Democracia directa
Dado que en la democracia ateniense el voto de cada ciudadano tenía el mismo valor que el de cualquier otro, la igualdad era, junto a la libertad, un rasgo característico del sistema. Un hombre de aquella época sabía bien que lo que definía su organización política era la isonomía, la igualdad ante la ley, y la isegoría, la igualdad de derechos para expresar públicamente la opinión propia. Los atenienses creían profundamente en el imperio de la ley, pese a la frecuente acusación de que a veces fueron objeto por sus enemigos, a saber, que se saltaban sus propias leyes mediante psephísmata, decretos aprobados según las circunstancias para fines particulares. También sabía que otro rasgo que definía su democracia era que todo individuo que hubiera ejercido cualquier poder estaba sometido a la euthyna, esto es, a la investigación de sus actuaciones y a la rendición de cuentas. La euthyna era aplicada a todos los funcionarios al final de su mandato, que normalmente duraba un año.
Este régimen perduró en Atenas hasta que en el 322-321 a. d. J., al final de la «guerra Lamia», fue destruido por Antípatro. Sucedió a la muerte de Alejandro Magno, cuando los atenienses, al saber la noticia, emprendieron una revuelta contra la dominación macedónica y fueron derrotados, después de lo cual se instauró una oligarquía. Durante el tiempo que duró sufrió variaciones importantes, pero lo sustancial permaneció inalterable. Es fácil convertirla en objeto de crítica, bien porque no todos los habitantes de la ciudad participaban del gobierno, bien porque a veces se cometieron graves injusticias, como la muerte de Sócrates, porque favoreció en ocasiones la tiranía de los demagogos, o porque hizo uso de instituciones injustas, como el ostracismo. Pero de ninguna manera puede negarse que aquel régimen fuera una verdadera democracia. Lo que está fuera de duda es precisamente lo contrario, que fue la única verdadera democracia que ha existido desde entonces.
Fue la única no por ser representativa, sino por no serlo. No fue la representatividad lo que la hizo, sino la falta completa de ella. El hecho de la representación política implica necesariamente que el titular sobre el que ésta recae, el pueblo representado, no es capaz por sí mismo de querer y obrar directamente, y ha de hacerlo por medio de otros, sus representantes, a los que confiere esa cualidad por medio de las urnas. De aquí se sigue que las acciones políticas del representante son imputables al representado. Pero es justamente esa separación del político profesional, dotado de la facultad de representación, y el pueblo representado, lo que brilla por su ausencia en la democracia ateniense. Allí eran los individuos del demos o, mejor dicho, de los démoi, quienes participaban directamente en los asuntos del Estado interviniendo en la asamblea soberana, tanto cuando ésta deliberaba como cuando legislaba, actuando como jueces, desempeñando cargos funcionariales, formando parte del ejército, etc.
Además de estas funciones generales del Estado, existían otras muchas en los gobiernos locales de los démoi, que también estaban organizadas democráticamente. Mandar y obedecer fueron la misma cosa. Nunca más ha vuelto a ser así ni podrá volver a serlo jamás, por mucho que se empeñen nuestros malos demagogos en proponerlo al incauto votante.
Por último, el complejo equilibrio de poderes opuestos puesto en acción en aquel gobierno fue un medio excelente no solamente para impedir que cualquiera se alzara sobre los demás y oprimiera a la población, sino también para mitigar los excesos que cualquiera de los poderes pudiera cometer.
Hay muchas cosas que pueden aprenderse de aquel régimen de gobierno. Una es que la representatividad no define a las democracias, sino a las oligarquías. Otra que una democracia real, no representativa, no puede existir, como tampoco puede existir un autobús de diez kilómetros. Una tercera, que lo más importante en nuestro tiempo no es que el sistema sea o no representativo –no puede dejar de serlo- sino que el poder consista en un sistema de contrapesos que lo haga más liviano para el súbdito. Sin olvidar, claro está, la aplicación de la euthyna a todo aquel que haya desempeñado un cargo.
Democracia representativa
En consecuencia, la antigua democracia ateniense y la moderna democracia parlamentaria no son dos especies de un mismo género, sino dos géneros distintos. No es posible convertir en democracia directa el parlamentarismo actual. ¿O acaso podría hacerse reuniendo a cuarenta millones en la plaza pública? ¿En facebook y twitter acaso? ¿Sería posible así la isegoría? Pensar en cosas tales es pensar desatinos.
Decir que el río Guadalquivir lleva vino porque se ha derramado una botella desde el Puente de Triana es lo mismo que decir que hay gobierno del pueblo en una sociedad de 45 millones de habitantes.
El gobierno del pueblo es una fantasía. Como también lo es la idea de que el pueblo se constituye en soberano por un acto de voluntad. Eso pertenece a la ideología artificialista de nuestro tiempo. El régimen parlamentario español no nació de un acto fundador decidido por el pueblo, sino de las fuerzas reales existentes antes. Nació del franquismo. ¿De dónde si no? ¿O es que podría haber surgido de la nada? Ni hubo acto fundador ni, en caso de que lo hubiera habido, sería obligatorio obedecerlo, porque, aun admitiendo que tal cosa fuera posible, lo que una generación de hombres decide otra puede deshacerlo con igual autoridad.
Un régimen democrático no brota de una decisión libre de la población, sino que más bien pone en marcha la libertad de ésta. Ahora bien, esa libertad no es la que se entiende como una disciplina personal que consiste en tener decisión y voluntad fuerte, sino la de poder elegir productos en el mercado. El régimen democrático acompaña al mercado libre. Podría existir mercado sin democracia, como en China, pero no democracia sin mercado.
La raíz de la democracia actual es el mercado libre, al que concurren individuos que ponen en marcha la demanda y con ésta la producción. Así eligen bienes y servicios y así eligen también gobernantes. Es el mismo proceso. Un niño que acompaña a sus padres al supermercado se adiestra para la elección de gobernantes. Formará parte de la demanda de representantes como forma parte de los consumidores que demandan productos en los estantes para poder elegir entre ellos. Por eso tiene que haber diversos partidos políticos, pues de otro modo no existiría esa libertad de elección.
Una vez que se comprende la esencia de este régimen de gobierno se ve de lejos el desatino que consiste en presentar los “valores democráticos” como valores morales. Moral y democracia tienen que ver entre sí lo que el fútbol y un soneto de Quevedo.
Conclusión
Por todo lo cual, el que tiene el propósito de alcanzar la democracia real, la democracia como gobierno directo del pueblo, no sabe lo que piensa y tiene la cabeza llena de bruma y fantasía. O, más bien, es un peligro público, pues es la clase de tirano que emerge de esta clase de régimen político. Si el poder procede del pueblo hay que admitir que el pueblo tiene que delegarlo, porque es imposible que lo ejerza.
La delegación no se puede hacer tampoco por vía directa. Tiene que ser convencional. La convención es aquí la regla de las mayorías. Los electores no son una masa compacta que forme una unidad superior, sino individuos dispersos, con intereses encontrados entre sí, a los que se da a elegir entre varias alternativas cerradas. Esto es de la máxima importancia. No son los electores los que proponen las opciones entre las que han de moverse. Tales opciones no dependen de ellos. Ellos solo deben votar, elegir una de las propuestas que se les hacen.
Dicho sea de paso: que reflexionen o no sobre el sentido de su voto después de haber estudiado detenidamente las propuestas carece por completo de importancia. Lo que importa es que voten y que el resultado de su votación pueda conformar una mayoría estadística. El promedio estadístico es, pues, algo que define a esta clase de gobierno y ya se sabe que en la estadística se pierde la individualidad.
Quienes hayan obtenido esa mayoría estadística de votos dirán con toda seguridad que ellos representan al pueblo, pero eso no podrá ser cierto de ninguna manera. Si lo fuera, entonces el partido que hubiera obtenido la minoría quedaría deslegitimado para oponerse al ganador, pues iría contra la voluntad del pueblo. La manifestaciones, huelgas, protestas, etc., contra dicha voluntad expresada en el partido gobernante sería ilegítima.
El partido que gana unas elecciones no representa al pueblo. Tampoco el que pasa a la oposición. Ni siquiera lo puede representar la totalidad de los partidos que componen la cámara legislativa. Si las partes por separado no representan al pueblo, ¿por qué habrían de hacerlo todas ellas juntas? ¿No son acaso contrarias entre sí? La voluntad del pueblo sería entonces contraria consigo misma, lo cual es un despropósito. En realidad, nadie representa a nadie en este juego político, excepto a sí mismo.
De este embrollo mental solo se sale considerando que ni existe la voluntad popular ni los partidos políticos la pueden representar en ningún sentido aceptable y no fantástico de la palabra “representar”.
Es un error, en consecuencia, pensar que el pueblo toma decisiones a través de sus delegados. Las decisiones no las toma ni siquiera el partido que ha ganado las elecciones, sino una camarilla de dicho partido que las impone a todos sus correligionarios y luego a la cámara legislativa, convirtiéndolas en leyes.
En estas circunstancias, un buen gobernante no es el que toma decisiones tratando de ajustarlas a las voluntades, inclinaciones u opiniones de la gente que lo ha votado o a la fantástica voluntad popular, sino el que se rodea de un grupo de hombres selectos y las toma bajo su propia responsabilidad. El buen gobernante no hará uso de esa estúpida demagogia que consiste en presentar lo que hace como voluntad del pueblo.