Ya se presente como Estado de Derecho, Estado de Cultura, de Bienestar o con cualquier otro rótulo con el que se pretenda ocultar su verdadero ser, lo cierto es que el poder político solo existe para triturar y asimilar las estructuras sociales que se oponen a su expansión. Vive en permanente agresión contra la sociedad de la que emana y de la que se nutre. En el extremo puede incluso destruirla, como el escorpión de la fábula: “es que está en mi naturaleza”, dijo clavando su aguijón en la cabeza de la tortuga que le trasladaba a la otra orilla del río, a pesar de que antes había tratado de convencerla, con razón, de que un acto así sería letal para él mismo tanto como para ella.
Está en la naturaleza del poder establecer alianzas con los estratos más bajos de la sociedad y alimentar sus inclinaciones e impulsos más bajos con el fin de lograr la ruina de toda autoridad moral, religiosa o intelectual que pueda hacerle frente. “Hay que cortar las espigas más altas”, dijo a Periandro de Mileto el viejo tirano de Corinto.
Es una constante y no hay que extrañarse de ello. Es la savia que recorre todas sus ramas. En nuestro tiempo viene siendo así con más claridad desde que los revolucionarios parisinos coparon un poder absoluto que había sido preparado para ellos por un monarca absoluto, Luis XIV. Él no podía saberlo, como tampoco sabía tal vez que la marcha de las cosas conduce a lugares que los hombres descubren con pasmo cuando ya han llegado, siendo así que ellos mismos han colaborado de forma decisiva en ello sin saberlo. Los revolucionarios llegaron a la cima de lo político y ensancharon y profundizaron su influjo hasta límites que nadie habría podido soñar antes. Desde entonces no ha variado esa constante. Cambian las formas, desde luego, pues no es lo mismo ejercer el dominio desde el centro de la nación que desde el municipio. Muchos creen que es más suave cuando se ejerce desde más abajo, pero están en un error, un error inducido por los poderosos. Cuanto más se desciende desde la cumbre, más aumenta la presión atmosférica. Algunos hombres libres antiguos amaban lo que ahora dicen odiar otros con el nombre de centralización: procul a Iove, procul a fulmine, (lejos de Júpiter, lejos del rayo)
Aunque es mayor el dominio del de arriba, el de abajo, el que está justo al lado del súbdito, es más opresor. El despilfarro propio del nuevo rico, el gusto hortera por todo lo que brilla, el nepotismo en todas sus formas y otras mil componendas de que usa y abusa el pequeño cacique son las variadas maneras en que el ascenso al poder asombra a los de abajo y los convierte en sus seguidores. Pero cuando llega la fiesta a su final es cuando observan con amargura que es obra de sus manos, que en sus manos estuvo detenerlo y que no lo hicieron porque no supieron lo que entonces hacían.