Del origen y naturaleza del método demostrativo

Es digno de notarse en los anales del saber humano que el primer destello de lo que hoy llamamos demostración científica se remonta, según la común opinión de los doctos, al siglo quinto antes de la venida de Nuestro Señor. En aquel tiempo floreció Tales de Mileto, varón insigne entre los griegos, a quien se atribuye la primacía en haber probado por vía de discurso riguroso un teorema —el que aún lleva su nombre—, siendo ésta la primera vez, según la tradición, que se impuso a la naturaleza una ley por medio de la razón.

Las escuelas de sabiduría que por entonces ya habían tomado cuerpo en las colonias helénicas, formadas a la sombra de la tradición y bajo la tutela de las musas, instituyeron el ideal de la ciencia como un sistema trabado de enunciados deducidos con orden y concierto, a ejemplo de lo que allí se enseñaba bajo el nombre de matemáticas. No es del caso inquirir si Tales fue el verdadero inventor de tal demostración o si la recibió por transmisión de escuela alguna. Lo que en verdad importa es que el modelo de ciencia así forjado —primero aplicado a la matemática y a los movimientos celestes— quedó desde entonces delineado con contornos tan firmes, que ni el paso de los siglos ha logrado borrarlos.

Este ideal consiste en el uso metódico de la demostración como instrumento para alcanzar certezas. Llámase demostración a aquel discurso necesario que, partiendo de principios reputados verdaderos, concluye con sentencias que no pueden menos que serlo también. Tal es su fuerza, que si se admiten las premisas, la conclusión se impone con necesidad. Véase por ejemplo el siguiente silogismo: «Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre»; de aquí se sigue, sin posible repugnancia, que «Sócrates es mortal». Si alguno negara esta conclusión, deberá o rechazar la universalidad de la primera premisa o negar la pertenencia de Sócrates al género humano. Lo que no puede, sin incurrir en contradicción, es afirmar ambas premisas y a la vez negar la consecuencia que de ellas dimana.

Toda demostración se origina en ciertos principios. Unos son inmediatos, como las mismas premisas de que parte el discurso, sustentadas a su vez por verdades más altas; otros son remotos y pueden pertenecer al común patrimonio de todas las ciencias, como lo son el principio de contradicción o el de causalidad. Hay también principios propios de cada disciplina, como los axiomas y postulados en la matemática, o las verdades reveladas en la teología cristiana.

Este método fecundo pasó más tarde, merced al trabajo diligente de los doctores escolásticos, a la filosofía y a la sagrada teología, donde halló campo fértil y ensanchó sus dominios. Y aunque con el transcurrir del tiempo perdió el cetro que otrora empuñó con firmeza, no por eso dejó de subsistir con vida vigorosa hasta nuestros días. Hoy conviven con él otras especies de saber: las ciencias geométrico-materiales, las teleológicas y las que versan sobre los asuntos humanos, todas las cuales, si bien diversas en objeto y método, no desdeñan el rigor y la claridad que aquel modelo antiguo supo imprimir a las disciplinas de su tiempo.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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