Muchos periodistas y políticos que critican con demasiada facilidad a los funcionarios o bien no saben lo que dicen o bien abrigan propósitos y objetivos perversos. Para no caer en estos errores y para comprender algunas voces que dicen lo que dicen pensando en la mano que les da de comer es preciso tener en cuenta el papel del funcionario público independiente.
Los partidos políticos no son otra cosa que organizaciones para conseguir el poder. Esto es evidente. Lo que no es tan evidente para algunos -y otros tratan de ocultarlo- es que, tras ese objetivo primero hay otro no menos real: la distribución de cargos. Muchas tensiones habidas en el interior de cada partido, tensiones que son con frecuencia mayores que las habidas entre partido y partido, se deben únicamente a la lucha por los cargos y prebendas que otorga el poder. En la práctica cotidiana no es el programa ideológico lo que dirige la acción política, sino la mejor o peor posición de los individuos para copar un puesto bien remunerado. Esto es suficiente casi siempre para postergar los fines ideológicos que esgrimirá la propaganda para arrastrar al electorado, fines que habitualmente son mera fraseología.
En España esto es perfectamente visible para cualquiera. Con la proliferación de puestos estatales que ha traído consigo el régimen del 78 esta tendencia ha aumentado casi hasta el delirio. No es de creer que en tiempos de Cánovas y Sagasta, cuando el sistema de elecciones era un procedimiento organizado por el Ministerio del Interior –que siempre ganaba las elecciones, según se decía entonces- para turnarse pacíficamente en el reparto de cargos, sucediera igual que ahora. El espectáculo que podremos ver si finalmente el PSOE sufre una catástrofe el 20N será aleccionador para quien no haya comprendido esta forma normal del funcionamiento de los partidos políticos por causa de alguna venda ideológica que le tape los ojos.
Para la estabilidad y eficacia de la administración de la pólis, esta tendencia de los partidos debería haber tenido su opuesto en la evolución de una clase funcionarial libre e independiente compuesta de un número suficiente de trabajadores especializados y capaces que hubieran accedido a su puesto después de un largo periodo de preparación y sin depender de ningún partido o sindicato. Una clase de funcionarios entregados a su trabajo sine ira et studio, con dedicación e imparcialidad, como señaló Max Weber, sería la única salvaguarda frente a la enorme corrupción e incompetencia que hoy se cierne sobre todos nosotros, porque, mientras el valor predominante de los miembros del partido es el triunfo de éste y el saqueo consecuente de los puestos del Estado, el de los funcionarios libres, independientes e inamovibles solo puede ser la integridad. Estos no deben nada a nadie y su estabilidad depende del buen funcionamiento de la administración. No tienen, pues, motivos para obedecer consignas partidarias, que solo pueden entorpecer su trabajo y rebajar su función.
Si el Estado se llena de aficionados y servidores del partido de turno no solo se resiente la gestión de los asuntos de los ciudadanos, sino también la economía y la misma organización social. Cuando la educación pública, la justicia, la milicia, las finanzas o la aplicación de las nuevas tecnologías al gobierno de la pólis caen en manos de aficionados y diletantes todo corre el riesgo seguro de arruinarse.
Acabo con un ejemplo: la Junta Andaluza, se dice, ha colocado a treinta mil individuos sin otra cualificación que la de moverse en los aledaños del partido que la gobierna. Esa clase de acciones es la que perjudica gravemente a los ciudadanos, no tanto por el hecho de que un número tan alto de sujetos haya conseguido a su costa un puesto de trabajo vitalicio, sino porque sus asuntos serán gestionados por gente de partido.