Ante los ojos de quienes aprendan a mirar se está desplegando el drama del poder de nuestro tiempo. Los actores no desempeñan el papel que la gente les atribuye. No representan sus intereses y afanes. No oyen al pueblo, como dicen ellos. Los dramatis personae son de muy distinta índole.
En su plena juventud y vigor, que es el momento mejor para el ejercicio enérgico del poder político, el Rey Sol enunció a la perfección los rasgos que definen la oligarquía: “Las resoluciones deben ser rápidas, la disciplina exacta, las órdenes absolutas y la obediencia puntual”. Rapidez en la toma de decisiones, órdenes tajantes y ejecución de las mismas al instante, he aquí la tríada de conceptos que muestran la esencia de un partido político (R. Michels). Las otras esencias, como la democracia interna -según manda la Constitución Española-, la representación de la voluntad popular, el bien común, la justicia social y otras semejantes son ambiguas e incluso carentes de contenido. En la mayoría de los casos, no son más que anzuelos ideológicos.
La democracia es la panacea de nuestro tiempo. Según dijo Ortega en 1949, esa palabra se ha convertido en una ramera, pues cohabita con múltiples significados. Más de seiscientos cincuenta ha recopilado un estudioso. Otro afirma que son casi mil. A pesar de ello, o quizá por causa de ellos, por servir de justificación para cualquier cosa, la democracia no deja de ser el cielo terrenal en el que muchos dicen que están y al que aspiran a llevarnos. Pero quien haga profesión de atenerse a la verdad de las cosas y no a su apariencia, debe abandonar ese espejismo y buscar otra senda. La senda que conduce al buen entendimiento de la acción política actual fue la señalada por Luis XIV, el rey que identificó el Estado con su persona. La senda seguida por los audaces. Además, a la diosa Fortuna, mujer, a fin de cuentas, le agradan los jóvenes y fuertes. Por eso se va con ellos.
Las actuales organizaciones del poder sigue el dictamen de ese rey, no las veleidades democráticas que encandilan a otros. Y tienen que hacerlo, pues, permaneciendo en un continuo estado de lucha, necesitan que la masa les siga ciegamente y que la completa estructura del partido sea en sus manos como un martillo. La transmisión rápida y efectiva de las órdenes en los partidos políticos requiere que se ejecuten sin discusión. Por ese motivo, un partido tiene que ser cesarista.
Esta perspectiva, según creo, explica nuestra situación actual y, en concreto, la actitud de que hace gala el jefe del PSOE y presidente del gobierno mejor que cualquiera de las ideologías “democráticas” al uso. Su partido ha cambiado votos por droga, por dinero o por un puesto de trabajo. En él hay algún mandamás imputado por secuestro a punta de pistola y mediante sedación de la víctima. Ha tenido en sus filas a Tito Berni hasta que se ha descubierto la trama. Chaves y Griñán han sido presidentes del mismo.
Pedro Sánchez, en calidad de presidente del gobierno, ha doblado la cerviz ante el sultán de Marruecos, fue un dictador en las horas más bajas de España en los últimos cincuenta años, durante la pandemia, ha faltado a la verdad cuantas veces ha tenido ocasión de hacerlo, ha conquistado el Tribunal Constitucional, ha pervertido el INE, ha desenterrado a Franco con el fin de marcar el territorio a sus adversarios, ha llegado a acuerdos políticos para el gobierno de la nación y la promulgación de leyes con los sucesores de los terroristas, ha dormido con quien no podría dormir, etc..
Y todavía hay quien está seguro de que perderá las elecciones. Sin embargo, hay muchos motivos para dudarlo, pues no parece tener a nadie en la orilla contraria que dé muestras de tanto vigor y decisión. No digo de mente clara, que no parece ser una de sus virtudes, sino de deseo de mantener el poder a toda costa.
Algo bueno podría suceder, pese a todo, algo que se habría de seguir precisamente de la formidable estructura oligárquica en que se ha transformado el partido socialista en sus manos: que, con su jefe, cayera el partido entero; que todo el entramado saltara por los aires. Sería bueno para España y sería seguramente bueno para la izquierda misma, que tendría que refundarse.