Sobre la creencia en las cosas

De cuantas verdades habitan en el fondo del entendimiento humano, ninguna parece tan connatural y espontánea como la creencia en que hay cosas. Este asentimiento no se adquiere por silogismo ni se impone por autoridad, sino que se halla en nosotros como el aire en la atmósfera, sin que se sepa muy bien cuándo ni cómo penetró, y sin el cual nos sería imposible respirar la vida.

Con razón ha dicho Ortega y Gasset que no es que el hombre tenga creencias, sino que está en ellas, como quien pisa un suelo sin notarlo. Las convicciones fundamentales no son tanto adquisiciones de la razón cuanto condiciones previas de la existencia. Si el pensamiento filosófico consiste en poner entre paréntesis toda afirmación para someterla a examen, la vida, por el contrario, exige afirmaciones incondicionales sobre las cuales actuar. Sin ellas, la voluntad queda paralizada, y el obrar se disuelve en incertidumbre.

Así se explica que la filosofía, para comenzar su camino, deba antes detenerse a contemplar la base misma sobre la cual camina todo el mundo sin detenerse: la existencia de las cosas. Para el vulgo, el hecho de que haya piedras, árboles, personas, es de una evidencia que no se discute. Pero al filósofo, que no se contenta con lo aparente, le toca preguntar: ¿qué significa que una cosa sea?, ¿y en qué consiste que algo sea cosa?

Aquí conviene distinguir entre ideas y creencias. Las ideas, en cuanto tales, se definen por su claridad lógica y su operatividad intelectual. Las creencias, en cambio, son el humus vital del pensamiento; no se tienen por elección, sino que se padecen. Así como nadie decide respirar, tampoco se decide creer en la realidad de las cosas. La relación entre la hipotenusa y los catetos es idea; el dogma de la Encarnación o la esperanza de justicia son creencias con idea, pero además con peso existencial. En esto radica su poder de mover la vida.

Sin embargo, conviene no despreciar las creencias como irracionales. Antes bien, son ellas el fundamento sobre el cual se levantan las ideas. El edificio del saber necesita cimientos. Si estos se socavan, todo lo edificado sobre ellos se desploma. Una de las creencias más extendidas y persistentes del mundo moderno es la fe en la ciencia. Aunque no todos comprenden sus principios, muchos confían en su autoridad. Se cree en la ciencia como antaño se creyó en el sortilegio, porque promete seguridad, control y explicación.

Ahora bien, no por ser creída debe desestimarse. La ciencia, en especial la físico-matemática, ha penetrado la estructura de la realidad con un rigor y una fecundidad sin precedentes. Desde Galileo hasta Newton y más allá, la razón matemática ha reducido la naturaleza a ley, a número y proporción. Y con ello ha mostrado que el mundo contiene un orden susceptible de ser conocido.

Para esta razón físico-matemática, cosa es aquello que es lo que es, y lo es siempre. Así lo afirma cuando analiza una piedra, un planeta o una partícula: todos son, para ella, realidades que tienen una esencia permanente. Lo que es, es, y no puede no ser, según el principio más antiguo de la metafísica griega. La piedra no es piedra por azar, sino por necesidad; y el trabajo del físico consiste en hallar esa necesidad.

Tal concepción no es moderna, aunque sus métodos lo sean. La idea de cosa como aquello que posee naturaleza, res como natura, es propia de los antiguos. Parménides fue el primero en fijarla: estì gar eînai, “es que el ser es”. Lo que es, es necesariamente; y lo que no es, no puede ni pensarse. A partir de ahí, toda metafísica ha buscado en las cosas aquello que permanece, lo que no cambia, su ser esencial.

Los objetos matemáticos, en este sentido, son paradigma de cosa: son eternos, invariables, no sujetos a la corrupción ni al devenir. No sin razón, la deducción, que opera sobre ellos, fue tenida siempre por el modo más alto de ciencia. Por eso la física, al matematizar la naturaleza, la ha elevado al rango de cosa inteligible.

Con todo, importa recordar que esta razón físico-matemática, aunque poderosa, no agota la realidad. Pues hay cosas que no se dejan encerrar en fórmulas, ni se someten al cálculo. La vida, el dolor, la belleza, la fe, son también cosas, aunque su ser no sea idéntico al de las piedras ni al de los cuerpos celestes.

Sean, pues, estas nociones un preámbulo para cuanto en adelante se ha de tratar. Partimos de la cosa, del ens, no para encerrarnos en ella, sino para preguntar por su fundamento. Si las cosas son, y si su ser es algo más que su mera apariencia, entonces conviene saber qué es ser, y cómo se dice del ente. De este modo, la física nos lleva a la metafísica, y la creencia común a la ciencia más alta.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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