Quien dice que tiene derecho a la vida no está diciendo que hay algo en su persona con ese nombre, como si fuera parecido a tener estómago o bazo. Tener ese derecho significa que el Estado tiene el deber de protegerla. Con ese sentido lo reconoce el comienzo del artículo 15 de la Constitución de 1978, que dice que “todos tienen derecho a la vida”.
Nunca antes una constitución española, de las seis que ha habido desde 1812, había promulgado el derecho a la vida. La razón es clara: es que no era necesario, como no es necesario promulgar el derecho a la amistad o al deporte. No es indiferencia o menosprecio por la vida, como no lo es por la amistad o el deporte.
No es tampoco una anomalía de nuestra historia constitucional, pues lo mismo ha sucedido en todas partes. En la Bill of Rights inglesa de 1689 y en la Constitución americana de 1787, enmienda nº 8, se prohíben las penas crueles, en la francesa de 1848 se alude a la pena de muerte. Algo muy general se dice sobre el derecho inalienable a la vida en la Declaración del Buen Pueblo de Virginia de 1776 y en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de ese mismo año. Esta última es de sobra conocida: “Sostenemos como evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Pero nunca, en ninguna parte, se había pensado en la necesidad de que la ley declarase la vida como un derecho.
La situación cambió cuando las vidas humanas fueron sometidas a un proceso industrial de destrucción en el siglo XX, sobre todo en la Segunda Guerra Mundial, una atrocidad sin parangón en la historia de la humanidad, que vino acompañada de una insondable degradación de la dignidad del ser humano. Alguien desató la furia del Averno y una tempestad de acero devastó las tierras de medio mundo, cuando tantos millones de hombres, por la saña que insuflaron en ellos las religiones civiles del siglo XX, decidieron matarse entre sí en una guerra total que no distinguía entre campos de batalla y poblaciones ajenas, entre soldados y civiles. Todos fueron igualmente objetivos de estrategia militar.
Los ideales de progreso y confianza en la perfección del hombre de los dos siglos anteriores saltaron por los aires.
Luego, cuando hubo que rehacer lo que se había deshecho, cuando los que quedaron en pie entendieron nuevamente que era preciso volver a vivir en comunidades ordenadas, se vio la necesidad de dar a la vida la máxima protección en las normas legales y de presentarla como un derecho fundamental, base de todos los demás. Se había comprendido que hallarse vivo no es algo a lo que uno puede dedicar sus esfuerzos como los dedica a la amistad o el deporte, sino mucho más frágil y mucho más sujeto a la amenaza de los mismos Estados que ahora estaban dispuestos a convertirse en protectores suyos. Los humanos modernos son más despiadados que los antiguos y tienen herramientas más poderosas para aniquilarse. Por eso su vida requiere atención especial y por eso se reconoce como norma fundamental en las Constituciones actuales.