Profesor de filosofía

La función del profesor en un curso de historia de la filosofía explicado a alumnos jóvenes es ambigua y aun contradictoria. Aparentemente no tiene más remedio que difuminarse, esconderse tras los filósofos cuyos sistemas explica, para que sólo ellos aparezcan. En ello consiste su supuesta sinceridad, pues, al actuar así obligatoriamente, parece que sólo deja traslucir, no sus preferencias, sino lo que otros han pensado. Pero cualquier alumno llega a sospechar a lo largo del curso que su profesor bien puede estar transmitiendo conflictos propios cuando explica filosofía. Intuyo que un alumno tal está en lo cierto. Estoy además convencido de que, aparte de inevitable, es conveniente que sea así: no podemos saltar por encima de nuestra propia sombra ni podemos prescindir de nosotros mismos. Que la persona del profesor, su deseo de no aceptar las medias verdades o falsedades completas en que está sumergido, forme parte de sus explicaciones es deseable, porque en caso contrario el mejor profesor sería un loro que se limita a repetir lo que oye. Su grado de éxito estribará en la pericia que posea para particularizar o generalizar lo que tantas veces son preocupaciones y experiencias personales.

La propia historia de la filosofía cae en una ambigüedad semejante. En ella hay también una franja que separa lo que aparece y lo que verdaderamente es. La apariencia, la sucesión de los autores que se van exponiendo, es por sí misma variada, incoherente, contradictoria incluso. ¿Acaso no es ése el motivo de que muchos alumnos, a quienes el comienzo de curso ha parecido quizá demasiado prometedor, empiecen a desesperar poco a poco del contenido de la asignatura y acaben por hastiarse de ella? En el nivel intelectual en que ellos se mueven, con sus mentes todavía poco avezadas al vértigo, unos, que piensan estar convencidos de algunas verdades, confiesan que acaban por dudar de ellas, en tanto que otro empiezan por aferrarse a las primeras doctrinas que han rondado sus cabezas, doctrinas que proceden del medio de comunicación de masas en que hoy se mueve casi todo. O tal vez sean doctrinas de alguna ideología política o de alguna religión que se ha tomado con fanatismo. Timeo hominem unius libri! Si empiezan apreciando las primeras lecciones, las de los presocráticos, porque les parecen razonables, van comprobando cómo son desmentidas en las lecciones siguientes. Entonces se vuelven a su depósito de creencias y deciden continuar en ellas, negándose a prestar oídos a cualquier cosa que las pueda desmentir. En resumen, un profesor de filosofía puede no estar imbuyendo en sus alumnos otra cosa que escepticismo y doctrinarismo. El primero no es a priori indeseable, pero, más que filosofía en sentido estricto, las doctrinas escépticas son los cauces fuera de lo cuales no puede moverse la filosofía. Dejo de lado, como es obvio, a los indiferentes aquellos a quienes sólo interesa, si acaso, aprobar la asignatura, y aun ello a disgusto y como forzados. Como es indiscutible que están en su derecho y como de lo que en clase oigan no harán más uso que el académico, opino que es conveniente sugerirles que aprovechen para ejercitar su intelecto, olviden pronto lo que no han tenido más remedio que leer u oír y procuren no hacer ruido.

Aquellos alumnos que vengan queriendo aprender algo, y aquellos otros a quienes se les despierte, no habrán ganado poco. Si, advirtiendo lo que hacen los filósofos –oponer ideas a ideas- adquieren el hábito de meditar sobre cualquier tema, por nimio que sea, a cualquier hora y de cualquier manera, no habrán ganado poco. El pensamiento se les habrá vuelto necesario y contribuirá a que completen su personalidad. A que vivan la vida con más plenitud. Serán más humanos.
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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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