Así como en la ciencia médica se parte del cuerpo vivo y sentido, y no de meras quimeras ideales, del mismo modo en filosofía ha de comenzarse por aquello que de suyo se presenta a la mente como ineludible: el ser. No hablo aquí del ser supuesto en fórmulas, ni del ser lógico, ni tampoco del ente matemático abstraído de la extensión o la figura, sino del ser en cuanto tal, esto es, en cuanto presupuesto común de toda cosa, de toda experiencia, de todo conocimiento, de toda praxis humana. Y, por eso mismo, la indagación sobre el ente no puede hacerse bajo el dictado de ningún sistema preconcebido, sino que debe intentarse sine præjudicio, como dicen los jurisconsultos, es decir, sin juicio anticipado.
Mas no se infiera de aquí que la ontología sea cronológicamente la primera entre las disciplinas. Así como el niño siente antes de entender, y vive antes de reflexionar, también el filósofo ha vivido y sentido, ha creído y ha obrado antes de reducir a examen los principios de su saber. Lo que se exige en el ejercicio ontológico no es una tabula rasa, sino más bien una remoción de las imágenes y opiniones particulares, a fin de elevarse a una mirada más general, capaz de abarcar el conjunto de lo real sin perder la distinción de sus partes.
Fue, a mi entender, yerro notable de Descartes el haber querido establecer un fundamento del saber en la pura autoconciencia del sujeto pensante, dudando de todo lo demás, porque así como el ojo no se ve sino en el reflejo de otro, tampoco la mente puede pensarse sino en la medida en que piensa algo. No hay pensamiento sin objeto, ni conciencia sin término al que referirse. Pensar es siempre pensar algo, y querer pensar en la mente misma, como si fuese el primer objeto, es caer en un círculo o, peor aún, en el vacío.
La misma experiencia demuestra que allí donde cesan los estímulos externos o internos, como sucede en el sueño profundo, la anestesia o ciertos estados mórbidos, cesa también la conciencia de uno mismo. Pues el yo no se experimenta sino entre las cosas, entre luces, sonidos, figuras, resistencias, y si se priva de ellas, se extingue como luz sin materia que la reciba. Ser sujeto, por tanto, es estar entre otros entes, y no al margen de ellos. Y quien quiera ser centro, ha de tener en torno una periferia, pues lo uno se define por lo otro.
Todo obrar humano, toda deliberación, todo juicio práctico o teórico supone una cierta experiencia del ser, ya sea como medio, como obstáculo o como fin. No hay voluntad que no se mida con las cosas, ni inteligencia que no se oriente por ellas. Hasta las ideas más abstractas, como las de número, justicia o infinito, requieren del entendimiento una cierta conversión hacia lo concreto, hacia imágenes sensibles, sin las cuales se torna estéril su especulación. El entendimiento humano indiget phantasmate, decía el Aquinate, y con razón.
Así, lo primero en el orden del conocer no es el concepto, ni la conciencia de sí, ni tampoco una estructura a priori del entendimiento, sino la sensación viva, el encuentro con algo que no soy yo, y que sin embargo me afecta. De ahí que los primeros entes conocidos sean entes sensibles, concretos, determinados. Solo a partir de ellos se eleva el alma humana, por un proceso de abstracción, a los universales, a las esencias, a los géneros y especies, y finalmente al ser en cuanto ser.
Mas si se pretende un saber verdaderamente universal, no puede fundarse sino en aquello que se dice de todo ente en cuanto ente. Lo que hay de común entre el árbol y la casa, entre el dolor y la memoria, entre el número y el hombre, no es sino esto: que son. Y sobre esto trata la ciencia que Aristóteles llamó filosofía primera y nosotros llamamos ontología.
Erró, pues, no solo Descartes, sino también sus sucesores modernos: el inglés que todo lo remitió a la experiencia interior; el alemán que hizo del sujeto trascendental el origen de los objetos; el otro que divinizó la Idea, y aquellos que en nombre de la existencia, de la vida o del arrojo al mundo, quisieron abolir la primacía del ser. Todos, a su modo, derivan de aquella inversión primera por la cual el yo se antepuso al ente. Pero todos, también, han de reconocer que incluso su yo, su vida, su existencia o su voluntad, en tanto son, participan de ese ser que pretendían relegar.
Por eso, y para concluir como conviene, digamos con el antiguo Eleata: hay el ser. Que haya un algo, eso es lo primero. Y todo lo demás, sea pensar, dudar, querer o vivir, no hace sino suponerlo. Así lo comprendió ya el Tomás de Aquino antes que Descartes formulase su célebre ego cogito, ego sum: nadie puede pensar que no existe y aceptarlo. Nadie puede pensar que no existe sin ser. Y con esto basta para comenzar de nuevo, no por la ruta del yo, sino por la del ente.