San Ambrosio y la lectura en soledad

San Ambrosio. Tabla del monasterio de Santa María de Sigena (Fotografía de Ángel M. Felicísimo)

Yo doy mi paseo cotidiano apenas despunta el alba. El horizonte es amplio, el cielo alto y azul. Algunas nubes blancas pasan por él. Siempre miro un instante una gran encina, sólida en su suelo. Paso por un pequeño parque donde las hojas de las acacias emiten un destello verde por la luz sobre el rocío de las hojas. Vuelvo luego a casa y a mi estudio. Me esperan el café y su aroma. Después viene la lectura a solas, durante dos o tres horas.

Abro el libro donde lo dejé: la Confesiones, de san Agustín, capítulo III. Su espíritu, continúa diciendo la página que leo ahora, vivía inquieto en la discusión y la investigación y tenía a Ambrosio como hombre feliz –“sólo su celibato me parecía trabajoso”-; sigue hablando de su maestro y se sorprende de algo. Su sorpresa me desconcierta: el gran predicador que fue el Obispo de Milán, quieta la voz, leía llevando su vista por el texto y penetrando su sentido, pero sin mover siquiera los labios. ¡Leía sólo con los ojos! Intenta san Agustín hallar la causa y dice que lo hace así porque se le tomaba la garganta con facilidad y él tenía que reservarla para la predicación.

Las preguntas me vienen solas: ¿cómo leía entonces san Agustín?, ¿cómo leían todos en aquel tiempo?, ¿lo hacían en grupo acaso? ¿yerran todos esos cuadros que pintan a los santos de la Antigüedad enfrascados en la lectura de un códice o un pergamino? Dejo la lectura e intento resolver el enigma.

La solución llega pronto. La lectura en soledad no existía en aquel tiempo. Uno leía, o más bien declamaba, y los otros escuchaban. La lectura exigía antes estudio y comprensión, y luego interpretación y entonación adecuadas por parte del lector.

La escritura era continua –scriptio continua-, sin separación de palabras ni frases, sin comas, puntos, signos de interrogación o de admiración, sin distinción de mayúsculas y minúsculas, con numerosas abreviaturas que había que descifrar… La lectura era una tarea difícil que había que preparar concienzudamente.

Sea el sencillo ejemplo siguiente para comprenderlo. Es casi imposible saber lo que dicen los dos primeros versos de la Eneida puestos en escritura continua:

ARMAVIRV ^ QCANOTROIÆ Q PRIMVSABORISITALIA ^ FATO P FVGVSLAVINIAQVENITLITORA

No hay siquiera separación entre versos. Pero hoy están al alcance de cualquiera:

Arma virumque cano, Troiae qui primus ab oris – Italiam, fato profugus, Laviniaque venit (Canto a las armas y a un varón que, prófugo del hado, – vino el primero a Italia y el litoral de Lavinia). Separación de palabras, frases, versos, ausencia de abreviaturas, distinción de mayúsculas y minúsculas, etc. Toda una serie de signos que ahora facilitan la lectura eran y antes eran inexistentes. La lectura era antiguamente una decodificación de textos indescifrables para quien no fuera experto. Era también por fuerza un acto colectivo. Hoy es un ejercicio sencillo que está al alcance de cualquiera.

Vuelvo a mi lectura de las Confesiones. Ahora, se dice, la lectura es soledad, pero yo lo dudo. Unos breves renglones me han hecho sentir el deleite de saberme continuador de aquel que puso en práctica el primero la “lectura ambrosiana”.

El cielo sigue azul en lo alto. Las nubes siguen siendo blancas. El rocío se ha extinguido en las acacias. Yo no estoy solo mientras leo. Un hilo apenas oculto enlaza mi mente con la de aquellos de quienes aprendo. Pequeños cambios apenas perceptibles instauran un orden amplio sobre el mundo.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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