Pensar, oponer ideas a ideas, es algo inevitable, aunque para muchos no lo sea. En ciertos asuntos no será un medio, sino un fin. Así ha sido para los que merecen el nombre de filósofos, cuyos pensamientos son ahora la historia de la filosofía y también el fondo sobre el que siguen discurriendo algunos otros. Ahora bien, pensar es un arte que nadie tiene por su nacimiento, sea éste cual sea. No hay aquí tampoco caminos reales, dispuestos para que algunos privilegidos transiten por ellos sin esfuerzo. Además, el armazón de la mente del que hace filosofía es el que contruyeron otros hombres que han desaparecido en su mayoría hace muchos años. Con ellos se han esfumado también las costumbres, instituciones, sistemas políticos y creencias del pasado, pero lo que ellos idearon para entender su entorno permanece sigue vivo todavía y tiene todo el aspecto de ser indestructible.
Las ideas resisten más que las piedras. El pasado no es cosa pasada, pues nosotros mismos somos pasado. Los conceptos que creemos más nuestros son heredados. Pasa lo mismo con las inclinaciones y sentimientos, pero no hablamos ahora de esto. Podemos creer muchas veces ser su origen y es porque de ellos hemos hecho vida y personalidad sin darnos cuenta. Luego, si nuestro intelecto procede del pasado, éste es más real que el futuro e incluso que el presente. Lo mismo cabe decir, vuelvo a repetir, de nuestra emotividad, porque los sentimientos no proceden directamente de nosotros, sino del filtro que en un momento histórico concreto proporciona la relación de la biología de cada individuo con su entorno humano, natural y artificial. Pese a lo que parezca a quien lo siente, un sentimiento nunca es causa, sino siempre efecto. Pero ya he advertido que no es de los sentimientos de lo que quería hablar aquí, aunque no tengo más remedio que dedicarles alguna atención.
Nuestra vida es tiempo y el tiempo todo lo arrolla incesantemente, complicándose y retorciéndose sin orden aparente. La vida es un barullo casi impenetrable. ¿Cómo pensarla? Las ideas que sobre ella se han producido, a veces sólo un pálido reflejo suyo, se han entremezclado, enrarecido y complicado de un modo casi tan inextricable como la misma vida que pretendían penetrar; han sido ideas con que los hombres procuraban enfrentarse a la muerte, a Dios, la justicia… y que a la postre han acabado por formar un cuerpo extraño superpuesto a la acción y la vida. ¿De qué hablan? Hay quien opina, casi increíblemente, que se hablan entre sí y utilizan a los hombres para expresarse. Otros, por el contrario, piensan que son simples sombras de una realidad más auténtica.
Es una banalidad insistir en que la vida no es clara, como nosotros tampoco somos claros ni límpidos. Llenos de impresiones contrarias y de ideas contrapuestas, nadie hay que no goce alguna vez resolviendo un problema lógico, y nadie hay tan intachablemente lógico que alguna vez no se haya estremecido con el roce de una caricia. Nadie es sencillo, y si alguien lo es, está cerrando los ojos a la vida. Es un puritano. «Quien por una inclinación nunca padeció dolor, tampoco gozó de alegría a causa de una inclinación» (Strassburg, G., Tristán e Isolda, Editora Nacional, Madrid, 1982, pág. 43) y una vida así no merece ser vivida. Pensar y sentir van juntos.
Todo esto venía a cuento de la filosofía. Continuará.