De las especies de tonto, la suprema es una cierta clase de ignorancia sobre la que ha pensado la filosofía desde su nacimiento en las obras de Platón. Su figura se encuentra bien dibujada en El banquete, donde se relaciona con el amor al saber.
Sócrates dice en este diálogo que el dios Amor es hijo de Poros, el Recurso, y de Penía, por lo que no puede ser otra cosa que privación, miseria, carencia de hogar, rudeza y terquedad. El amor, en suma, es feo. Por eso ama la belleza, pues nadie ama lo que tiene ya.
Por eso también tiene que ser filósofo, porque, no siendo bello, desea ardientemente las cosas bellas y el saber es una de ellas. Los dioses, por el contrario, no son filósofos, pues son sabios. No pueden desear ser lo que ya son. Tampoco son filósofos los ignorantes, pero por el motivo opuesto, porque, para su mal, creen ser sabios sin serlo.
En El banquete se afirma que el filósofo
-Se encuentra en el término medio entre la sabiduría y la ignorancia. Pues he aquí lo que sucede: ninguno de los dioses filosofa ni desea hacerse sabio, porque ya lo es, ni filosofa todo aquel que sea sabio. Pero a su vez los ignorantes ni filosofan ni desean hacerse sabios, pues en esto estriba el mal de la ignorancia: en no ser ni noble, ni bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en grado suficiente. Así, el que no cree estar falto de nada no siente deseo de lo que no cree necesitar.
–Entonces, ¿quiénes son los que filosofan, Diotima –le dije yo–, si no son los sabios ni los ignorantes?
–Claro es ya incluso para un niño –respondió– que son los intermedios entre los unos y los otros, entre los cuales estará también el Amor. Pues es la sabiduría una de las cosas bellas y el Amor es amor respecto de lo bello, de suerte que es necesario que el Amor sea filósofo y, por ser filósofo, algo intermedio entre el sabio y el ignorante.
Está entre el saber y el no saber, entre el dios y el ignorante. Éste no sabe que lo es y por eso nunca será sabio. Es lo que dice Ortega mucho más tarde: la desgracia del tonto es que no lo sabe. Su mal es incurable. La diferencia entre él y el filósofo no es que éste sea sabio, sino que reconoce que no lo es. Ha reconocido la apariencia, la ha destruido y, ahora sí, puede adquirir el saber.
Aprender algo solo está al alcance de quien reconoce que su saber es aparente. Ahí surge el amor al saber. Es imposible que entre nada en la cabeza de quien no ha dado ese paso.
Para discutir con un ignorante habría que hacerle apearse de su ignorancia para así poder combatir a pie. Pero nunca se bajará del burro. Jamás se rendirá. Y, sea cual sea el asunto de que se trate, siempre se declarará vencedor. Y siempre encontrará muchos para confirmárselo.