fragua en donde se forjaban los rayos de Zeus, el fuego que espanta a todos los animales, y a Atenea, la diosa inteligente, las artes. Debió pensar que no podía hacerles un regalo sin el otro, porque los oficios de la metalurgia, la cerámica, y todos los que, según sabemos nosotros ahora, habían aparecido en el Neolítico, no son nada sin el fuego, y éste es poco útil cuando no se emplea en las técnicas. Con estos dones ya podía el hombre perseverar en la vida resistiendo a los otros seres, pero el robo costó caro a Prometeo, pues lo hubo de pagar con un cruel castigo, el de ser atado al monte Caúcaso para que un buitre le devorara sin cesar las entrañas.

Los dones de Prometeo, con ser necesarios para que los hombres se mantuvieran vivos, no fueron suficientes, porque, aun siendo dones que les aproximaban a los dioses, por lo que podían articular sonidos, levantar altares a las divinidades, crear lenguas, dar nombres a las cosas, construir casas, fabricar aperos de labranza y sacar de la tierra sus alimentos, no bastaban para que pudieran vivir unos junto a otros. Si alguna vez lo intentaban era sólo para acabar atacándose entre sí, por lo que tenían que volver a separarse, y cuando se separaban eran devorados por las fieras, de manera que no podían vivir juntos ni separados, lo cual se debía a que no conocían aún el arte de la política, que Prometeo no había podido robar porque pertenecía exclusivamente a Zeus, en cuyo recinto no tenía derecho a entrar y estaba además protegido por guardias terribles.

Pero Zeus se apiadó de los infelices hombres y les envió a Hermes, su mensajero, para que les entregase el pudor y la justicia. Pero Hermes quiso saber cómo había que distribuir esos regalos, si como había hecho Epimeteo, que había entregado la medicina solamente a uno, para que la ejerciera sobre los demás, el oficio de carpintero a otro, para que actuar del mismo modo, o si debía darlos a todos por igual, a lo que contestó Zeus que para que pudiera haber sociedades era preciso que todos los hombres sin excepción tuvieran pudor y justicia, y que de tal manera era esto así que había que dictar una orden según la cual todo aquel que careciera de alguna de estas virtudes debía “ser exterminado y considerado como la peste de la sociedad”.

En el primer libro de la Biblia, el Génesis, se dice que Dios creó el mundo en seis días, que el primero de ellos creó a los animales del agua y del aire y les dio como primer don la fecundidad, mandándoles que procrearan y se multiplicaran hasta henchir las aguas del mar y poblar la tierra, que al día siguiente creó los animales de tierra, ganados, reptiles y bestias, a los que también creó macho y hembra, y, que el día sexto y último decidió crear al hombre, que, a diferencia de los demás, debía ser hecho a imagen y semejanza de Él. También le otorgó la fecundidad, como al resto de los animales, pero, aunque no le hizo donación expresa de las artes, como había hecho Prometeo, sí le dio el poder de someter y dominar todo cuanto vive y se mueve en el agua, la tierra y el aire. Hizo asimismo al hombre de arcilla y decidió no entregarle los bienes morales y sociales, que pendían como fruta madura del árbol de la ciencia del bien y del mal, pero sin que pudieran comer de ellos bajo pena de muerte. Tampoco podían comer del árbol de la inmortalidad. La serpiente convenció sin embargo a Eva de que el día que comieran de los frutos prohibidos serían como Dios.

2. Confrontación entre la religión y la ciencia.

Tengamos también presente cuán infinitamente complejas y rigurosamente adaptadas son las relaciones de todos los seres orgánicos entre sí y con condiciones físicas de vida, y, en consecuencia, qué infinitamente variadas diversidades de estructura serían útiles a cada ser en condiciones cambiantes de vida. Viendo que indudablemente se han presentado variaciones útiles al hombre, ¿puede, pues, parecer improbable el que, del mismo modo, para cada ser, en la grande y compleja batalla dela vida, tengan que presentarse otras variaciones sucesivas? Si esto ocurre, ¿podemos dudar –recordando que nacen muchos más individuos de los que acaso pueden sobrevivir– que los individuos que tienen ventaja, por ligera que sea, sobre otros tendrían más probabilidades de sobrevivir y procrear su especie? Por el contrario, podemos estar seguros de que toda variación en el menor grado perjudicial tiene que ser rigurosamente destruida. A esta conservación de las diferencias y variaciones individualmente favorables y la destrucción delas que son perjudiciales, la he llamado yo selección natural o supervivencia de los más adecuados. En las variaciones ni útiles ni perjudiciales no influiría la selección natural, y quedarían abandonadas como un elemento fluctuante, como vemos quizá en ciertas especies polimorfas, o llegarían finalmente a fijarse a causa de la naturaleza del organismo y de la naturaleza de las condiciones del medio ambiente.

Varios autores han interpretado mal o puesto reparos a la expresión selección natural. Algunos hasta han imaginado que la selección natural produce la variabilidad, siendo así que implica solamente la conservación de las variedades que aparecen y son beneficiosas al ser en sus condiciones de vida. Nadie pone reparos a los agricultores que hablan de los poderosos efectos de la selección del hombre, y en este caso las diferencias individuales dadas por la naturaleza, que el hombre elige con algún objeto, tienen necesariamente que existir antes. Otros han opuesto que el término selección  implica elección consciente en los animales que se modifican, y hasta ha sido argüido que, como las plantas no tienen voluntad, la selección natural no es aplicable a ellas. En el sentido literal de la palabra, indudablemente, selección natural es una expresión falsa; pero, ¿quién pondrá nunca reparos a los químicos que hablan de las afinidades electivas de los diferentes elementos? Y, sin embargo, de un ácido no puede decirse rigurosamente que elige una base con la cual se combina de preferencia. Se ha dicho que yo hablo de la selección natural como de una potencia activa o divinidad; pero, ¿quién hace cargos a un autor que habla de la atracción de la gravedad como si regulase los movimientos de los planetas? Todos sabemos lo que se entiende e implican tales expresiones metafóricas, que son casi necesarias para la brevedad. Del mismo modo, es difícil evitar el personificar la palabra naturaleza; pero por naturaleza quiero decir sólo la acción y el resultado totales de muchas leyes naturales, y por leyes, la sucesión de hechos, en cuanto son conocidos con seguridad por nosotros. Familiarizándose un poco, estas objeciones superficiales quedarán olvidadas. (Darwin, Ch., El origen de las especies. I. trad. de J. P. Marco, Planeta – De Agostini, Barcelona, 1985, Págs. 101–103.)

De la comparación de las ideas de Darwin con las de las explicaciones religiosas anteriores brotan diferencias y semejanzas muy importantes. Obsérvese, por ejemplo, que el resultado de la selección natural no es muy distinto del de la acción de Epimeteo. Hay otros parecidos que no detallaremos aquí. Interesa más poner de relieve una diferencia sobre la que reposa gran parte de las formas actuales de pensamiento: que en la teoría darwiniana, como en general en las teorías sobre la materia, solo obra el azar, en tanto que en las ideas del Génesis y del mito de Prometeo predomina un objetivo consciente impuesto a la naturaleza. Una vez comprendida a fondo esta divergencia habría que analizar si ambas perspectivas son por fuerza incompatibles entre sí. La posición más acertada parece que consiste en reconocer que no hay tal incompatibilidad. Una cosa es que el habla se produzca porque hay aire, una causa mecánica, y otra que se hable con el fin de convencer a alguien de algo. Sin la primera causa no existe la segunda. Eso es indudable. Pero la segunda no consiste en la primera.

Pero, aun siendo esto verdad, también lo es que las explicaciones causales mecánicas, de las que la selección natural aporta algunas, han hecho que el actual sistema de conocimientos dirija a la naturaleza, previamente entendida como un mecanismo, la atención que antes se dirigía a Dios.

3. Necesidad de una cosmovisión

El mero hecho de haber nacido en el siglo XX impone una concepción determinada del universo. Se oye a veces que alguien desearía haber vivido en otro tiempo, pero quien eso dice, y quien lo oye, saben que ya no es posible. Que no es posible ya ser un griego clásico, un romano republicano, un señor feudal, etc.,  más que imaginariamente. Nos está vedado escapar de nuestra era, como nos está vedado saltar por encima de nuestra sombra. Lo que ya ha sido no retorna. Pero se trata de algo más: de que no sólo no es posible que la humanidad vuelva a ser lo que ya ha sido en alguno de sus momentos anteriores, sino de que es harto dudoso que alguien pueda pensar, creer y desear como creyeron, pensaron y desearon los antiguos. Se pertenece al presente por un hecho biológico inapelable, el de haber nacido en el presente. ¿Acaso no puede decirse que se pertenece también a la actual concepción del universo, tanto si se quiere como si no y que esto no depende de la voluntad de nadie?

Estas afirmaciones admiten quizá una prueba fácil: ¿se atrevería alguien a decir en serio que la Tierra reposa inmóvil en el centro de varias decenas de esferas cristalinas que giran en torno a ella, que el hombre ha sido directamente hecho por Dios en cuerpo y alma, etc.,? ¿No creemos todos, en contra incluso de la evidencia directa de nuestros sentidos, que la Tierra gira alrededor del Sol o que el hombre procede de un primate inferior equiparable a los actuales gorila o chimpancé?

Nuestras ideas astronómicas y antropológicas nos parecen hoy naturales, pero en realidad son muy recientes. Durante varios miles de años los hombres han estado firmemente convencidos de una verdad religiosa que aproxima al hombre a Dios y lo aleja de los animales. Hebreos, griegos y medievales, salvando las distancias que los separan entre sí, han creído que el hombres es un ser de espíritu divino y han pensado, sentido y obrado en consecuencia. Y, por haber creído que toda la realidad está referida a Dios y que el entendimiento humano es de origen divino, durante todos esos siglos se entregaron a la exclusiva tarea de hacer teología. Por esto fue la filosofía su esclava, no por una imposición violenta. Que la inteligencia se dedicara a la comprensión de las cosas divinas era, para ellos, algo natural. Para nosotros, por el contrario, lo es que se dedique a la química, las matemáticas, la medicina, etc., es decir, a las ciencias que explican la naturaleza. Ello es debido a que, frente a la idea de que el hombre ha sido hecho directamente por Dios, se ha impuesto la idea de que es un producto natural que ha evolucionado tal vez desde la materia inorgánica, y lo ha hecho sin el concurso de otras fuerzas que las naturales.

La vieja y la nueva concepción se han superpuesto en el espíritu del hombre moderno, provocando en él una grave escisión. Muchas voces procedentes de la filosofía han llamado la atención sobre el hecho de que el avance y extensión de las ideas científicas tenían que traer consigo el desmoronamiento de la vieja concepción del mundo sin poder suplantarla por otra. En el momento actual permanecemos urgidos por una presión de origen religioso que pugna por hallar sentido y finalidad a lo real y por otra de corte científico que no puede hacer otra cosa que despreocuparse abiertamente de ello. Es el signo de nuestro tiempo.

La confrontación de estas dos opciones no puede eludirse declarándose neutral. Un hombre sentirá llamadas distintas a la acción, hará valoraciones diferentes acerca de importantes sectores de la vida, estará dispuesto a esperar muy diferentes cosas de ella, etc., según crea que está hecho a imagen y semejanza de Dios o que es un primate que ha logrado triunfar. Durante una gran parte de su existencia, ha sido la religión la encargada de suministrarle una primera manera de entenderse a sí mismo. Ahora parece que la ciencia ha tomado sobre sí esa obligación. Ambas son, empero, excluyentes: una remite a Dios, otra al animal. Podría pensarse que las dos son satisfactorias a su modo, cada una para aquellos a quienes está dirigida, y tal vez se esté en lo cierto, pero a condición de no traspasar el umbral del pensar común y corriente, porque entonces ambas se muestran insuficientes. La primera porque deja de lado una ingente cantidad de hechos científicos –hallazgos fósiles e interpretaciones teóricas– que se han producido en los últimos cien años. La segunda porque, aun teniendo en cuenta esos hechos, y seguramente porque no puede hacer otra cosa que limitarse a tenerlos en cuenta, no alcanza, como habremos de ver, a ofrecer una concepción del hombre si no es in absentia. Por este motivo se estudiarán aquí con algún detenimiento sus aportaciones.

De lo dicho se desprende ya algo que se debe retener como una característica humana importante: la necesidad de poseer alguna concepción del mundo y de sí mismo. Es posible prescindir de la que emana de la ciencia o de la que emana de la religión, pero no es posible estar sin concepción alguna. El hombre es, pues, un ser que necesita interpretarse, conocer cuáles son sus impulsos y sus necesidades, así como los impulsos y necesidades de los demás, para “saber a qué atenerse” en todo cuanto hace. Ahora bien, si el origen y orientación de impulsos y necesidades dependen de su concepción para activarse, entonces es que carece del plan de acción que los demás animales poseen cuando nacen. Puesto que no necesitan nada más para “saber a qué atenerse”, los animales son seres acabados. El hombre, por el contrario, es un ser inacabado, pues primero tiene que descubrir lo que ha de hacer consigo mismo para después tratar de hacerlo.

El hecho notable de que en la enseñanza del Bachillerato no se encomiende a la ciencia ni a la religión, sino a la filosofía, la tarea de dar contenido al epígrafe Génesis y especificidad de lo humano o cualquier otro semejante, indica, como más arriba se ha dicho, que nuestro tiempo no ha alcanzado todavía una concepción aceptada y estable del hombre. Dividido entre la obligación de aceptar las conclusiones de la ciencia y la urgencia de satisfacer impulsos religiosos sentidos incluso por muchos que se dicen ateos, el siglo XX parece esperar de la filosofía una solución aceptable a su conflicto. A ella le cumple, pues, ejecutar este plan, para lo que habrá de tener en cuenta los datos obtenidos por la ciencia a la vez que los requerimientos procedentes de la actitud religiosa, para procurar comprender lo que cabe conceder a cada una de ellas. Empecemos por la ciencia.

4. Tres conclusiones

La primera enseñanza que lo anterior impone es que la Tierra no es el centro del universo, y ni siquiera una parte importante de él. Esta es una forma de ver las cosas que los hombres del siglo XX tienen como algo suyo, sin que les sea fácil prescindir de ella. La Antigüedad clásica y medieval creyó que el universo tiene figura esférica, que la Tierra está situada en su centro y que los orbes de las estrellas, auténticas esferas transparentes en cuyo interior se hallan tachonados los astros, giran en torno a ella. Este modelo debió estar tan arraigado en la mente de los hombres que no sufrió cambios importantes ni siquiera en los albores de la revolución científica actual, que comenzó precisamente por la astronomía. El universo de Aristóteles y Ptolomeo era ciertamente tan pequeño y confortable como representaban las figuraciones medievales, pero solamente si es comparado con la imagen de nuestro tiempo. Aquél tenía, según ellos, un diámetro de unos 20.000 radios, es decir, aproximadamente 200 millones de kilómetros. El de Copérnico tenía que ser unas 2.000 veces mayor, lo que arroja un diámetro de 400.000 millones de kilómetros. Por comparación con el actual, cuyas distancias entre estrellas se miden en años–luz, ambos, el medieval y el copernicano, son extraordinariamente pequeños. Desde este punto de vista, Copérnico es más medieval que moderno. Kepler y Galileo no estaban muy lejos de él. Descartes, ya en pleno siglo XVII, fue el primero en pensar seriamente que el universo es infinito. Hoy tiende a pensarse que es finito, pero ilimitado.

La segunda se refiere al hombre, por lo que su significación es seguramente mayor. Pensar que tampoco él es el centro de los seres vivos, sino un producto de fuerzas inferiores, no más que una de las múltiples combinaciones posibles a que se entrega mecánicamente la naturaleza, es situarse en una posición profundamente opuesta a la que durante muchos siglos han mantenido los hombres. La interpretación evolucionista, que no apareció para explicar la evolución humana, sino para explicar la de todos los seres orgánicos, y cuya aplicación a lo humano no ha sido más que una particularización lógica, deductiva, de la teoría general, lo que impide el añadido de consideraciones ausentes del principio general con el fin de situar al hombre en un lugar privilegiado frente al resto de los seres, conduce a concebir la vida como una corriente continua que arranca de la primera criatura viva, seguramente una sencilla agregación preanimal de células, y que, pasando primero por las formas ancestrales de los vertebrados y después por las de los mamíferos y los primates, vino a desembocar por último en las actuales especies vivas, una de las cuales es la humana. No se trata, pues, de que la vida actual sea el fin y la culminación de la corriente evolutiva, lo que equivaldría a dotarla de sentido y finalidad, sino sólo de que es su resultado presente, con respecto al cual la corriente no puede guardar más que indiferencia, la misma que el agua con respecto a los recipientes que llena. No es posible ver en las especies, tanto las pasadas como las presentes o las que están por venir, más que productos accidentales del caudal de la vida, y no puede mantenerse a este respecto otra tesis que no sea la de afirmar que dicho caudal no se ha estancado hasta el presente sino que, a tenor de la variación empírica, se ha multiplicado en innumerables canales que dan lugar a su vez ininterrumpidamente a otras bifurcaciones, muchas de las cuales acaban feneciendo, como de hecho ha sucedido en la inmensa mayoría de los casos. Las especies se transforman o se extinguen, no permanecen. Por ello no pueden ser contemporáneos los progenitores y los descendientes, de modo que, por ejemplo, aquel dicho popular que pone el origen del hombre en el mono no puede ser aceptado más que metafóricamente, pues una interpretación literal iría contra la teoría misma. La vida vive en el tiempo.

La tercera tiene que ver con la forma actual, de raigambre científica, que tiene el hombre occidental del siglo XX de formarse ideas sobre sí mismo y sobre el mundo circundante. Sea suficiente un ejemplo para comprenderlo. Podría parecer que el firmamento estrellado está directamente presente a los ojos de quien quiera mirar y que basta con alzarlos a lo alto para verlo tal como es. Pero de ese error nos saca la astronomía. A principios de este siglo se creía que el universo material comprendía solamente nuestra galaxia, la Vía Láctea, pero ahora sabemos que hay, como mínimo, otros 50.000 millones de galaxias como ella. ¿Cuántas estrellas puede tener este cielo si las de la Vía Láctea son, a tenor de los cálculos más conservadores, unos 50.000 millones? Sin embargo, nuestros ojos solamente pueden observar, en condiciones de visibilidad perfecta, poco más de 1000. Pero las galaxias fotografiadas por el telescopio Hubble durante el mes de Diciembre de 1.995 se hallan a una distancia tal que son 4000 millones de veces más imperceptibles que el objeto más pequeño que pueda detectar el ojo en el cielo nocturno. Ahora bien, los rayos de luz que han llegado hasta el Hubble han debido recorrer antes una enorme distancia. Si la luz de la estrella Polaris tarda 470 años en llegar a la Tierra, ¿cuántos años habrán empleado hasta ser detectados por el Hubble unos rayos de luz que proceden de galaxias que son, como mínimo, 4000 millones de veces más imperceptibles que la Polaris? Una cosa sí es cierta: que las fotografías de Diciembre de 1.995 no corresponden a esa fecha, sino a muchos años atrás. Tal vez esas galaxias ni siquiera existan ya y, en todo caso, es seguro que no están donde estaban. Las imágenes fotográficas corresponden a un pasado ya extinguido y la astronomía no se diferencia en lo fundamental de la arqueología, pues en ésta son los hallazgos fósiles los que obligan a ahondar el tiempo de existencia del hombre.

Sin la ayuda de las teorías, los conceptos, las hipótesis, el instrumental técnico, etc., es imposible saber que el firmamento o el hombre son así. El saber es el resultado de esa actividad y el mundo, tanto el natural como el humano, son, para el hombre, el saber que él va formándose sobre ellos. Ésta es su realidad, o, mejor dicho, su realidad es la realidad. Los otros seres existen también en ella, pero hay una diferencia que parece insalvable: que no lo saben y, como no lo saben, no piensan, no sienten y no actúan en consecuencia.

5. Materia, vida y mente

Desde un cierto punto de vista el hombre es materia inerte, idéntico por tanto al agua y al mineral. Por eso está sometido a las mismas leyes que gobiernan a éstos, las leyes que rigen los electrones y las galaxias. Pero es también materia viva, como la de un animal, razón por la que se halla asimismo sometido a los principios de la evolución darwiniana. Por último, es un ser capaz de volver su mirada sobre el universo inerte y sobre el orgánico para entenderlo y explicarlo, una actividad propia de algo que suele recibir el nombre de mente. Materia, vida y mente son, pues, sus tres componentes. La materia, la vida y la mente son, además, las únicas tres entidades que pueden hallarse en la realidad, por lo que se ha solido decir que el hombre es un microcosmos, un compendio de todo lo real.

La materia

Hace unos 15.000 millones de años hubo una explosión, un estallido de tal naturaleza que no guarda parecido alguno con lo que hacen las bombas que conocemos, que explotan aquí o allá y dejan indemne lo que no está alrededor. Fue una explosión absoluta, pues estalló el universo entero entonces existente, tanto si era finito como si era infinito, disgregándose después a velocidades altísimas. Esa disgregación continúa en el presente y no se sabe con exactitud qué sucederá en el futuro. Tampoco se sabe lo que sucedía antes de la explosión, si es que algo sucedía. Puede que existiera un universo anterior, resultado de explosiones anteriores, pero puede que no. El conocimiento positivo se detiene en este umbral de lo eterno. En la primera centésima de segundo la temperatura alcanzó los cien mil millones de grados. En un medio así, mucho más caliente que el centro de cualquier estrella, no podía haber moléculas, átomos, etc., porque no podían mantenerse unidos los componentes de la materia. Sólo había partículas elementales: electrones, positrones, neutrinos, algunos protones y neutrones y, sobre todo, fotones. El universo primitivo estaba inundado de luz. Pero la existencia de estas partículas era muy corta. Constantemente brotaban de la energía pura para ser aniquiladas de nuevo. De esta composición obtienen los científicos la densidad de aquella primera forma de existencia del universo: cuatro mil millones de veces la del agua.

Después de la primera décima de segundo, la explosión continuó y la temperatura disminuyó hasta los treinta mil millones de grados. Fue de tres mil millones a los catorce segundos y de mil millones al final del tercer minuto. Entonces los protones y los neutrones pudieron formar núcleos atómicos, como el del hidrógeno pesado, que consta de un protón y un neutrón, y los núcleos pudieron a su vez unirse en otro más estable, el del helio, que consta de dos protones y dos neutrones. La densidad era en ese momento algo menor que la del agua. Más tarde, cuando habían transcurrido ya varios cientos de miles de años, la temperatura se había enfriado lo suficiente como para que se formaran átomos de hidrógeno y de helio cuando los electrones se unieron a los núcleos. El gas que resultó de ahí empezó a condensarse y formar las galaxias y estrellas del universo actual por el influjo de la gravedad.

Lo que sucederá en el futuro depende de que la densidad cósmica sea menor o mayor que una cierta densidad crítica, que tiene que ver con la fuerza gravitatoria. Si es menor, el universo seguirá expandiéndose eternamente, todas las reacciones termonucleares acabarán, los planetas tal vez sigan girando, disminuyendo su ritmo, pero sin llegar nunca al reposo, los fondos cósmicos de radiación reducirán su temperatura en proporción inversa al tamaño del universo, etc.,  Será una especie de extinción lenta en el frío eterno. Si, por el contrario, la densidad cósmica es mayor, entonces alguna vez cesará la expansión, volverá la contracción, a un ritmo crecientemente acelerado. La temperatura de los fondos cósmicos disminuirá sólo para aumentar después, también en proporción inversa al tamaño del universo. Cuando el tamaño de éste haya descendido hasta una centésima parte del actual, el cielo nocturno será tan cálido como el diurno actual. Más tarde, cuando se haya contraído diez veces más, las moléculas de las atmósferas de los planetas y las estrellas se empezarán a descomponer. Más tarde aún, cuando la temperatura sea de diez millones de grados, las mismas estrellas y los planetas se disolverán. La temperatura habrá subido hasta diez mil millones de grados. Será el momento en que los núcleos empiecen a disolverse en protones y neutrones, etc.,

¿Es posible saber lo que sucederá después del último centésimo de segundo, cuando haya que hablar de temperaturas superiores a los cien millones de millones de millones de grados? La respuesta es que no, que nadie puede tener idea de lo que entonces puede suceder. Podría ser que hubiera una nueva explosión y todo volviera nuevamente a repetirse. Podría ser entonces que la anterior no hubiera sido la primera, y que todo esto obedeciera a un retorno cíclico de expansiones y contracciones sin comienzo ni final. La idea es filosóficamente atractiva, pero hay una seria objeción: en cada nueva fase de expansión disminuye la proporción entre partículas nucleares y fotones, lo que quiere decir que en cada fase comienza con una proporción de fotones mayor que la anterior. Esto impide aceptar que los ciclos sean eternos.

La vida

Una masa gaseosa, esférica e incandescente rotaba sobre sí misma hace unos cinco mil o diez mil millones de años. Estaba compuesta de átomos libres, siendo los de hidrógeno los más abundantes. Cuando la mayor parte de éstos gravitó hacia el centro de la esfera, se formó el Sol y, alrededor de él, quedó el resto del gas formando un torbellino, en el que más tarde se fueron condensando algunas esferas también incandescentes y giratorias, que se convirtieron en los planetas. Uno de ellos, la Tierra, empezó a solidificarse cuando los átomos más pesados descendieron al centro, donde todavía permanecen en la actualidad, y se quedaron en la superficie los más ligeros, de los que el carbono, el hidrógeno, el oxígeno y el nitrógeno fueron particularmente importantes para el nacimiento de la vida. Las temperaturas eran tan altas en aquel entonces que no podían existir moléculas. Estas debieron esperar que el frío cósmico enfriara paulatinamente el planeta. Solamente entonces dejó de haber átomos en estado libre. Los cuatro elementos básicos que existían sobre la superficie de la Tierra –C, H, O, N– se empezaron a combinar, formando agua (H20), metano (CH4), y amoníaco (NH3), pero éstos solamente podían darse en forma gaseosa, debido a las altas temperaturas que todavía reinaban sobre la superficie. Cuando éstas descendieron algo más, algunos gases se licuaron y algunos líquidos se solidificaron, formando una corteza, que, al contraerse por un descenso todavía mayor de la temperatura, dio lugar a las primeras cordilleras. Por encima de todo esto permanecía un gran manto de gas. El agua, que formaba una capa gaseosa de bastantes cientos de kilómetros de altura, se evaporaba en cuanto rozaba la superficie, debido al calor de la corteza, pero cuando ésta se enfrió lo suficiente y pudo retenerla, comenzaron las lluvias, que fueron intensas y duraron varios cientos o miles de años. De las montañas bajaban ríos torrenciales que llenaban las zonas bajas de la roca terrestre. De este modo se formaron los primeros mares. En ellos se acumularon grandes cantidades de metano, amoníaco, sales y minerales que arrastraban las aguas desde las laderas de las montañas y erosionaban las violentas mareas de las orillas, a los que debieron sumarse grandes cantidades de lava fundida que brotaban del interior. A todo lo cual se sumó la acción de dos fuentes energéticas actuando sobre la superficie tórrida del planeta. La primera era el Sol. Su luz difícilmente pudo atravesar al principio las densas capas de nubes que envolvían el planeta, pero los rayos ultravioletas, los rayos X y otras radiaciones procedentes de él sí pudieron atravesarlas y favorecer las reacciones entre el metano, el amoníaco y el agua. La segunda fue la gran cantidad de descargas eléctricas que continuamente hubieron de producir las nubes mismas. Estos rayos, ininterrumpidos durante un largo periodo, pudieron proporcionar también la energía necesaria para facilitar las reacciones entre el metano, el amoníaco y el agua en el interior de los mares. Así se formaron los primeros materiales orgánicos, que se acumularon en los océanos primitivos, y, después de provocar la formación de moléculas más y más complejas, prepararon la formación de las primeras células vivas, lo que sucedió hace unos mil millones de años.

Pero los primeros seres vivos estaban condenados a la extinción, pues la energía que necesitaban para mantenerse era una reserva geoquímica de materia orgánica de imposible renovación. Afortunadamente la aparición de los primeros organismos fotosintéticos, capaces de aprovechar una fuente potencialmente inacabable de energía, la luz del sol, cambió la rueda del destino logrando convertir el dióxido de carbono, desperdicio letal que habían empezado a dejar los seres vivos, en materia orgánica. El proceso lineal, que conducía a la muerte, se hizo circular y la vida pudo renovarse. El terreno estaba por fin preparado. A continuación, las plantas verdes proliferaron rápidamente sobre las sustancias orgánicas en que los primeros organismos fotosintéticos habían convertido el CO2. Éstas depositaron sobre la superficie del planeta la gran masa de carbono orgánico de donde proceden los actuales combustibles. Carbón, petróleo y gas natural. Por otro lado, se acumuló oxígeno en estado libre en la atmósfera por la división fotosintética del agua. Una parte de ese oxígeno originó la capa de ozono que protege la Tierra de las radiaciones ultravioletas procedentes del Sol. A partir de ese momento, la vida pudo emerger de su refugio acuático y extenderse por el resto del planeta. Esto sucedió hace más de seiscientos millones de años. La libre disposición de oxígeno pobló la piel de la Tierra de plantas y animales. Fue el estallido de la evolución: los vegetales y los microorganismos convirtieron las rocas primitivas en tierra y desarrollaron sobre el suelo y en las aguas superficiales un sistema extraordinariamente complejo de cosas vivas interdependientes. Por último, estos procesos regularon la composición del aire, de las aguas y del suelo, y determinaron el tiempo atmosférico.

Parece fuera de toda duda que, en un universo tan desmesuradamente grande como éste, bien podría existir algún otro planeta en que se hubieran producido circunstancia parecida a las que se acaban de mencionar. Al menos la posibilidad de que tal cosa haya ocurrido es mayor que cero y, por tanto, no es imposible. Pero es también la magnitud del universo la que permite alimentar escasas esperanzas acerca de su descubrimiento, por lo que no tendremos en cuenta aquí esta posibilidad. Por otro lado, la creencia actual en los alienígenas está más cerca de la religión que del conocimiento positivo, porque es expresión de las aspiraciones, miedos e ideales de algunas personas de nuestro planeta más que de la realidad comprobada de los habitantes de cualquier otro perdido en el espacio.

La mente

Ha llegado hace sólo un millón de años. Su edad es insignificante si se compara con las de la materia inerte y la materia viva. Pero ser la más reciente no le impide ser la más misteriosa. Tiene una forma muy extraña y complicada de relacionarse con las otras dos, de lo cual se ofrecerá una semblanza en el momento oportuno. Véase ahora con algún detenimiento la formación del cuerpo.

6.              Génesis natural del hombre.

La teoría darwiniana de la selección natural, completada con aportaciones teóricas posteriores, particularmente las de la genética, es el mecanismo que explica las transformaciones de unas especies en otras o su desaparición. Esta teoría consiste básicamente en lo siguiente:

a) Los seres vivos pertenecen a la misma especie cuando pueden tener descendencia fértil y viable, lo que no impide que haya diferencias entre ellos. Propiamente no hay dos individuos iguales. Dichas diferencias serán más o menos ventajosas para sobrevivir según el medio en que se hallen. Las de color, por ejemplo, pueden ser de una importancia vital. No es indiferente para una mariposa el tener color claro en un paisaje industrial contaminado, pues al destacar sobre un fondo oscurecido por la polución, será fácil presa de los pájaros. No es preciso decir que la mariposa de color oscuro será más “fuerte” para sobrevivir en el mismo medio debido al motivo contrario, pero que si el medio cambiara y se volviera más claro, debido, por ejemplo, a leyes anticontaminantes, las tornas se cambiarían radicalmente para las mariposas y sus depredadores, pues lo que hasta entonces había sido su fuerza sería ahora su debilidad, y viceversa. Incluso la ley humana puede influir en la selección natural y convertirse en un factor más para la supervivencia de los seres vivos. En realidad, no es posible saber de antemano qué será pertinente para la adaptación de las especies.

b) Aquellos individuos que tengan más probabilidades de sobrevivir tendrán también más probabilidad de llegar a adultos y tener descendencia, a la que podrán transmitir sus cualidades diferenciales. Esto es lo importante, pues el secreto de la supervivencia de una especie está precisamente en su capacidad reproductiva. La fuerza en la lucha por la vida no es más que una expresión metafórica poco afortunada de este hecho. Desde este punto de vista los individuos no cuentan. Su función es dejar progenie y mejor cuanto más numerosa, pues habrá más probabilidades de que algunos al menos queden vivos y transmitan sus características a las generaciones siguientes.

Consecuencias:

Lo anterior explica la tendencia de las especies a adaptarse al medio en que se hallan. Ahora bien, dado que ningún medio es definitivamente estable, ninguna especie puede serlo tampoco.

a) Puesto que la selección se ejerce sobre la variabilidad y ésta es potencialmente infinita, los cambios en las especies tienden a ser continuos, muchas veces imperceptibles y algunas bruscos, por las bruscas alteraciones que en ocasiones sufre un medio dado. Esto hace que cuando dos grupos de la misma especie viven en medios geográficos diferentes sus líneas de cambio pueden ser divergentes, hasta el punto de que, llegado un cierto momento, dos individuos pertenecientes a cada uno de los grupos no pueden ya cruzarse y tener descendencia. Habrá entonces dos especies y no una sola. Y las dos procederán del mismo tronco.

b) Cada uno de los periodos de la historia del planeta se caracteriza por la presencia y predominio de unas especies y la extinción de otras. Las especies, por lo tanto, tienen épocas de apogeo seguidas de otras de decadencia y, en el extremo, de extinción total.

Esta es la visión general de nuestro tiempo sobre los seres vivos. Aplicada al caso humano, muestra la emergencia de una de las doscientas especies de primates por causa de una serie de transformaciones que le han sobrevenido desde hace unos catorce millones de años, hasta producir un animal erguido, cuyas extremidades delanteras, liberadas de la locomoción, liberaron a su vez a la boca de las tareas de la nutrición para el uso de la palabra. La secuencia empezó por los pies, continuó por la adquisición de técnicas y ha culminado en el desarrollo del lenguaje y la inteligencia. Las transformaciones más notables del organismo del homo sapiens han sido las siguientes:

a)    Pies y manos. – La posición vertical hizo necesario que el hueso del talón, el calcáneo, retrocediera, y que el dedo pulgar se alineara con los demás para facilitar el apoyo del organismo sobre tres puntos de un mismo plano. El pie del homínido dejó de ser apto para trepar y coger objetos. Las manos, “el instrumentos de los instrumentos”, como las llamó Aristóteles, pudieron asir y transportar las cosas, para lo que dispusieron de un pulgar grande, fuerte y oponible, que permite agarrar con fuerza y con delicadeza. Son órganos fisiológicos para llevar herramientas. Las transformaciones generales del esqueleto, que lo son en orden a la marcha bípeda, no se entienden si no es por la producción de este resultado. Entre otras han hecho que nuestras piernas, más largas que las de cualquier póngido, sean más eficaces para andar, subir, bajar, agacharse, correr, saltar, etc.,  que las de nuestros parientes primates. Por eso poseen grandes músculos en las pantorrillas y las posaderas.

b.– Pelvis, columna y cuello.– La pelvis ha debido transformarse para soportar el peso del tronco y la cabeza: es muy ancha, sus zonas iliacas, en forma de oreja, son más abiertas, proporciona asidero a los fuertes músculos de las piernas, etc.,  La columna vertebral, por su lado, describe una doble curva característica: hacia delante en la región lumbar, hacia atrás en la zona de la espalda y nuevamente hacia delante en la región cervical, para enderezarse al entrar en contacto con la base del cráneo. Sin esta curva peculiar, sería prácticamente imposible mantener el equilibrio. El cuello, largo, delgado y vertical, sirve de apoyo a los cóndilos occipitales, situados casi en el centro geométrico de la base del cráneo, por lo que carece de músculos poderosos.

c. – La cabeza. – Por reposar verticalmente sobre la columna vertebral, los músculos que la sostienen no necesitan ser masivos, ni el plano de la nuca, que les da agarre y sujeción, tiene que ser grueso o grande. Así ha podido redondearse la parte posterior del cráneo. A lo mismo ha contribuido la ausencia de crestas internas. El redondeamiento, o aplanamiento anterior, con el retroceso consecuente del sentido del olfato, ha permitido asimismo la posición de los ojos sobre un mismo plano para mirar estereoscópicamente y hacia delante, lo cual está directamente relacionado con la libre disponibilidad de la mano. En suma, el cráneo del hombre es redondo y sus huesos son delgados, lo que ha permitido una mayor cavidad para la masa encefálica.

Si se traza un plano vertical que roce los arcos superciliares la cara apenas sobresale un poco. Es el ortognatismo, que guarda una estrecha relación con el tipo de alimentación, que en el hombre, gracias a la cocina, ha servido para reducir considerablemente la mandíbula inferior. Esta es parabólica y en ella predominan los premolares y los molares, más útiles y proporcionalmente más grandes que los incisivos y los caninos.

Este es el equipamiento corporal del hombre. Su equipamiento espiritual, que incluye cosas como las organizaciones sociales, las realizaciones técnicas y artísticas, los regímenes políticos, las creencias religiosas, morales y estéticas, etc., todo lo cual no parece tener relación directa con las modificaciones impresas en su esqueleto por la evolución, ha tenido, sin embargo, que servirse de ellas para existir.

7. Esencia del hombre

Lo que precede es una representación general y esquemática del universo material y del animado que mantienen las personas del siglo XX. No es preciso decir ya que no es espontánea, como si fuera posible que uno se encontrara con ella de buenas a primeras. Hay espontaneidad cuando un hombre mira a una mujer, cuando alguien observa un escaparate o contempla las nubes. Personas, escaparates y nubes son algo con lo que uno se encuentra por el simple hecho de abrir los ojos. Pero el cuadro que representa el mundo solamente existe después de un arduo trabajo creador del entendimiento, ayudado por los sentidos y la imaginación. Luego lo que en este caso se contempla no es ni el universo ni las transformaciones de animales y plantas, como si fueran cosas que estaban ahí desde siempre esperando ser vistas, sino una compleja red de conceptos que ha tomado su lugar. Pero este es un hecho corriente. Cuando se descubre el primer cráneo de Neandertal en el siglo pasado, en un momento en que los hombres tienen la convicción de que las especies son estables, no es posible ver en él más que una desviación monstruosa de la especie humana, pero en el siglo XX se ve a un hombre del pasado remoto. La interpretación teórica de los hechos se intercala entre el sujeto y su visión, de manera que esta última deja también de ser espontánea. Lo mismo sucede incluso con la pulsión sexual, que a todo el mundo se presenta como algo espontáneo y directo. A poco que se observe la conducta de un animal, por ejemplo de un perro, se advierte la distancia que hay entre él y nosotros: durante su período fértil la hembra exhala un olor que estimula sexualmente al macho y dispara su conducta posterior. En el hombre no existe nada parecido. Y, cuando la pulsión le estimula, todavía tiene que pararse a distinguir con quién puede satisfacerla y con quién no, cómo debe hacerlo, en qué momento, etc.,  La distinción, la interpretación, la teoría, etc.,  son tan importantes en él que cabe dudar de que algo se le dé sin su presencia. No puede, pues, extrañar que su visión del mundo y de sí, la red de conceptos que siempre le acompaña, proceda también del artificio. Dicha red, por otro lado, no puede ser obra de un solo individuo, sino de muchas generaciones. Es fruto de una actuación tan escasamente accidental que puede afirmarse que no hay cosa alguna que brote espontánea y directamente de su constitución natural, como se concluye en cuanto se haga una mínima comparación con otros animales.

De los principios de la evolución darwiniana se sigue que los animales están por lo general adaptados a algún entorno concreto, por lo que la observación de las características y disposición de su organismo suele ser suficiente para conocer su modo de vida y el medio que habita. Un animal corpulento, dotado de garras y colmillos, no tiene el mismo tipo de adaptación que otro que es veloz y no tiene órganos de defensa y ataque. Un animal cuyo cuerpo está revestido de una capa de grasa no vivirá seguramente en el mismo lugar que otro que carezca de ella, excepto si es peludo o lanudo. Un ciervo, que carece de armas naturales, tiene que depender, para su supervivencia, de la velocidad y los instintos propios del animal fugitivo. Un felino dependerá de sus habilidades venatorias, y así sucesivamente. Pero esta tendencia propia de la evolución natural, que asigna formas orgánicas especializadas a animales que habitan ambientes concretos, parece haber fallado en el caso del hombre, de manera que, mientras que a cada animal le basta con seguir espontáneamente sus dispositivos naturales para sobrevivir, el hombre, por no disponer de ninguna especialización morfológica, está obligado a hacerlo todo por sí mismo. Su mandíbula no es la de un depredador, ni sus extremidades las de un trepador, sus manos no poseen las garras de un carnívoro ni sus sentidos son los propios de un animal de huida, etc., Por si fuera poco, su periodo de cría es desesperadamente largo. Biológicamente es un ser único por su extraordinaria medianía, por su carencia casi total de especialización. En las condiciones naturales que rigen para casi todos los animales debería haberse extinguido hace mucho tiempo. Su éxito, en consecuencia, no ha podido venirle de su dotación específica, sino, en todo caso, de su falta de ella. Y así ha sido efectivamente, pues, no habiéndole dado la naturaleza un medio específico en el que habitar, ni un físico y unas tendencias apropiadas, como ha hecho con las otras especies, ha tenido él mismo que lograrlo por su propia cuenta. Dicho de otra manera: todo en él ha tenido que depender de lo que él haya podido hacer consigo mismo, usando su mano y su previsión. Por esto, por tener que usar su mano y su previsión para hacer de sí lo que la naturaleza no ha hecho, es un ser bípedo, un animal que no se entiende si no es por la liberación de su mano y por su utilización inteligente.

Esto quiere decir que es un ser activo, porque tiene que tratar con el mundo, transformándolo cuantas veces sea preciso y cambiando asimismo cada estado logrado por él, para alimentarse, abrigarse, reproducirse, etc., lo que constantemente le fuerza a elegir entre múltiples alternativas posibles. Luego es un ser que ha de tomar postura ante sí mismo y ante las cosas, poner orden en ellas y jerarquizarlas, etc., antes de ejecutar sus acciones. Desde este punto de vista, sólo él está dotado para la acción. Su especificidad reside ahí, en su disposición a la autodisciplina, la doma y el adiestramiento, pues no puede confiar en otros medios para lograr lo que otros logran por su especialización natural, es decir, para lograr hacer de sí algo que no es, pues ya ha quedado sentado que su caracterización básica, la ausencia de especialización y adaptación a un medio, es negativa. Esto significa también que es alguien volcado hacia el futuro, que es un ser previsor, en tanto que los demás animales viven en el presente.

Todas estas notas no son en el fondo más que consecuencias de una sola: la acción, que queda propuesta por ahora como lo específico del hombre.


 

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.