Plantas y animales

Nada existe en la naturaleza antes que la materia inorgánica, la cual, careciendo de todo atisbo de sensibilidad o consciencia internas, no tiene capacidad de modificarse a sí misma para responder a los elementos externos, por lo que cabe decir de ella que no se diferencia de ellos, o, lo que es lo mismo, que sólo posee exterioridad. La piedra no se transforma por sí misma para seguir siendo lo que es, no hace nada para resistir la erosión de la lluvia o el viento, pero la planta, que iguala al instinto animal en cuanto que por sí misma se alimenta o se reproduce, ya manifiesta estar en posesión d ealgo propio, de un interior activo que puede responder al exterior con el fin de seguir existiendo como planta. Aun estando a mil leguas de distancia del mineral, la planta, sin embargo, se halla también muy lejos del animal, porque ni busca alimento ni elige pareja para reproducirse, limitándose tan sólo o bien a transformar químicamente los elementos inorgánicos de su entorno y a ser fecundada pasivamente por los gérmenes sexuales que otros agentes, como el viento o los insectos, llevan de aquí para allá o bien a ser inactiva y perecer cuando nada de esto le sucede. Plantada inmóvil en su medio, depende por completo de lo que éste tenga a bien ofrecerle. Por esto no tiene sentidos. Si tuviera que buscar por sí misma lo que requiere su ser para seguir siendo estaría necesitada de algún instinto que la moviera hacia otro ser de su misma especie, de algún tipo de mecanismo de orientación en el espacio, de distinción entre lo que le es perjudicial o provechoso, etc. Y habría de tener alguna facilidad para representarse internamente los objetos, o cierta clase de ellos al menos, pues no es posible buscar algo sin saber qué, y, por los mismos motivos, tendría que estr dotada de la capacidad de retener alguna mínima copia de sucesos ya experimentados, porque sólo así le sería posible representarse, aproximarse o huir de los futuros. Lo que quiere decirse es que todos estos dispositivos deben darse juntos o no darse en absoluto, o, con otras palabras, que un ser vivo no puede estar dotado de instinto y carecer de sentidos, imaginación y memoria, o estar dotado de sentidos y carecer de los demás, de tal manera que si tiene uno ha de tener forzosamente todos, como ya probó Aristóteles en su momento.

Esta argumentación nos ha puesto delante la diferencia básica entre los animales y las plantas, diferencia que puede condensarse en una sola afirmación, a saber, que las plantas carecen de centros conscientes y los animales no, siempre que por esta expresión no vaya a entenderse la posesión de capacidades intelectuales o sentimientos artísticos, de cultura animi. Ello es que, aun pudiendo alimentarse, nacer, reproducirse y morir, la planta no puede adquirir ni siquiera el más pequeño grado de sensibilidad o conciencia acerca de la forma en que el medio se le resiste a la hora de cumplir esas funciones suyas. El león no sólo busca caza, sino que además siente la punzada del hambre, punzada que se vuelve tanto más aguda cuando más tiempo tarde en llevarse la carne a la boca. Su movimiento hacia fuera, su búsqueda de sustento, se le vuelve hacia adentro en forma de dolor punzante que se asienta en su estómago. Es su reacción interna al medio que se resiste, lo que guarda un cierto parecido con la reflexión de los espejos. Es esta especie de reflexión precisamente lo que falta en la planta, cuyo movimiento hacia fuera se agota en la simple exteriorización. Ella también busca, si puede llamarse búsqueda al movimiento a ciegas, sin finalidad propuesta internamente, de sus raíces en el subsuelo, pero no siente hambre. Verdadera maquinaria química, la mejor que ha producido el juego de los elementos naturales, permanece sujeta al material orgánico inmediato del que depende su existencia, no puede sentir dolor, que es la reacción usual del entorno sobre el ser vivo, ni placer, que es su contrapartida cuando, desapareciendo aquél, retorna el equilibrio. Ambos son inseparables. La inmediatez es, por todo esto, la característica esencial de la planta y es la destrucción de esa inmediatez la forma de existir y de vivir propia del animal y del hombre.


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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