En un Estado bien construido pueden los hombres poner en práctica su sentido del bien y del mal, algo en lo que se diferencian esencialmente de los animales, por mucho que se empeñen en lo contrario los defensores de los mismos, empezando por los promotores del proyecto Gran Simio, que difícilmente podrán probar que los gorilas y los chimpancés pueden ser ciudadanos de una pólis.
Al integrarse en la misma, los hombres realizan la moralidad, el derecho, las artes, las ciencias, la filosofía, la religión, etc. En suma, ponen en práctica una vida civilizada y se alejan de la barbarie. Por esto pertenece el Estado a la naturaleza humana y no es algo que se le agrega de manera accidental.
Aristóteles llegó a decir que los persas no eran hombres completos porque el régimen político en que vivían estaba más cerca de una familia, con el padre en forma de tirano, que de una sociedad política plena. Estaba convencido de que la pólis es lo primero en el orden ontológico humano, aunque para algunos hombres sea lo último y otros incluso nunca lleguen a alcanzarlo: lo mismo que una rama que se ha desgajado del árbol ya no es rama, sino leña para el fuego, así también el hombre que no vive en una pólis no es un hombre. Será tal vez más que hombre, un dios, o menos, una bestia, porque ni los dioses ni los animales necesitan la vida política para ser lo que son.
Pero no todo Estado permite que un hombre llegue a ser él por completo, sino solo aquel en que puede ser ciudadano y no súbdito, lo que exige no tener que obedecer a nadie, excepto a la ley. Cuando no es así, cuando los sujetos humanos se ven forzados a poner su criterio y su responsabilidad en manos de otro, entonces es éste el que impone su arbitrio sobre todos y el gobierno se aproxima al despotismo, si es que no ha llegado ya a él.
Para que esto no suceda es imprescindible que la ley rija tanto al magistrado como al súbdito, de manera que nadie esté sometido a nadie. Éste es el llamado Estado de Derecho.
Es un Estado que, por su poder legislativo, hace leyes o deroga las existentes; por el ejecutivo hace la guerra o la paz, recibe o manda embajadores, previene invasiones y vela por la seguridad pública; y por el poder judicial dirime las diferencias entre particulares y castiga los delitos.
Éste es el mecanismo con cuya puesta en funcionamiento se espera que todos sean regidos y nadie mande sobre nadie, con el fin de que se preserve la igualdad de todos, pues de otra manera se pervierte la vida civilizada o política. De aquí se sigue que el juez no toma decisiones. Eso corresponde al poder ejecutivo. Tampoco hace leyes, lo cual es misión del legislativo. El juez carece de identidad y no tiene “perfil”, en contra de quienes defienden sin saberlo el despotismo. Él no es ni más ni menos que la voz de la ley, un ser inanimado que no mitiga ni endurece el rigor de la misma. El suyo es un poder terrible, con el que puede destruir la vida y la hacienda de cualquiera. No debe poder utilizarlo a su arbitrio.