Todo aquel que ame la libertad tiene que defender el derecho de los trabajadores a asociarse y formar sindicatos, pero también debe oponerse a que éstos se conviertan en organizaciones cuyo poder de coacción llegue a ser tan grande que un sistema democrático pueda hacer poco por detenerlo sin dañarse a sí mismo.
Ese poder de coacción no es principalmente el que se manifiesta en forma de brigadas de choque o piquetes informativos organizados con el fin de forzar a los indecisos a que se sumen a su causa y de hacer callar a los adversarios de la misma.
La coacción es más fuerte y efectiva, aunque menos visible, en los convenios colectivos. La justificación ideológica de éstos, como de todo lo que hacen los sindicatos, es que éstos son los principales promotores del aumento del empleo y del nivel de vida de los trabajadores, lo cual es falso.
El precio de las mercancías solo puede elevarse por restricción de las mismas, por imposición legal o por ambas causas actuando de consuno. Lo mismo sucede con los sueldos, que solo pueden elevarse si se restringe la oferta, si lo ordena el Estado o por ambos motivos a la vez.
La acción de las burocracias sindicales en los convenios supone esta doble imposición. Impiden, por un lado, que algunos o muchos trabajadores accedan a un puesto de trabajo por el que estarían dispuestos a cobrar menos y fuerzan, por el otro, al empresario a contratar a menos gente porque tiene que pagar sueldos más altos. A esta doble coacción, que en realidad es el anverso y el reverso de lo mismo, se suma la autoridad de la ley, que la hace irresistible.
Podría pensarse que aquí el fin -conseguir el acceso al empleo o el aumento del mismo- justifica los medios -la coacción sobre los trabajadores para que no acepten un sueldo inferior al estipulado por el convenio y sobre el empresario para que no lo pague-, pero es un error, pues sucede justamente al revés: a la larga no aumenta ni el número de empleos ni el nivel salarial de los mismos.
Y aunque no fuera así, aunque el aura de legitimidad de que gozan estas burocracias sindicales respondiera a los hechos, seguiría siendo un atentado contra la libertad que la ley continuara permitiendo el privilegio de que unas organizaciones privadas puedan presionar a otras personas. Una sociedad de individuos libres no puede consentirlo, porque «Donde el interés individual es suprimido violentamente, queda sustituido por un oneroso y opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad», según dijo Juan Pablo II en Centesimus Annus, 1 de mayo 1990
(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez. Archivo sonoro : Emiliano Fernández (23-11-11))