Un hidalgo de Castilla es un hombre nacido en un reino que no vio el mar. Pudo quizá contemplarlo por vez primera en la mirada de doña Jimena, la gentil esposa del Cid Campeador, cuando fue conducida al reino moro de Valencia. Lo cual sucedió mucho antes de que Castilla se asomara a la Mar Océana en unas carabelas gobernadas por un marino genovés.
Nació y vivió su primera edad en un amplio caserón de amplias estancias y pocos muebles robustos -la ropa olía a jabón en los arcones- de uno de esos pueblos que salpican la inmensa llanada, donde el confín a que llegan los ojos se extiende hasta las colinas azuladas. Siempre habría de recordar los campos ocres en invierno, dorados en otoño, verdes en primavera.
Un hidalgo de Castilla, dice Quevedo, prefiere pasar hambre antes que robar o molestar a una mujer. Hambre pasó el hidalgo del Lazarillo, que no consentía quitarse el sombrero antes que su vecino. Pudo ser aquel hombre noble, bueno y gallardo a quien tanto cariño profesaba Lázaro. O pudo ser don Quijote, el hidalgo manchego que abandonó el sosiego del hogar y prefirió andar los caminos a lomos de su caballo para que hubiera menos injusticia en este mundo. O quizá fue uno de los pocos supervivientes -junto a Álvar Núñez Cabeza de Vaca- de aquella expedición que buscaba la fuente de la eterna juventud entre el Río de las Palmas y el cabo de laf Florida, y recorrió a pie varios miles de kilómetros desde la desembocadura del Misisipi hasta la Nueva España.
El hidalgo no reconocía estar en deuda con nadie, excepto con Dios y su Rey, lo que hacía de él un guerrero valeroso valeroso y leal. Según Lope de Vega, fue temido por las armas de todas las naciones a causa de su indomable corazón. Hablaba la lengua española, que, según el decir del Emperador debía conocer toda la gente cristiana: “Señor Obispo, entiéndame si quiere y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española; la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana”. Estas palabras dirigió al obispo de Maçon, ante el Papa Pablo III, el lunes de Pascua de 1536 al después de una hora de discurso en español.
Supo qué es ser un hidalgo de Castilla cuando estuvo en Sevilla, Málaga o Jerez, donde las imágenes sagradas de la Virgen llevan todavía en su manto el escudo de Castilla y León, pese a que hay aún quien se sorprende de que en los Reales Alcázares esté presente por todas partes el mismo escudo. ¿Cuál correspondía a un rey de Castilla en su palacio?
Ese conocimiento se hizo más claro y hondo cuando se hizo a la mar siguiendo órdenes de alguno de aquellos héroes que fueron a América. De aquellos que, «por Dios y por haber fortuna», arriesgaron o perdieron su vida. Comprendió entonces que Castilla no está encerrada entre fronteras definidas.
Castilla no es un país. Eso queda para otras regiones: País Vasco, País Valenciano, etc. Castilla es una realidad de otra clase, que empieza en España y llega al Cono Sur. Es y ha sido así por esa figura del hidalgo de Castilla, que ha errado por tantos caminos, dejando tras de sí una estela de sueños y realidades.
Pero el tiempo todo lo trastorna. El hidalgo no volvió nunca al viejo caserón. Pero había en él un retrato suyo, enviado por no se sabe quién. En el retrato se le ve ya viejo. Ralos cabellos pueblan su barba en punta, que se hunde en la gorguera plateada. Las sienes grises, casi blancas. Los ojos hundidos en el cuenco de las órbitas. Ojos sin brillo, de profundo mirar, ojos que han visto la negrura de la nada, la eternidad, la muerte.
¡Tiempo, tiempo! ¿Por qué? (Publicado en Minuto Crucial)