Apocalípticos

Beato de Liébana: Los cuatro jinetes del Apocalipsis

El modelo original de los apocalípticos de todos los tiempos es el bíblico. Ninguno tan denso como aquél, ninguno causa un estremecimiento igual:

“Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer viviente que decía: ‘Ven’. Y vi un caballo negro; el jinete tenía en la mano una balanza. Y oí como una voz en medio de los cuatro vivientes que decía: ‘Una medida de trigo, un denario; tres medidas de cebada, un denario; al aceite y al vino no los dañes’. Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto viviente que decía: ‘Ven’. Y vi un caballo amarillento; el jinete se llamaba Muerte, y el Abismo lo seguía. Se les dio potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, hambre, epidemias y con las fieras salvajes.” (Apocalipsis, 6)

Los augures posteriores carecen de esa fuerza. Han ido variando según los tiempos. Gustavo Bueno (Pavores ecológicos) presenta el caso de Lactancio, que vivió en tiempo de Diocleciano, como propio de una sociedad agraria, y el de Gribbin, seguidor de Hawking, como propio de una industrial.

En Instituciones divinas, libro VII, asegura Lactancio que: “el Sol oscurecerá para siempre, de forma que no habrá diferencia entre el día y la noche, la Luna ya no se pondrá durante tres horas, sino que, manchada constantemente en sangre, hará recorridos extraños para que el hombre no pueda conocer ni el curso de las estrellas ni el significado de los tiempos. Vendrá, en efecto, el Verano en Invierno, el Invierno en Verano. Entonces, los años se acortarán, los meses serán más breves y los días más cortos, y las estrellas caerán en gran abundancia, de forma que el cielo quedará totalmente ciego al no haber en él ninguna luz.”

Diocleciano, autor de la más sangrienta persecución de cristianos, dispuso un control estatal de los precios para controlar la inflación, lo que dio como resultado una gran hambruna. La misma determinación tomaron, con iguales efectos, Robespierre en 1793 y Lenin en 1921. En aquella primera etapa de desastre y sufrimiento en el Imperio de Roma por la manipulación de los precios diseñó Lactancio su versión del Apocalipsis.

La versión de Gribbin dice así: “…sin más hidrógeno que quemar, la estrella ya no puede resistir más la atracción de la gravedad y el núcleo empieza a colapsar otra vez, pero esto libera más energía gravitatoria en forma de calor y, como resultado, comienzan nuevas reacciones nucleares que convierten helio en carbono. La energía liberada en el proceso hace que se expandan las capas externas de la estrella y esta es la razón por la cual la Tierra será engullida por el Sol dentro de unos 5.000 millones de años.”

Los dos describen el fin del mundo de forma casi idéntica, pese a que el primero se apoya directamente en el Apocalipsis bíblico y el segundo forja sus ideas por medio de ecuaciones de la física cuántica.

Entre esas dos ha habido otras muchas, pues el género es inagotable. Repasarlas produce una cierta melancolía y, si se ha sido adepto de alguna de esas que predice la aurora de un nuevo mundo después de un periodo de sangre, muerte y destrucción del viejo, la melancolía se trueca en un efecto devastador. Son viejas esperanzas y temores que han quedado petrificados en las imágenes de color sepia de la memoria, allí donde posan parientes olvidados, amigos desaparecidos, personas, hechos pronósticos, preocupaciones, esperanzas vanas y otros fuegos fatuos, todo confundido en una figura que mira con ojos de extrañeza nuestro presente.

Algo hay, no obstante, indeleble, algo que el tiempo no hace mutar. Es la malla, entre conceptual y afectiva, más de lo segundo que de lo primero, con que se quiere atrapar la realidad, la malla que categoriza el antes y el ahora. Es la inveterada inclinación apocalíptica, que los gerifaltes de hoy plasman en asuntos menores que los predichos por Lactancio y Gribbin, en asuntos telúricos, de este planeta, y no cósmicos, como los de ellos dos.

Lo atestiguan los augurios de los últimos cincuenta o sesenta años, todos ellos incumplidos. El modelo se repite una y otra vez y cuando fracasa en una ocasión siempre hay otra que adviene a dar motivo para predecir lo mismo, el Armagedón.

La primera fue acaso la predicción del fin del petróleo. Se agotará en pocos lustros, se decía en los sesenta y setenta del siglo pasado. Y se creyó que los motores se detendrían, los estantes de las tiendas se vaciarían, los hogares temblarían de frío y hambre y el jinete llamado Muerte recorrería la Tierra a lomos de su corcel amarillento. Pero no se cumplió.

Luego fue la de la capa de ozono, cuya volatilización iba a dejar pasar los rayos del Sol sin filtro alguno, aumentando la radiación UVB, lo que provocaría daños al medio ambiente y a la vida de animales y humanos. Le seguirían el aumento del cáncer, de las graves afecciones oculares, el debilitamiento del sistema inmunológico, etc. Tampoco en esta ocasión pudo verse al jinete sobre su caballo amarillento.

Más tarde fue la Edad de Hielo: escasez de agua en extensas latitudes, clima siberiano en Inglaterra… Después, o al mismo tiempo, se profetizó el derretimiento del Ártico, las inundaciones, la desaparición de islas bajo las aguas, el retroceso de las costas. Tampoco entonces nos visitó el jinete llamado Muerte.

Todos estas profecías han ido a parar al fondo de color sepia de las fotografías y los titulares de periódicos, que momifican el pasado y prueban cuán inútil y vano ha sido en gran parte de lo que trajo consigo.

Pero los avisos apocalípticos no se agotan. Ahora se nos conmina a no usar ningún combustible fósil, ni plaguicidas, ni aire acondicionado, ni casas unifamiliares, y se nos dice que no debemos tener hijos. Todo con tal de restaurar los derechos de la naturaleza contra el hombre, aunque los que así nos amonestan no dicen qué entienden por naturaleza. De todo ello se ocupa, entre otros organismos, la agenda 2030.

También este pasará, pero otros vendrán detrás de él predicando otros espantos.

Los hechos pasan, las personas pasamos, pero los modelos explicativos no pasan, por muy escasa o nula consistencia que tengan.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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