El cartel de Semana Santa

Es un cartel, seleccionado por las hermandades como emblema de la Semana Santa de este año en Sevilla, que ha despertado controversia. Algunos han apreciado en él una sutil defensa de la homosexualidad en lugar de la imagen de Cristo resucitado que era de esperar para esos días sagrados, una cierta insinuación erótica en lugar del núcleo de nuestra religión: “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”.

No pretendo terciar en la polémica, sino solamente señalar que, en caso de que sea lo que algunos han dicho que es, elogio de la homosexualidad, entonces se puede entender como signo claro de una religión oculta, como, como enseña Carl Christian Bry en Religiones encubiertas evocando a Oscar Wilde.

Conviene recordar que en Wilde, aquel dandi de pluma afilada y mente inquieta, la homosexualidad no se limita a un deseo carnal, sino que expande su sentido hasta presentarse como una forma superior de belleza, virtud y amistad. El poeta y dramaturgo, que estaba casado con Constance Lloyd, de la que tuvo dos hijos, fue amante de Lord Alfred Douglas, hijo del marqués de Queensbury, quien deslizó un papel tachándolo de sodomita en el club que frecuentaba el escritor. Éste, ofendido, lo denunció por difamación, pero el juicio se volvió en su contra al probarse que había mantenido relaciones con Douglas y otros hombres. Se le condenó por indecencia grave a trabajos forzados.

Wilde, según Bry, es un profeta de una religión encubierta, entre las que hay que contar también el psicoanálisis, el socialismo, el racismo, el feminismo y otras más que se han extendido por las mentes actuales. En una conversación con su amigo Harris desplegó los fundamentos de su religión oculta con elocuencia superior a la de los jueces que lo condenaron.

Según él, la belleza de un chico es incomparablemente superior a la de una chica, como sabe muy bien el escultor, que se ve obligado a suavizar caderas prominentes, aminorar pechos grandes, moldeándolos de modo que sean más ligeros, redondos, firmes y pequeños. En suma, procura que se parezca lo más posible a un joven. La belleza femenina no es más que deseo sexual masculino velado, un engañoso juego de sombras.

He aquí una teoría estética que desborda un simple deseo sexual que sintió su autor.

Hay más. En lo tocante a la ética la homosexualidad muestra también ser muy superior. Un joven es desprendido, no es celoso, no quiere nada, ofrece todo, desconoce los celos, el rencor y la envidia que siente una joven, sobre todo por el trabajo de un varón. Una chica comienza siendo un gato, un chico un hombre. Si una mujer siente pasión se degrada, porque necesita seducir, requiere el deseo del hombre. Esa es su forma de dar cumplida satisfacción a su vanidad.

Lo cual es una teoría ética, que también  desborda el deseo privado de su autor, añadida a la anterior.

Si los que desconfían del motivo del cartel están en lo cierto, este joven resucitado es más bien un enigma, un puente entre dos mundos, algo que no se sabe si es un icono de la religión católica o pertenece a una religión encubierta. Pero sigamos con Wilde.

Sigue diciendo éste en su conversación con Harris que lo que el común de los mortales llama vicio no lo es en absoluto. Al contrario, es algo tan bueno como supieron verlo Sócrates (quien dijo no haber tenido nunca relaciones con un muchacho, algo que Wildde debió desconocer), César, Alejandro, Miguel Ángel y Shakespeare (Bry añade que a muchos alemanes les gustaría incluir a Federico el Grande) Fue convertido en crimen por los hipócritas ingleses y alemanes, pero no es crimen ni enfermedad. Si fuera esto último afectaría a los que poseen un espíritu más organizado. Wilde se ve a sí mismo como Galileo, un precursor de otro tiempo que habrá de venir.

Ahora es una teoría de la historia.

Los argumentos van ampliándose hasta llegar a una posición desde la que todo queda desvelado y nítido: el sentido de la belleza, de la virtud y de la historia.

Pero Harris no se deja convencer. Aduce que el escultor también se ve obligado a moldear el cuerpo de un joven, a redondear su torso, procurar que sus tobillos no sean anchos ni sus rodillas puntiagudas; acepta que puede no ser celoso, pero entonces tampoco está inclinado al sacrificio, y que si da menos afecto es porque solamente es capaz de sexo, no de algo más profundo o personal. Además, aun aceptando que la homosexualidad sea un prejuicio, ha sido mantenido durante miles de generaciones y de poblaciones distintas, lo cual habla en su contra más que un millón de razones a favor. Es lo que ha sucedido también con la antropofagia, cuya práctica tiene a su favor que la carne humana es seguramente más nutritiva y sabrosa que la de vaca; sin embargo un prejuicio universal, trocado en repugnancia, nos veta su consumo. No es el razonamiento el que nos impide comernos unos a otros, sino esa inveterada repugnancia. Así se relacionan entre sí los humanos, no por la luz de la razón, sino por una variante que procede de lo hondo del tiempo.

Por último, esgrime el argumento demoledor contra Wilde, el que lo denuncia como profeta de la religión oculta del homosexualismo. Si es cierto, dice, que la humanidad sigue la senda que tú has empezado a recorrer, entonces tienes motivos para estar satisfecho de tu función en esta vida, pues eres un nuevo Galileo. En lugar de escribir en tu celda un libro contra Lord Alfred Douglas, lo has escrito para presentar tu acción como la de un profeta que se sitúa por encima de sus contemporáneos. Con él dices que estás por encima de todos nosotros. Tu castigo es tu justificación. ¿Qué más puedes pedir?

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada ha sido publicada en Filosofía práctica, Moral y etiquetada como , , , . Guarda el enlace permanente.