Esta discusión sobre las primeras fases de la sociedad humana considera los hechos que tuvieron lugar hace un millón de años, en lugares no específicamente determinados, bajo circunstancias que son fruto únicamente de la especulación razonada. Es, por tanto, un ejercicio de inferencia, no de observación. Esto significa yuxtaponer la vida social de nuestros parientes más próximos: los monos y los simios, por un lado, y la organización de las sociedades primitivas conocidas, por otro. La distancia entre ambas formas de vida se salva con el trabajo del intelecto. Ningún primate vivo se puede igualar directamente con el verdadero antepasado simio del hombre, así como ningún pueblo contemporáneo primitivo es idéntico, desde el punto de vista cultural, a nuestros antepasados. En ambas instancias sólo es posible seleccionar los rasgos sociales generales, en detrimento de los particulares y los específicos, con vistas a la comparación histórica. Por lo que respecta a los primates, se debe confiar básicamente en los pocos trabajos de campo llevados a cabo con los grupos que viven en régimen de libertad, y en ciertos estudios pioneros sobre animales que viven en cautividad. Se trata de los monos antropomorfos, sobre todo, los gibones y los chimpancés (que son los más cercanos al hombre), y también de los monos del Viejo y del Nuevo mundo. En cuanto a los hombres, las sociedades contemporáneas más próximas a la condición cultural de las sociedades primitivas son los cazadores-recolectores, pueblos pre-agrícolas, cuyo modo de vida depende básicamente de la recolección de alimentos silvestres. Este orden cultural fue característico de la Edad de Piedra, cuya antigüedad comprende entre un millón y unos 15 o 10000 años aproximadamente.
La solvencia del procedimiento comparativo que viene a equiparar a los pueblos cazadores-recolectores modernos con los protagonistas reales de la Edad de Piedra se ve reforzada por la extraordinaria consonancia social observada entre estos pueblos, a pesar de que históricamente están tan separados unos de otros como lo está la Edad de Piedra de los tiempos modernos. Algunos de estos pueblos son los aborígenes australianos, los bosquimanos de Sudáfrica, los isleños andamaneses, los shoshones del Gran Cañón, los esquimales y los grupos de pigmeos de Africa, Malasia y las Islas Filipinas.
La comparación de la sociología de los primates con los hallazgos de la investigación antropológica sugieren de inmediato una conclusión sorprendente: el modo en que los hombres actúan, y probablemente han actuado siempre, no es la expresión de una naturaleza humana inmanente. Hay una diferencia considerable, más aún, una oposición total, entre las sociedades humanas más rudimentarias y los grupos de primates subhumanos más avanzados. Tal discontinuidad implica que la emergencia de la sociedad humana supuso la represión de la condición primate del hombre, en lugar de su manifestación directa. La vida social humana no está determinada biológica, sino culturalmente.
La afirmación según la cual la conducta social de los simios es forzosamente innata y no depende del aprendizaje no implica difamación alguna de estos animales. Con toda claridad hay que decir que es un producto de su naturaleza, de las necesidades y reacciones propiamente animales, de los procesos fisiológicos y de las respuestas psicológicas.
Su vida social varía, por tanto, de forma directa, en función de la constitución orgánica del individuo y de la horda. En un medio estable las características de una especie determinada de primates subhumanos se mantienen estables, mientras no se produzcan variaciones orgánicas en la especie como tal. En cambio, en las organizaciones sociales humanas no sucede así. Los hombres formamos una sola especie, pero nuestros ordenamientos sociales crecen y divergen unos de otros, aún cuando el medio se mantenga estable, y todo ello sucede con independencia de las ligeras diferencias biológicas (raciales) que se dan entre pueblos diferentes.
Esta liberación de la sociedad humana del control biológico directo fue su gran fuerza evolutiva. La cultura salvó al primer hombre, le proporcionó abrigo, alimento y bienestar. En nuestra época ha sido posible apilar una vivienda sobre otra en grandes edificios sociales capaces de garantizar la supervivencia de millones de personas. Pero lo más llamativo de la suplantación que la cultura ha hecho de la evolución biológica reside en que, al hacer esto, se opuso frontalmente a la naturaleza primate del hombre en muchos terrenos y trató de sojuzgarla. Resulta extraordinario el hecho de que las inclinaciones simiescas del hombre son, con frecuencia, una fuente de conflictos para la vida social, y que en lugar de constituir un fundamento sólido de la misma, contribuyen a debilitarla.
La batalla decisiva entre la cultura primitiva y la naturaleza humana se ha debido librar en el terreno de la sexualidad primate. La poderosa atracción social del sexo fue el mayor impulso de la sociabilidad de los primates subhumanos. Esto ha sido admitido así hace ya tiempo. Pero quien hizo de la sexualidad el asunto central de la sociología de los primates fue el anatomista inglés Sir S. Zuckerman, cuyo interés por la materia se produjo a partir de la observación de la conducta casi depravada de los babuinos de los zoológicos. Estos primates subhumanos están disponibles para aparearse en todas las estaciones y, aunque las hembras muestran una receptividad acusada en el punto medio del ciclo menstrual, son a menudo capaces de tener una actividad sexual en otras ocasiones. Es muy significativo, de cara a la evaluación de su papel histórico, destacar que el sexo durante todo el año está asociado a la vida social heterosexual durante todo el año en los primates superiores. En otros mamíferos la actividad sexual queda confinada comparativamente, con frecuencia, al corto período de la reproducción.
Hay, por supuesto, otras actividades sociales importantes dentro de la horda primate subhumana. La existencia del grupo confiere ventajas tales como la defensa frente a los depredadores, ventajas que trascienden la gratificación de las necesidades eróticas. Desde una perspectiva evolutiva, la sexualidad intensa y de larga duración del individuo primate es el complemento histórico de las ventajas de la horda primitiva. Por otra parte, al considerar la sexualidad primate subhumana no hay que centrar la atención exclusivamente en el acto del coito. Parece cada vez más evidente que ciertos monos del Viejo y del Nuevo Mundo: los babuinos, los monos rhesus y los monos japoneses, muy cercanos entre sí, pasan por períodos en que se reduce su capacidad reproductora, sin que cese, por ello, su vida dentro de la horda. En cualquier caso, el sexo interviene en las relaciones sociales de los primates subhumanos en variedad de formas, y la cópula es sólo una de ellas. El acto sexual de montar a la hembra implica una posición de dominio que nace de la competencia crónica por el alimento, las hembras y otros objetos deseables. El sexo es además un elemento cotidiano del juego de los jóvenes; de hecho, las hembras de los primates superiores son las únicas de todo el reino de los mamíferos que reproducen el patrón de conducta sexual de los adultos antes de la pubertad. El rasgo tan familiar entre los primates del aseo mutuo: la acción de quitar y lamer los parásitos y otros objetos de la piel del otro, resulta ser a menudo una actividad sexual secundaria. El sexo es mucho más que una fuerza de atracción entre los adultos machos y las hembras adultas, ya que se da también entre los jóvenes y entre individuos del mismo sexo. El término más adecuado para designar estos actos no es el de promiscuidad, sino el de indiscriminación. Y si bien podríamos considerar como perversiones algunas de esas conductas, todas, son aceptables socialmente para los monos y los simios.
El sexo no es siempre beneficioso para la vida social de los primates. La competencia por las hembras, por ejemplo, puede conducir a una disputa feroz y, a veces, letal. Este rasgo de la sexualidad de los primates es el que hizo que la cultura primitiva frenara y reprimiera el sexo. El primate humano emergente, inmerso en una lucha a muerte con la naturaleza por la supervivencia, no podía permitirse el lujo de mantener además una lucha social. La cooperación era esencial, no así la competencia. De este modo, la cultura puso a la sexualidad bajo su control. Más aún, el sexo fue sometido a reglas, reglas tales como el tabú del incesto, que actuaron al servicio de las relaciones de parentesco basadas en la cooperación. Entre los primates subhumanos el sexo organizó la sociedad; las costumbres de los cazadores-recolectores testifican de forma elocuente que fue la sociedad la que ordenó el sexo, en interés de la adaptación económica del grupo.
La evolución de la fisiología del sexo suministró una base para la reorganización cultural de la vida social. Como ha señalado F. Beach, profesor de la Universidad de Yale, la emancipación progresiva de la sexualidad del control hormonal atraviesa todo el orden primate. Esta tendencia culmina en los seres humanos, en los cuales el sexo está más controlado por la mente -el cortex cerebral- que por las glándulas. De este modo, llega a ser posible regular el sexo por medio de reglas morales y subordinarlo a fines colectivos más altos. La represión consecuente de la sexualidad primate presente en el hombre ha adoptado formas sorprendentes tanto en las sociedades primitivas como en las más avanzadas. En toda sociedad humana el sexo está sujeto a tabúes de varias clases: a propósito del tiempo, el lugar (sólo el animal humano busca la intimidad), el sexo y la edad de la pareja, la referencia al sexo en determinados contextos sociales, la exhibición de los genitales -sobre todo en las mujeres-, la cohabitación durante la realización de determinadas actividades de interés social y cultural, como la guerra, las ceremonias e incluso la preparación de la cerveza. Con todo, es preciso hacer notar que la represión del sexo en favor de otros fines es una batalla que, aunque ha sido ganada por la especie, todavía hoy se está librando en el terreno individual. En la famosa alegoría de S. Freud, el conflicto entre el ¨ello¨ egoista y libidinoso y el ¨super-yo¨ consciente reproduce el desarrollo de la cultura que tuvo lugar en un pasado remoto.
El fin de muchos de estos tabúes es claro: la fascinación desconcertante del sexo y sus consecuencias potencialmente perturbadoras tenían que ser eliminadas de las actividades sociales importantes. Por eso se puede afirmar que el tabú del incesto es el guardián de la armonía y la solidaridad dentro de la familia, algo central para la sociedad de cazadores-recolectores, dado que para ellos la familia es el grupo económico fundamental. Al mismo tiempo, la prohibición de relaciones sexuales y matrimoniales entre parientes próximos obliga por fuerza a las familias a la formación de alianzas, lo cual contribuye a expandir el parentesco y la red de ayudas entre unos y otros.
Se ha dicho que el parentesco, en su faceta económica de cooperación, se convirtió en el programa de la sociedad primitiva humana. El ¨parentesco¨ es aquí una forma cultural, no un hecho biológico. Los simios, por supuesto, están emparentados genéticamente unos con otros, pero no tienen nombres, ni pueden nombrar y distinguir a sus parientes y no usan el parentesco como una organización simbólica de la conducta. Por otra parte, el parentesco cultural no tiene virtualmente nada que ver con la relación biológica. Nadie puede estar, pongamos por caso, absolutamente seguro de quien es su padre biológico, pero en todas las sociedades humanas la paternidad es un status social fundamental. Casi todas las sociedades hacen suya, implícita o explícitamente, la máxima del código napoleónico que dice: el padre del niño es el marido de la madre.
Muchos cazadores y recolectores llevan el parentesco a tal extremo que no deja de ser algo curioso para nosotros. Siguiendo un mecanismo técnicamente conocido como parentesco clasificatorio, estos pueblos ignoran las diferencias genealógicas entre parientes colaterales y lineales en determinados puntos, dado que al referirse a ellos utilizan los mismos términos y adoptan la misma conducta social. Así, el hermano de mi padre puede ser ¨padre¨ para mí y yo actúo en consecuencia. La misma lógica utilizada para los parientes cercanos se puede extender de forma indefinida: el hijo del hermano de mi padre es mi ¨hermano¨, el hermano de mi abuelo es mi ¨abuelo¨, su hijo es mi ¨padre¨, el hijo de éste, mi ¨hermano¨ y así sucesivamente. Según el comentario de un observador de los aborígenes australianos: ¨Es imposible que un australiano nativo tenga algo que ver con alguien que no sea pariente suyo, de una clase o de otra, cercano o lejano.¨
La horda primate subhumana varía de tamaño según las diferentes especies, oscilando entre los cien individuos de ciertos grupos de monos del Viejo Mundo y los diez entre los monos antropomorfos. La horda puede permanecer unida todo el tiempo o dividirse durante el dia, alimentándose en grupos reducidos de distinto tipo: parejas de machos y hembras, hembras acompañadas de sus hijos, o machos solos, y volver a reunirse al llegar la noche en los lugares de descanso. Los monos suelen tender a la dispersión con más frecuencia que los simios.
Normalmente en las hordas de primates hay más hembras que machos adultos, como es el caso de los monos aulladores, donde son tres veces más numerosas. Esto puede ser debido, en parte, a que las hembras alcanzan la madurez más deprisa, por término medio. También puede reflejar la eliminación de algunos machos como resultado de las rivalidades surgidas por la adquisición de las hembras. Pero no es la muerte lo que les sobreviene necesariamente a estos machos perdedores, sino una vida solitaria fuera de la horda o en sus inmediaciones, de la que tratan de escapar tratando en todo momento de formar parte de algún grupo y de obtener parejas.
La emancipación creciente del sexo del control hormonal en los primates, como ha señalado Beach, ha ido de la mano con la evolución del apareamiento promiscuo y la formación de parejas heterosexuales estables y exclusivas entre animales específicos. En ciertos grupos de monos del Nuevo Mundo las hembras y sus hijos forman una comunidad separada de la horda y sólo cuando la hembra está en celo la abandona para buscar pareja. La hembra no llega a estar unida a un macho determinado, sino que pasa de uno a otro después de dejarlos agotados sucesivamente. La horda de los monos Rhesus del Viejo Mundo es similar a aquélla, como también lo son las relaciones sexuales, si bien aquí la hembra receptiva es poseída en primer lugar por los machos dominantes, lo cual representa un paso hacia la exclusividad. En los gibones antropoides la tendencia a la exclusividad se ha desarrollado de forma completa: la horda entera está compuesta comúnmente por un macho adulto, una hembra consorte estable y sus hijos respectivos. Hasta la fecha no es posible, sin embargo, establecer de forma segura e inequívoca que semejante cambio progresivo atraviese todo el orden de los primates. Lo que sí parece claro es que los primates superiores subhumanos prefiguran la familia humana con mucha más fuerza que los primates inferiores.
La horda de primates es un grupo social cerrado. Cada horda posee un territorio, y los grupos locales de la mayoría de las especies lo defienden (el territorio o los árboles) de las intrusiones de otros grupos de su misma especie. La relación habitual entre las hordas que están próximas es de enemistad, sobre todo, según parece, cuando el alimento escasea. Las fronteras son puntos de desviación social y el contacto entre los grupos vecinos consiste, a menudo, en gritos beligerantes, cuando no desembocan en estallidos de violencia asesina.
Las relaciones territoriales entre las bandas (un término técnico que se usa para referirse al grupo social cohesionado) de los cazadores-recolectores nos ofrecen un contraste significativo. El territorio de la banda no es nunca de uso exclusivo suyo. Los individuos y las familias pueden cambiar de un grupo a otro, sobre todo en aquellos hábitats cuyos recursos alimenticios varían de un año a otro y de un lugar a otro. Además, la hospitalidad y las visitas entre las bandas se deben, en buena medida, a razones puramente sociales y ceremoniales. Las bandas gozan de autonomía política, pero circula una noción general de tribalismo entre las que son vecinas que se sustenta en la semejanza de la lengua y las costumbres y además en la colaboración social. Estas ideas se hallan reforzadas de un modo importante por el parentesco y la regulación cultural del sexo y el matrimonio. En todos los supervivientes modernos de la Edad de Piedra está prohibido el matrimonio entre parientes próximos, mientras que el matrimonio fuera de la banda se estima, cuando menos, como el preferido, y a veces como moralmente aconsejable. De este modo, los lazos de parentesco creados llegan a ser los canales sociales de ayuda y solidaridad recíprocas que conectan a las bandas entre sí. No parece injustificada la afirmación de que la capacidad humana de extender el parentesco fue una condición social necesaria para el despliegue del hombre primitivo por las grandes dimensiones del planeta.
Otra consecuencia del parentesco entre bandas, que merece subrayarse, es el carácter infrecuente de la guerra en los pueblos cazadores-recolectores. Difícilmente podría darse un conflicto bélico de largo alcance, por razones técnicas y logísticas. Pero, más aún, la contención de la guerra tiene que ver con la omnipresencia de una relación social, como el parentesco, que en las sociedades primitivas, a menudo, es sinónimo de ¨paz¨. La célebre utopía de Hobbes de ¨la guerra de todos contra todos¨, propia del hombre en estado natural, no podía estar más lejos de la verdad. La guerra aumenta en intensidad, derramamiento de sangre, duración e importancia para la superviviencia de la sociedad con la evolución de la cultura, y culmina en la civilización moderna. De forma paradójica, la agresividad más cruel, que se considera vulgarmente la quintaesencia de la naturaleza humana, alcanza su punto culminante en unas condiciones humanas muy alejadas de las de los primeros tiempos. El contraste con lo que se ha dicho de los bosquimanos no podría ser mayor, a saber, que ¨la guerra no forma parte de su naturaleza¨.
La familia es la única organización permanente dentro la banda y ésta es una agrupación de familias emparentadas entre sí, compuesta, por término medio, de unas 20 a 50 personas. Las bandas carecen de ley y de gobierno auténticos; las reglas de buena conducta no son diferentes de las consagradas por la costumbre para relacionarse con los parientes. En cierto sentido, este sistema de reglas de etiqueta es más efectivo que la propia ley. El incumplimiento de las mismas supone una ofensa que debe ser castigada con sanciones que incluyen el ostracismo, el chismorreo y el ridículo.
La familia humana primitiva, a diferencia de la pareja de primates subhumanos, no se basa sólo en la atracción sexual. El sexo tiene fácil solución en la mayoría de las sociedades de bandas, tanto antes como fuera del matrimonio, y por sí solo no origina ni destruye la familia necesariamente. El mismo tabú del incesto implica que la familia humana no puede ser el resultado social de las inclinaciones eróticas. Más todavía, los derechos sexuales que el marido tiene con respecto a su mujer se pueden quedar a menudo en suspenso cuando están en juego las relaciones amistosas con otros hombres, tal como sucede con la célebre costumbre de los esquimales del préstamo de la esposa. Este es,por cierto, sólo un mecanismo cultural entre muchos otros que se sirven del matrimonio y del sexo para la creación de alianzas sociales más grandes. De forma claramente opuesta a lo que sucede en las uniones de primates subhumanos, que se originan y se sostienen por la violencia, el matrimonio en las sociedades de bandas es un medio para asegurar la paz. El adulterio y las disputas por las mujeres no son cosas desconocidas entre los pueblos primitivos. Pero tales acciones son antisociales. En el mundo de los monos y los simios, sucesos similares a éstos, constituyen la fuente del orden social.
El matrimonio y la familia son instituciones demasiado importantes en la vida primitiva como para hacerlas depender de un suelo tan inestable como el ¨amor¨. La familia es la institución económica decisiva de la sociedad. Esta institución es para los pueblos cazadores-recolectores lo que fue el señorío para la Europa feudal, o el sistema corporativo de producción para el capitalismo. La familia es la organización productiva. La división principal del trabajo en la economía de la banda es la que hay entre hombres y mujeres. Los hombres se dedican a la caza y a la preparación de las armas de caza, las mujeres a la recolección de plantas silvestres y al cuidado de la casa y de los niños. El matrimonio es, pues, una alianza entre dos elementos esenciales de la producción. Estos factores se complementan mutuamente – los esquimales dicen que ¨un hombre es el cazador que su esposa ha hecho de él¨- y sellan la unión de ambos al verse obligados a mantener relaciones maritales y familiares. Muchos antropólogos han sido testigos de que para la mentalidad de los nativos es mucho más importante saber cocinar y coser, o saber cazar, que la belleza de una futura esposa.
El papel económico del matrimonio primitivo es responsable de muchas de las características específicas de esta institución. En primer lugar, el estado civil de todo adulto es el de casado; uno no puede permitirse el lujo, económicamente hablando, de quedarse soltero. Por eso, el primate subhumano que lleva una vida solitaria no tiene equivalente en la banda. El número de esposas que puede tener un hombre en estas sociedades está limitado por consideraciones económicas. Un simio macho tiene tantas hembras como pueda conseguir y defender por sí mismo; un hombre no puede tener más esposas que las que puede mantener. De hecho, el matrimonio es, por lo general, monógamo en los pueblos cazadores y recolectores, aunque no existen reglas que prohiban la poligamia. En tanto que reflejo de las compulsiones de la economía, la cultura ha alterado de forma dramática los apareamientos humanos y ha diferenciado la familia humana de sus análogos primates más cercanos.
Las relaciones jerárquicas de dominio y sumisión son propias de la vida social de los primates subhumanos. Tales relaciones surgen y se mantienen debido a la competencia crónica por las hembras, el alimento, tal vez, y otras cosas apetecibles, que tiene lugar en todas las agrupaciones de monos y de simios. Las victorias sucesivas garantizan al animal dominante una serie de privilegios para el futuro; los subordinados, siguiendo una respuesta condicionada, abandonan o renuncian a todo lo que tenga valor. Según H.W. Nissen de los Laboratorios Yerkes de Biología de los Primates, ¨cuanto más grande es el animal, mayor es la cantidad de alimento que puede conseguir, cuanto más fuerte es el macho, más hembras le corresponden¨. En la mayoría de las especies los machos suelen dominar a las hembras, pero en ciertas especies de monos antropomorfos, como los chimpancés y los gibones, sobre todo, suele suceder al revés. Hay que destacar una diferencia que parece darse en los subórdenes de primates, a propósito de lo que se ha llamado el atributo del poder: en los monos del Nuevo Mundo el poder es ¨débil¨; en los del Viejo Mundo llega a ser ¨áspero¨y ¨brutal¨; y en los simios, aunque aparenta ser grande, no surge, ni se mantiene de forma tan violenta. En todas las especies, sin embargo, el poder repercute en una variedad de actividades sociales, que incluyen tanto el juego, el aseo y las relaciones entre hordas, como el sexo y el alimento. Comparado con los primates subhumanos anteriores y con los desarrollos culturales posteriores, se puede decir que el poder en los pueblos cazadores-recolectores primitivos se sitúa en su punto más bajo. La cultura es el ¨nivelador¨ más antiguo. Entre los animales capaces de comunicarse simbólicamente, los más débiles pueden siempre confabularse para derrocar a los fuertes. Por otra parte, los medios políticos y económicos de la tiranía están subdesarrollados en los pueblos primitivos.
Hay cierta continuidad evolutiva en la conducta dominante de los primates y los hombres primitivos; el liderazgo entre los cazadores-recolectores, tal como está, recae en los hombres. Con todo, la supremacía de los hombres, como un todo, en la banda no significa necesariamente la subordinación degradante de las mujeres en la casa. Una vez más, el arma del lenguaje articulado debe ser tenido en cuenta; el antropólogo danés K. Birket-Smith observa: ¨Un censo mostraría, sin duda, un porcentaje más alto de maridos calzonazos entre los esquimales que en un país civilizado (excepto, tal vez, los Estados Unidos!); la mayoría de los esquimales tienen un respeto hondamente arraigado por las lenguas de sus esposas¨. Los hombres que lideran la banda son los más sabios y los más viejos. Sin embargo, no se les respeta por su habilidad para incautar determinadas provisiones de alimentos deseados. Muy al contrario, el requisito necesario para tener prestigio es la generosidad; el hombre que más hace por la banda, el que se sacrifica más, será el más querido y respetado por el resto. La prueba indicadora del status entre los cazadores-recolectores es, por lo común, el reverso de lo que sucede con los monos y los simios; el asunto es quien regala, no quien se lo lleva. El segundo requisito del liderazgo es el conocimiento -conocimiento del ritual, de la tradición, de los movimientos de la caza, del terreno y de otras cosas que son necesarias para el control de la vida social. Por esto es por lo que los ancianos son respetados. En una sociedad estable ellos saben más cosas que el resto y estar ¨pasado de moda¨ es una gran virtud.
El conocimiento, por sí solo, proporciona poco poder. Los jefes de una banda no pueden dar órdenes, tan solo consejos. Como dijo textualmente un jefe pigmeo del Congo a un antropólogo, no vale la pena dar órdenes, ¨pues nadie las cumpliría¨. La manera de referirse a los líderes de las bandas de cazadores-recolectores muestra de forma elocuente cuáles son sus poderes: El líder de los Shoshones es el ¨hablador¨ y su homólogo esquimal es ¨el que piensa¨. En la banda primitiva la familia es una comunidad más cohesionada y fuerte que la banda como un todo, y cada una de ellas es libre para gestionar sus propios asuntos. Según Berket-Smith: ¨No existen rangos o clases entre los esquimales, razón por la cual deben renunciar a esa satisfacción que Thackeray llama el verdadero placer de la vida, la de relacionarse con los inferiores¨. Lo mismo puede decirse de las demás sociedades primitivas.
La nivelación del orden social que acompañó el desarrollo de la cultura guarda relación con el cambio económico fundamental que pasó del individualismo egoista -literalmente brutal- de los primates a la cooperación con los parientes. Los monos y los simios no cooperan económicamente; los primeros ni siquiera pueden aprender a trabajar juntos, cosa que sí pueden llegar a hacer los simios. Tampoco comparten nunca el alimento, salvo cuando un animal subordinado es intimidado por uno dominante. Entre los primitivos, por otra parte, el reparto de alimentos se sigue automáticamente de la división sexual del trabajo. Más aún, la economía familiar es una puesta en común de bienes y servicios, -¨comunismo viviente¨, según un famoso antropólogo del siglo XIX. La supervivencia del grupo exige que el cazador afortunado comparta su botín con los que no tienen nada. ¨El cazador abate la presa, los otros la toman¨, dicen los Yukaghir de Siberia.
En una banda los bienes económicos pasan de mano en mano y la circulación de los mismos aumenta a medida que se estrecha el grado de parentesco de los grupos domésticos, y también dependiendo de la importancia de los bienes que afectan a la supervivencia. El alimento, el recurso básico, debe estar siempre disponible para otros, bajo pena de ostracismo; cuanto más escaso, más celeridad hay que mostrar para regalarlo, y todo ello por nada. Además, el alimento y otras cosas, al margen de las consideraciones utilitarias, se comparten a veces con el fin de promover las relaciones amistosas. Hubo un tiempo en los asuntos humanos en que el único derecho de propiedad que imprimía distinción, era el de dar regalos.
Obviamente, la conducta económica de los primitivos no se ajusta al estereotipo del ¨hombre económico¨ conforme al cual organizamos y analizamos nuestra propia economía. Sin embargo, sí se ajusta a un campo de la economía que nos es familiar, tan familiar que nadie se molesta en hablar de él, y que requeriría una ciencia económica: la economía del parentesco y la amistad. Hay mucho que aprender de la economía primitiva a este respecto, y no sería un mero ejercicio de analogía, pues nuestras relaciones parentales constituyen una supervivencia de tipo evolutivo de las relaciones que una vez abarcaron a la sociedad entera.
Por medio de la adaptación selectiva a los peligros de la Edad de Piedra, la sociedad humana superó o subordinó los rasgos primates, tales como el egoismo, la sexualidad indiscriminada, el dominio y la competencia brutal. Sustituyó el conflicto por el parentesco y la cooperación, puso la solidaridad por encima del sexo, la moralidad sobre el poder. En esos primeros tiempos se llevó a cabo la reforma más grande de la historia, la superación de la naturaleza primate del hombre, y de esa manera se aseguró el futuro evolutivo de nuestra especie.
(Sahlins, M., 1960, «The Origin of Society», In (ed) Peter B Hammond, Physical Anthropology and Archaeology (1964), The Macmillan Company, New York, USA. pp 59-65. Traducción de Mª. Concepción González Pérez)